A partir de este domingo podríamos, si fuéramos consecuentes, exigir responsabilidades a quienes tanto nos ofrecen con tal de que contribuyamos a su elección. Sin embargo, lo más probable es que unos y otros nos olvidemos del contrato que hemos suscrito. De esa costumbre, en el que una parte no encuentra impedimento para incumplir sus promesas y la otra renuncia a cualquier reclamación, nace la creciente desconfianza que impregna la política en España. Como en un juego de engaños, admitimos que en esta relación ninguno está dispuesto a contar la verdad ni exigirla.
Es común echarle la culpa del “divorcio” a la otra parte. Los ciudadanos creen que el problema lo representan los políticos, a los que consideran una casta dedicada a vivir del ejercicio profesional de la acción política y, por tanto, dispuesta a conservar el puesto a cualquier precio, aceptando las consignas y estrategias que dicte el partido o, en el peor de los casos, dar el salto que al tránsfuga le permite continuar percibiendo una remuneración de los Presupuestos del Estado. Piensan que, al depender de las ubicaciones donde los sitúe el aparato del partido, estos políticos acaban especializados en obedecer al dedo "designador" antes que en cumplir su compromiso con los ciudadanos. Y si para ello han de hacer lo contrario a lo prometido, ningún problema de conciencia les impedirá cambiar de opinión con tal de conservar la poltrona. Y aunque los valores adornen su discurso, éstos no prevalecen al disfrute de lo que constituye su razón de ser, vivir de la política, independientemente de la ideología que juren seguir.
Por otra parte, estos mismos ciudadanos que hallan en la política tales deficiencias, no son capaces de corregirlas con una intervención más activa y decidida. De espaldas a cualquier actividad pública, prefieren que otros se encarguen de resolver sus problemas y de organizar una convivencia que a todos afecta. Asumen esa desafección con la política a cambio de la comodidad de, como mucho, ejercitar el derecho al voto cada cuatro años. Descargan así su responsabilidad en los representantes que eligen sin mantener la debida vigilancia sobre su actuación y sin exigirles el resultado convenido. Es evidente que, para opinar, hay que estar suficientemente informado o, de lo contrario, se corre el peligro de aceptar lo que la manipulación o la publicidad ponga en circulación en el sentir mayoritario de la población. Desisten del esfuerzo por comprender las causas de lo que sucede, confiando que otros las conozcan y puedan explicarlas, sin caer en la cuenta de que, ignorando las razones de los hechos, difícilmente se podrá controlar eficazmente a quienes sentamos en la dirección de nuestros asuntos.
La democracia es el “menos malo” de los sistemas políticos, puesto que procura la mayor participación de los ciudadanos y una representación más fidedigna de la diversidad social. Pero este sistema no está exento de insuficiencias y riesgos, siendo el más grave de ellos la desidia en su funcionamiento. Una desidia que afecta tanto a los electores como a los elegidos. Votar con responsabilidad es un deber, más que un derecho, que ha de asumirse no en cada momento electoral, sino durante todo el mandato de los elegidos y que nos faculta a exigir el cumplimiento de los programas. Llegado el momento, nos permitirá hacer patente nuestra disconformidad y demostrar nuestra vigilancia constante.
Por tal motivo, más que "Democracia real ya!", me inclino por pedir "Responsabilidad real ya!". Considero que es más eficaz comenzar una regeneración por la parte que me corresponde, la de los ciudadanos, que me obliga a estar involucrado y participar en los asuntos públicos antes que confiar en que la otra parte, la de los políticos, se regenere a si misma. Velando por el cumplimiento de los programas, eliminando a los corruptos de las listas de los partidos, clamando por listas abiertas, limitación de mandatos, transparencia en la financiación de los partidos, incompatibilidad de los cargos, declaraciones públicas del patrimonio de los elegidos y otras medidas similares, obligaríamos a que la calidad de nuestra democracia alcance niveles que satisfagan a todos, excepto a los que se sirven de ella para su beneficio personal. Y, sobre todo, votando en consecuencia para que nuestros representantes respondan al compromiso adquirido con nosotros, lo que incluiría el voto en blanco como opción tan legítima como cualquier otra. La papeleta en blanco, cuya viabilidad tanto se oculta, significa el mayor reproche que podría recibir la clase política. Si ganara el voto en blanco, obligaría a los partidos a presentar nuevos candidatos que sean conformes a los intereses de los votantes. Por eso prefieren la abstención. Ante la indignación, responsabilidad. Votar con responsabilidad.
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