sábado, 31 de julio de 2010

Nietas

Mi primera nieta tiene un mes de vida. La segunda tiene cuatro meses de gestación y acabamos de saber, gracias a una ecografía, que también será una niña. Cuando nazca, ambas primas, con sólo seis meses de diferencia, podrán disfrutar de una vida compartida de ilusiones y rodeada de una familia que les desbrozará el camino cuanto sea posible. Ya cuentan con la entrega y disposición absoluta de sus padres, pero también de los abuelos. No es un empeño baladí, sino un compromiso de por vida. Todas las familias tejen una red de relaciones que brindan un respaldo semejante, aunque ello no garantice ningún éxito de antemano, que sería más difícil si no se contara con él. Precisamente ese es el gran reto de la vida: nada está determinado previamente. Sin embargo, somos seres que albergan sentimientos. Saberse querido y respaldado por los tuyos supone un aliciente que insufla energía para afrontar muchos obstáculos. Eso es lo que queremos que no les falte, nuestro cariño y nuestro apoyo. Los hijos y los nietos impregnan de sentido la existencia. Gracias por convertirnos en abuelos. Gracias por permitirnos reflejarnos en unos ojitos que observarán el futuro. Gracias.

viernes, 30 de julio de 2010

Julio se va

Este mes está a punto de acabar y se va dejándonos un año desquiciado y huérfano de esperanzas. El Gobierno “socialista” adopta medidas más propias de la derecha: quita o congela prestaciones, reduce sueldos, facilita el despido, encarece los impuestos, reduce el tamaño de la Administración, detiene la inversión pública, etc. Sólo le falta privatizar empresas públicas, pero no por falta de ganas, sino porque Aznar no dejó ninguna “rentable” para hacerlo. Aún así, es todo lo contrario a lo esperado de una gestión socialdemócrata y por ello causa incomprensión entre los aliados naturales: sindicatos y grupos de izquierdas. Pero lo más grave es que tampoco satisface a quienes proponían medidas de tal calibre. Unos promueven una huelga general para el mes próximo y otros claman por la dimisión del presidente del Gobierno por incompetente. Julio añade a esta tesitura el calor correspondiente para alcanzar el sofoco. La gente que se va de vacaciones no sabe lo que encontrará al regresar. Y los que se quedan tampoco saben lo que deparará el día de mañana. Ojalá Agosto refresque alguna esperanza, aunque temo delirar.

miércoles, 28 de julio de 2010

Las corridas de toros

Hoy se vota en el Parlamento de Cataluña una moción para mantener o prohibir las corridas de toros en aquella región. El asunto suscita debate en todo el país pues lleva implícito el sentimiento españolista de la “fiesta nacional”, como emblema universal de nuestra idiosincrasia. La verdad es que el asunto trasciende la mera discusión sobre la abolición de una “salvajada” gratuita contra un animal, por muy secular que sea la costumbre y por muy arraigada se esté entre los españoles.

Acuarela de Denis Gringas

Hay varias consideraciones que deberían tenerse en cuenta. El negocio no lo permite todo. Hablar de la cantidad de dinero que la “fiesta” genera o de los puestos de trabajo que desaparecerían, sería utilizar argumentos que también servirían para autorizar la prostitución, por ejemplo. Y hacer hincapié en el arraigo de la costumbre es blandir el razonamiento que acepta la ablación de clítoris en los países que la practican… porque forma parte de su tradición histórica.

Una acción violenta y gratuita como son las corridas de toros ha de ser abordada desde la razón, donde debe imperar aquellos valores que dignifican al ser humano y lo apartan, humanizándolo, de la simple condición animal. Si los gladiadores no son concebibles en los tiempos actuales, la figura del torero tampoco, por idéntica razón: nadie debe jugarse la vida como simple espectáculo de circo. La muerte como diversión es incompatible con la civilización y los derechos del hombre. Y hacer sufrir a un animal hasta la muerte por el mismo fin, función gratuita de violencia, tampoco. Ambas acciones ofenden aquella dignidad que perseguimos como valor intrínseco de la humanidad y causan repudio a la razón y a la más embotada sensibilidad. El respeto a la vida es premisa en el frontispicio de los ideales humanos, así como evitar el sufrimiento de los animales que nos sirven de alimento y abrigo, a los que sacrificamos por imperativos fisiológicos. Pero jugar con la muerte y el dolor de forma gratuita entre personas y animales, como mero espectáculo, es denigrante.

El último argumento ecológico de los defensores de las corridas es pueril. La raza del toro de lidia también podría conservarse en espacios protegidos, como se hace con el lince o el buitre, sin necesidad de matarlo en una plaza. El interés económico particular no puede prevalecer sobre un valor general, aunque algunos ganaderos pierdan un negocio “redondo”, porque les preocupa más su interés particular que la supervivencia de una especie animal. Su protesta coincide, casualmente, con la de los balleneros japoneses, a quienes matar ballenas les parece un comportamiento “ecológico”. Y eso que no lo hacen para que los demás saquen el pañuelo desde el graderío.

lunes, 26 de julio de 2010

Apuntes sobre Cataluña y España

Hace apenas una semana (sábado 17 de julio) escribíamos un comentario sobre la sentencia del Tribunal Constitucional en relación con el Estatuto de Autonomía de Cataluña. Hoy viene en la prensa un artículo* firmado por Carme Chacón (catalana), actual ministra de Defensa, y Felipe González (andaluz), ex presidente del Gobierno, con el título que abre este post, que de alguna manera confirma lo expuesto en aquel comentario, puesto que, aparte de señalar los peligros o resistencias antagónicas que cuestionan la democracia y el Estado de las Autonomías español -como son el centralismo que propugna una sola lengua, una historia única y una España uniforme, y el separatismo, que no acepta un espacio compartido y aspira a la independencia-, hace hincapié en la federalización del Estado amparada en una Constitución que ha permitido a España gozar del período democrático, de paz y prosperidad más dilatado de su historia.

Si en nuestro comentario proponíamos alcanzar un acuerdo de Estado para fijar los límites infranqueables en toda negociación autonomista, el de estos autores confirma que bajo la Constitución de 1978 y los Estatutos de Autonomía se consiguen los mayores niveles de autogobierno de toda Europa, con una concepción de España como “nación de naciones” que reconoce la diversidad identitaria y abarca, no sólo los preceptos legales, sino también a las emociones y sentimientos de pertenencia a los que hace referencia culturalmente el término de nación.

Aunque la literalidad de la Constitución no lo recoja expresamente, España tiende a configurarse como un Estado federal en el que conviven identidades diversas y una pluralidad de naciones bajo un mismo espacio. Apostar por fortalecer esta estructura que tan buenos resultados ha dado hasta la fecha es apostar por reconocer esos sentimientos de pertenencia, rechazando todo nacionalismo centrípeta o centrífugo como elementos minoritarios y distorsionadores de la realidad, aunque sumamente potentes a la hora de ensombrecer el 95 % de lo conseguido con el 5 % de los problemas que ellos mismos generan.

Tal vez un poco más de lealtad institucional y de sentido común (Acuerdo de Estado) podrían encauzar el vocerío sobre la configuración territorial de España en la discusión de salón a que en última instancia se reduce, dejando las energías para combatir los verdaderos problemas que preocupan a los ciudadanos: la crisis económica y el mantenimiento del Estado de bienestar social.
*Apuntes sobre Cataluña y España, Carme Chacón y Felipe González, El País, 26 julio 2010

sábado, 24 de julio de 2010

Espejismo

Caminaba despacio, con la cabeza baja y los brazos caídos. No tenía fuerzas ni para levantar los párpados y respiraba convulsivamente, con la boca entreabierta. Arrastraba un cansancio tan pesado que sus pies apenas soportaban unos zapatos grises como el plomo. El sol reverberaba en el aire quieto y sofocante que asfixiaba al respirarlo y emitía un chirriante quejido que atormentaba cual chicharras en el oído. Se encontraba solo en medio de la nada, pero su orgullo le impedía darse la vuelta y reconocer que le habían fallado. Cada vez que elevaba la vista, la veía surgir como una aparición de entre la polvareda, pero no podía abrazarla porque nunca conseguía alcanzarla. Por eso seguía caminando. Confiaba ciegamente en la promesa que ella le había dado, sin darse cuenta de que perseguía un espejismo.

Fotograma, 16

El padre del niño solía acudir al taller de electricidad que un hermano mayor, tío del niño, tenía instalado en un local de la misma calle, a una manzana de distancia, también frente a la plaza del pueblo. Era un local pequeño pero repleto de radios, televisores y otros pequeños electrodomésticos, la mayoría de ellos desmontados y con sus piezas al descubierto. Aquel sitio era para el niño un lugar de fantasía en el que los juguetes eran los destornilladores, alicates y tornillos. Al niño le encantaba acompañar a su padre y curiosear las tripas llenas de cables, condensadores y bobinas de tantos aparatos estropeados. Le encantaba ver cómo eran por dentro e intentaba comprender su funcionamiento, ayudando en lo que consintieran su padre y su tío. Nunca recompuso ningún aparato, pero al menos le dejaban entretenerse con los que ya no tenían arreglo y servían sólo como fuente de repuestos.

Así, junto a su padre y su tío, el niño empezó a jugar con la pistola soldadora y los rollos de estaño, viendo cómo la punta de aquella derretía el metal hasta formar gotas que se dejaban caer sobre las conexiones eléctricas para unirlas. En aquel lugar era donde su padre manipulaba lo que estuviera intentando recomponer, aunque no fueran electrodomésticos. Por eso el niño aprendió allí a usar una brocha impregnada en gasolina para limpiar de grasa algún componente automovilístico. El padre gustaba arremangarse para intentar arreglar cualquier cosa y se pasaba las horas con su hermano trasteando en el taller, donde el niño también se mantenía embobado procurando inútilmente tensar el hilo del selector de canales de una vieja radio o insertando las frágiles patitas de las bobinas dentro de sus conexiones en los televisores. Son sensaciones tan gratas que el niño no las ha olvidado nunca. El taller de su tío era el recinto de la felicidad, donde una mancha, una quemadura o algún destrozo eran premios al esfuerzo y no motivos de castigo, como sucedía en la calle o en la casa. Allí el niño podía hacer prácticamente lo que quisiera y, aunque no lo recuerda, de alguna manera sabe que así fue.

jueves, 22 de julio de 2010

La ciencia y Dios

En este blog está escrito mi predilección por la razón, mi absoluta convicción de la preponderancia del raciocinio sobre cualquier creencia que el hombre pueda seguir. Es por ello que soy crítico con las religiones, entendidas como estructuras organizadas que intentan influir, no sólo en el comportamiento de sus adictos, sino también en el de los que no comulgan con sus credos, pretendiendo dirigir la orientación moral de la sociedad en su conjunto. Esa imposición dogmática, que nace en la suposición de albergar la verdad absoluta, rechina con la duda metódica que impregna el saber científico. Ante la intransigente actitud de la primera destaca el humilde empeño de la segunda en la búsqueda del conocimiento.

Con tales premisas es fácil adivinar el asombro que me causó un artículo publicado hoy en un periódico conservador de mi ciudad. Ni el tema ni el medio preludiaban mi complacencia, pero el título era tentador, “Hacer ciencia no es jugar a Dios”, y no pude pasar la página sin leerlo. Fue doblemente gratificante, tanto por el tema como por el medio.

Hacía tiempo que no leía unas reflexiones tan claras sobre el ámbito de la ciencia, que obedece a ese imperativo al conocimiento que caracteriza al ser humano, y las creencias, que procuran inquietarnos por el sentido y significado de nuestra existencia. Su autor, César Nombela, catedrático de la Universidad Complutense, afirma que el quehacer de la ciencia se centra en saber cómo es la realidad y no en el porqué ni para qué, que pertenece al dominio de la filosofía. Y desde una consideración ética de la dignidad del ser humano, puntualiza que hacer ciencia no es jugar a Dios, sino que responde al impulso –inteligente, diría yo- que nos determina al conocimiento racional de la realidad, con responsabilidad a la naturaleza y respeto a la dignidad humana.

El esperado rechazo desde un púlpito moral no se produjo. Antes al contrario, se trataba del enfoque respetuoso con que un creyente abordaba la cuestión de los límites de la ciencia, en relación a la probable creación de organismos vivos a partir de materia inanimada, y su rotunda respuesta a favor de los mismos, aunque con arreglo a criterios bioéticos que preserven la dignidad del ser humano.

Además del planteamiento del tema, me sorprendió el medio donde se publicaba el artículo, puesto que es un periódico que en ocasiones se posiciona en posturas reaccionarias. Pero si grata fue la lectura del mismo, más satisfactorio fue hacerlo en unas páginas que, a menudo, son muestra del buen periodismo y de la pluralidad de la sociedad a la que sirven. Al contrario de otras veces, hoy me he alegrado de comprar ABC.

*Hacer ciencia no es jugar a Dios, César Nombela, La Tercera, ABC, 22 julio 2010.

martes, 20 de julio de 2010

Peligroso oficio

De vez en cuando, con más frecuencia de la que sería deseable, conocemos noticias sobre el asesinato de algún periodista. Si el desafortunado no es muy conocido, el hecho queda encajonado en la sección de sucesos, un eco casi imperceptible entre las atrocidades que acontecen cada día. Es lo que ocurrió con la de Sokratis Giolias, periodista griego asesinado ayer a tiros en Atenas. El relato no amplía mucho lo sucedido, salvo que es el segundo periodista muerto de forma violenta en el país desde los ochenta y que “alguien quería silenciar a un muy buen reportero de investigación”, en opinión del presidente de la Unión de Periodistas, Panos Sobolos.

La muerte de personas a causa de su profesión no son raras, pero la mayoría son de carácter fortuito, accidentes inevitables que provocan la pérdida de vidas humanas entre pilotos, médicos, mineros, albañiles y así un largo etcétera. Como producto de una decisión criminal para eliminar a una persona que ejerce de forma legítima su trabajo, son los periodistas los que corren mayor peligro. Honradamente abocados a descubrir la verdad y las razones de los acontecimientos, destapan causas y relaciones que se pretenden mantener ocultos. No son héroes, sino devotos de una profesión sobre la que pende el riesgo de pagar con la vida el derecho que nos asiste a todos de acceder a la información, un tributo que merece algo más que un suelto perdido entre las páginas del periódico. Merece el reconocimiento de cuántos en los medios de comunicación están empeñados en idéntico fin y de quienes aprecian ese derecho a la información como auténtico sustento de una opinión libre y plural, garantía contra el maniqueísmo y la manipulación.

A alguien le ha molestado ese propósito que ennoblece al periodismo y ha optado por callarlo definitivamente. Aunque Sokratis Giolias ha sido quien más caro ha pagado, hasta la fecha, el precio por la libertad, la sociedad entera ha recibido la afrenta del ocultamiento, la falta de información y los espurios intereses que amordazan nuestro derecho a saber y estar informados. Peligroso oficio el de periodista.

lunes, 19 de julio de 2010

Médicos contra el aborto

Los colegios médicos de Andalucía están creando registros provinciales para la inscripción de aquellos colegiados que se declaren objetores de conciencia en relación con el aborto. Incluso el Consejo Andaluz de Colegios Médicos ha creado un registro regional con objeto de coordinar y prestar apoyo jurídico a las solicitudes que se tramiten a través de los órganos provinciales.

Lo curioso de esta reacción, que acontece ante la reforma de una ley que lleva 25 años en vigor, es que aparece cuando el aborto deja de ser delito para convertirse en un derecho. Para el abogado del colegio de Huelva, “los médicos ejercen una profesión libre y pueden negarse a hacer algo que va contra sus principios”, reconociendo que la objeción surge por el cambio de delito a derecho, según un suelto de prensa.

Es de justicia que, frente a conflictos de índole moral, se pueda plantear la negativa a secundar las actuaciones que los generan. En ese sentido, hay que respetar a los ginecólogos que se niegan a practicar abortos, pero lo que no se comprende es que un médico de cabecera muestre reparos para tramitar al especialista correspondiente la solicitud de una mujer que ha decidido someterse a un aborto. Quiere uno pensar que ese médico mostrará idéntico prurito moral para encauzar al urólogo una petición de vasectomía de un hombre. De no ser así, lo que se evidenciaría, más que una objeción de conciencia, sería el rechazo a reconocer la plena responsabilidad de la mujer para decidir en lo que a ella concierne, como es la interrupción voluntaria de su embarazo conforme a lo establecido en las leyes. Parece que lo que se pretendiera fuera negar el reconocimiento a la mujer de un derecho, impidiendo que acceda al mismo.

Sería saludable que, con iguales dilemas éticos, cualquier profesional pudiera negarse a hacer aquello que lesiona sus convicciones, sin temor a perder el puesto de trabajo. Sin embargo, la realidad es que no todo el mundo puede permitirse el lujo de declararse objetor de conciencia, pues ello requiere, como sucede con médicos, pilotos, controladores aéreos, jueces, etc., disfrutar de una posición relevante desde la que poder influir en cuestiones adoptadas legalmente.

La moral es algo muy rentable en función del puesto que se ocupe en esta sociedad, cuyas clases privilegiadas podrían generar más motivos de objeción de conciencia que el reconocimiento de derechos a la ciudadanía. Pero, que se sepa, no existen registros en los colegios médicos sobre esas desigualdades e injusticias sociales.

domingo, 18 de julio de 2010

Soledad perdida

En medio de la gente,
camino tras los pasos
de una sombra que huye.

No me preguntes,
si ves que hablo en silencio
a los recuerdos idos.

Déjame tropezar
con lo que mis ojos ciegos
no alcanzan a vislumbrar.

Buscar hasta caer rendido
de la fatiga inútil
por lo perdido.

Aunque esté rodeado,
no consigo la paz
de estar contigo.

Vivo en la isla
habitada de sueños
incumplidos.

Busco la soledad
que me hizo sonreír
cuando estuvo conmigo.

sábado, 17 de julio de 2010

De las autonomías al federalismo

Desde los comienzos de nuestra democracia, el problema territorial es el que presenta mayores obstáculos para conseguir un consenso definitivo. La Constitución intenta resolverlo con el modelo autonómico, que posibilita la descentralización del Estado a favor de aquellas regiones con fuerte sentimiento nacionalista, como son el País Vasco, Cataluña y Galicia, a las que otorgó el acceso al autogobierno a través de la vía del artículo 151, senda que también recorrió Andalucía forzando un acuerdo entre partidos tras el referéndum de 1980, donde la provincia de Almería quedó descolgada al no alcanzar la mayoría absoluta del censo. En aquella ocasión, los partidos acordaron una lectura inconstitucional para resolver un problema político, que nadie recurrió, afortunadamente.

Hoy continúa la trifulca. El Tribunal Constitucional acaba de dictar una sentencia, a instancia de un recurso del Partido Popular acerca de la reforma del Estatuto catalán, que vuelve a exaltar las diferencias de ese consenso nunca logrado sobre el modelo territorial de España. Y regresan a la disputa visiones contrapuestas sobre la forma del Estado. Parece evidente que, antes de continuar discutiendo un problema con visos de eternizarse, debería plantearse un Pacto entre las fuerzas políticas que aclarase las ideas. Algunos no se adherirán al mismo, pero seguro que interesará a los que gozan de condiciones de participar en el gobierno de la nación, que son los que, al fin y al cabo, deberán enfrentarse a este conflicto nunca resuelto satisfactoriamente.

Quizá haya sido el miedo a las palabras, pero las Cortes constituyentes no quisieron plantear en su momento la posibilidad de una España federal y se inventó el Estado de las Autonomías que, hasta la fecha, ha encauzado la problemática, pero no ha conseguido darle carpetazo al asunto. Más de 30 años después, los nacionalismos periféricos continúan con sus reclamaciones identitarias y en algunos casos soberanistas. Tal vez haya llegado la hora de definir y marcar los límites de la discusión. Y los límites, para un país integrado en una comunidad internacional de Estados, son llegar a un pacto sobre la unidad territorial de España, cuya integridad quedaría así garantizada, dentro de la cual se construiría una nación de naciones que satisfaga las apetencias federales que ansían los nacionalismos.

Reconocer la identidad nacional de Cataluña y las diferencias que caracterizan a otras regiones, incluidas sus lenguas vernáculas, no supone la desmembración del país. EE.UU. es un Estado federal, igual que Alemania, que por serlo no se rompe ni cuestiona la autoridad de su gobierno central. Respetando la unidad del Estado, podrían lograrse acuerdos de mayor autogobierno en las Comunidades Autónomas que estén dispuestas a elevar sus niveles de competencias. Es evidente que ello no daría satisfacción a los que albergan sentimientos separatistas, que seguirían reclamando un derecho que no encuentra justificación histórica en ninguna situación de colonialismo (único supuesto por el que la ONU apoya la liberación de los pueblos), pero al menos eliminaríamos este tema de la disputa de los grandes partidos, como se hizo con el terrorismo. Y evitaríamos, además, el bochorno de estar constantemente poniendo en solfa nuestra convivencia y dudando de nuestra democracia.

Fotograma, 15

Con la abuela vivía una hija suya, tía del niño, que estaba loca y que solamente la abuela sabía controlar. El niño sentía curiosidad por su tía y su comportamiento desquiciado, pero con miedo a que se volviera violento e incontrolado. Sin embargo, nunca fue peligrosa, sino maniática. Acostumbraba sentarse en el balcón a cantar y decir palabras o frases sin sentido a plena voz. Se sentaba en una mecedora y se ponía a hablar incongruencias que no tenían nada que ver con la conversación que se estuviera manteniendo. Si alguna persona de la calle la miraba sorprendido, era inmediatamente increpada por ella preguntándole a gritos qué miraba. Había que caminar haciendo caso omiso de su ruidosa presencia, cosa a la que todo el pueblo se acostumbró. Nadie se metía con ella. El niño no recuerda, al menos, ningún conflicto en este sentido, ningún enfrentamiento con los vecinos.

En ocasiones, en cambio, la tía loca intercambiaba comentarios coherentes e incluso se mostraba simpática con el niño y demás familiares. Eran ramalazos de lucidez tan sorprendentes como fugaces, en los que por un momento se dibujaba en su rostro algo parecido a la ternura. Pero la mayor parte del tiempo se perdía en un mundo que parecía ofenderla y contra el que lanzaba imprecaciones desde su sillón del balcón. En sus ojos volvía aquella mirada extraviada que era más inquietante que su propia enajenación. Meterse con ella en tales momentos era exaltar su delirio hasta niveles incontrolados. Era entonces cuando la abuela intentaba controlarla y calmarla para que siguiera meciéndose mientras entonaba sus canciones y habladurías a pleno pulmón. Lo que si recuerda el niño con precisión era su adicción al café solo. Siempre estaba pidiendo o haciendo café para beberse vasos enteros, estuviera frío o caliente, a cualquier hora del día o de la noche. Era como una droga, prefería un café a cualquier otra cosa. Podía pasarse el día sin comer, pero no sin tomarse todos los cafés que pudiera. Era lo único que había que ocultar y procurar controlarle, no retirárselo totalmente porque la abstinencia al café la desquiciaba. La abuela sabía administrárselo como una medicina para mantenerla controlada de alguna forma. Esa paciencia de la abuela para con su hija y aquellos arrebatos de locura de la tía, la tía loca del sillón, entretenían al niño como si estuviera contemplando un espectáculo. Una tía que podía ser, no obstante, cómplice con el niño para que la abuela le diera algunas monedas o le consintiera algunos caprichos. El niño nunca sintió vergüenza de su tía loca ni sufrió peligro alguno al convivir a su alrededor, simplemente constituyó una atracción más de aquella casa de la abuela a la que cada día acudía. Subía la cuesta y al doblar la esquina ya la escuchaba cantar desde el balcón. Allí estaba la tía loca que podía mostrarle una sonrisa, pero no dejaba de cantar. Así fue siempre hasta que dejó de verla.

miércoles, 14 de julio de 2010

Canícula patriótica

Este verano nos ha sorprendido tras un invierno exuberante de lluvias. Sin tregua alguna, el calor ha tomado el relevo a los días grises para traernos los tórridos cielos en los que el sol vomita plomo, achicharrando el aliento. Es la canícula, época que ya habíamos olvidado que también sabe azotar a los mortales con su insoportable llamarada de fuego y luz, luminosidad que arde en las retinas y persigue a las sombras derrotadas. Llega el reino del calor que todo lo vence. Vence al tráfico que huye de las ciudades abrasadas, y vence a la jornada partida, que busca refugio en la continuidad de unas mañanas escasas de frescura. Vence al vigor que sestea tras el mediodía, y vence al sueño en noches de sopor. Lo único que no ha vencido es a los balcones tendidos con la bandera española y a los gritos de júbilo de una nación que se estremeció con su propio triunfo. Sólo era un deporte que hizo que la ilusión se extendiera como una vaharada que cubrió toda la tierra. Como el calor de esta canícula patriótica.

Mediocre sin ira

Aquella época, y con ella, ¡ay!, la edad de las utopías románticas, se nos escapó sin que nos diéramos cuenta. Inmutable, sólo ha quedado la sólida existencia de un sistema que devora cuánto brota a su alrededor: ilusiones, ideales, amigos, años…

De tal batalla, perdida siempre de antemano, lo más doloroso no es la derrota, sino el vacío que dejan los antiguos compañeros que, intuyendo que los sueños no bastan para subsistir, se alejan abandonándote en tu lucha contra las quimeras. Es entonces cuando sientes que has perdido el tren de tu generación, que toda oportunidad es tardía y estéril, y andas descarriado intentando encontrar algún camino de vana coherencia con tus convicciones. Desesperado, buscas refugio en una charlatanería complaciente que te permita esquivar esa corriente de soledad que desemboca en la locura de los nostálgicos y necios.

Abrazas así el encanto de lo cotidiano, la belleza de lo efímero, la vulgar felicidad del mediocre.

lunes, 12 de julio de 2010

Fotograma, 14

La casa de la abuela seguía siendo, aún después de muerto el abuelo, el lugar preferido del niño. La abuela había heredado las bondades de aquel para con el niño, atrayéndolo no sólo con el cariño de un alma buena, sino también con el embrujo de lo misterioso con que ella adornaba las historias y leyendas que contaba al niño para su asombro y expectación. Ella no era una bruja, pero mantenía al niño hechizado con su manera de ser y su peculiar visión del mundo, donde existían espíritus buenos y malos que podían presentarse ante los vivos para influir en sus comportamientos. Con su voz candorosa, las supersticiones de la mano negra y del hombre del saco venían a ser sucesos verosímiles que mantenían al niño con el alma en vilo y con miedo a penetrar en la oscuridad de las habitaciones vacías. En esas historias de gente enterrada viva, que arañaba ataúdes desesperadamente para escapar y de lamentos que aún perturban el silencio espeso de los cementerios, causaba más terror la seguridad con que la abuela narraba los acontecimientos, como si hubiera estado presente cuando ocurrieron, que los propios cuentos. El niño quedaba sobrecogido con la expresión de una cara que, bajando la voz y mirando hacia los lados como si temiera ser sorprendida revelando un secreto, transmitía al niño la prueba veraz de lo sucedido. La abuela era propensa a mezclar la religión con las supercherías, a recrear un mundo de ángeles y fantasmas, de milagros y hechizos, de seres reales con entes sobrenaturales, con la naturalidad de quien no tiene dudas de lo que habla. Para ella, aquello era tan plausible como las nubes del cielo, aunque adoleciera de la misma dificultad de comprensión como el flotar, suspendidas en lo alto, de éstas. La abuela descubría al niño un mundo mágico que siempre le atrajo y le mantuvo encandilado casi hasta la vejez. Sabía crear un suspense que mantenía al niño paralizado a sus pies hasta que ella decidía dar por terminada la sesión. Entonces, pasándole una mano por la cabeza y sonriéndole con aquellos ojitos brillosos de piel arrugada, lo tranquilizaba asegurándole que esas cosas a él no le iban a pasar. Y le ofrecía una cena que engatusaba aún más al niño.




Porque la abuela era también cocinera. El niño recuerda haber comido platos de la abuela que de su madre rechazaba. Recuerda su predilección por guisos que a ella no le importaba cocinar para deleite del niño y su dedicación a los fogones, donde elaboraba comidas que su madre no tenía costumbre de preparar. Y es que, también con la comida, la abuela tenía su embrujo. Había sido cocinera de comedor escolar. El niño guarda en su memoria el hecho de haberla acompañado, tras un viaje en autobús del que se bajaban en medio de una carretera para adentrarse por un sendero que ascendía por la falda de una montaña, hasta llegar a una escuela remota en lo alto de las colinas, donde la abuela pasaba la mañana cocinando para el comedor rural. El niño rememora su pasear por aquellas lomas sembradas y entrar en altos establos donde se secaban, cual murciélagos colgados del techo, hojas de tabaco. Y recuerda, como si acabara de vivirlo, la leche espesa con su grasa que, en una casa en la que aguardaban el autobús de regreso, le ofrecían los dueños de unas vacas recién ordeñadas.

Son recuerdos de una abuela que no es que supiera cocinar mejor que nadie, es que no le importaba hacerlo. De ella son los platos que el niño no olvida, pasteles de carne o arroz que se elaboraban envueltos en hojas de plátano. Nunca más lo ha comido en su vida, pero en su memoria, junto a la imagen de una abuela viejita y entrañable, como de un cuento de Dickens, quedan constancia de ellos. Y de sus historias de espíritus.

domingo, 11 de julio de 2010

Sakineh Ashtiani

Hay acciones que ni los animales más salvajes ejecutan con la crueldad y saña con que los humanos lo hacen. Un león mata a los cachorros de un rival vencido para aparearse con la hembra, movido por el instinto de dotar a la especie con los hijos del más dotado. No lo hace por venganza ni sed de sangre, sino guiado por la selección natural. El ser humano, en cambio, es capaz de asesinar de la forma más sanguinaria y horrible a un semejante por una simple idea abstracta (nación, Dios, honor, etc.), y puede llegar el caso de justificar lo injustificable en virtud de predicamentos religiosos o morales (una convención defendida por otra idea abstracta). No es algo del Medioevo, sino actual, sucede hoy en día, en pleno siglo XXI.

En Irán está sentenciada a morir lapidada Sakineh Ashtiati, de 43 años, culpable de ser mujer y de haber nacido en un país musulmán, cuyo Código Penal establece tal condena por adulterio. No es el único país que practica la pena de muerte a reos, como el mismísimo Estados Unidos, la primera potencia mundial, donde el corredor de la muerte y la silla eléctrica son elementos habituales de muchas películas. Matar a un asesino es repugnante, porque ambas muertes equiparan los motivos, deslegitimando a la justicia de su valor ético, basado en el respeto de los derechos, en especial el derecho inalienable de la vida. Pero matar por un convencionalismo social, como es el matrimonio, es regresar a épocas feudales, en las que la vida humana carecía de valor. No es matar por un instinto natural, sino por ambiciones de poder muy concretas, sean éstas económicas, sociales, religiosas, políticas o ideológicas. En ese sentido, el hombre ha dado muestras sobradas de su capacidad para la guerra, el asesinato y las más bajas perversiones.

Sin embargo, asombra hasta la náusea que, en un mundo globalizado, con internet y alta tecnología, donde organizaciones internacionales proclaman los derechos humanos y los negocios proliferan más allá de fronteras y culturas, pervivan comportamientos basados en la barbarie y la mentalidad cerril y troglodita, que considera a la mujer un ser a su servicio, que debe vivir encerrada bajo telas que oculten la belleza pecadora de su rostro y cuya fidelidad servil ha de quedar garantizada por leyes machistas que pueden condenarla a muerte, de forma ejemplarizante y pública, mediante el apedreamiento bestial y despiadado.

Si esto forma parte de la cultura de la Humanidad y nadie puede hacer nada por impedirlo, prefiero ser considerado un animal a ser cómplice de una raza que se comporta de esa manera. Ningún animal mata por diversión, salvo el ser humano. En ocasiones como ésta es cuando me pregunto en qué radica la supremacía del hombre sobre la Naturaleza. Y prefiero no contestarme.

Luz de Cuadernos

A la memoria de Rafael Becerra Márquez
Esculpidas con el aire,
material de luz cinceladas,
paseándolas en el bolsillo
llevaba sus palabras.

Tesoros de la brisa,
latidos del alma,
juegos de la vida
en papel enjauladas.

Un trinar de cantos,
una polifonía encerrada
en los versos de un poeta
Rafael, maestro: camarada.

Tu memoria permanece,
los amigos la guardan,
Roldanes de Cuadernos,
inquilinos de toda laya.

(Poema publicado en Cuadernos de Roldán en el aniversario de la muerte de su fundador y amigo)

sábado, 10 de julio de 2010

José María Guerrero Ridruejo

Hay amistades que te acompañan durante toda la vida, amigos de la infancia o la adolescencia que perduran con el tiempo y nunca dejas de relacionarte con ellos. Yo no he tenido mucha suerte y sólo puedo contar con dos amigos así. Uno de ellos estaba destinado a ser mi hermano, un hermano de los que la vida te presenta y tú escoges por compatibilidad total, no por nacimiento. Congeniábamos en todo en una empatía mutua, hasta que la muerte lo arrancó de este mundo de manera inmisericorde, totalmente injusta. Era mi amigo José María Guerrero Ridruejo, un hombre bueno.

Lo conocí cuando estudiábamos la carrera, todavía no teníamos los veinte años. Desde entonces nuestros destinos estuvieron unidos por las profesiones y los afectos. Era como yo, poco envalentonado con las impetuosidades de la edad, pero mucho más formal con los compromisos. Quizás por eso me honró con su amistad de por vida. Su padre era un ferroviario mañoso, capaz de aprovechar cualquier cosa para arreglar lo que fuese, y su madre una mujer obesa de bondad y entrega a sus hijos. Tenía una hermana de la que yo hacía comentarios pícaros para que mi amigo se sonrojara.

Tras los estudios, compartimos vivienda en una ciudad costera durante unos meses, para regocijo de su madre, al suponer que, al estar yo ya casado, mantendríamos una vida ordenada y sin faltar comida caliente. Luego se fue a hacer la mili a Valladolid, ciudad a la que nunca cumplimos la promesa de visitar juntos. Después vinieron los niños y las circunstancias particulares que nunca lograron separarnos. En aquellos años creíamos tener tiempo para dibujar muchos futuros. Incluso, cuando ya establecido se instaló en un pueblo cercano, nos veíamos de tarde en tarde para, con una sonrisa, reafirmar el afecto que nos profesábamos. Me trataba como un hermano mayor, haciéndome sentir halagado. Yo lo quería como el hermano que nunca tuve. Jamás tuvimos una discusión, ningún enfrentamiento por motivo alguno. Ni siquiera el fútbol, siendo él bético y yo recalcitrante de cualquier deporte. Sin embargo, no me importaba encender el televisor para que él sufriera la retransmisión de un partido, en el que salía huyendo por el pasillo para no presenciar ninguna jugada contra su portería.

Tenía una manera de ser sumisa, lo que no quiere decir que no tuviera personalidad. De tan honesto, no le importaba seguir los dictámenes de quien considerara más capacitado, sin camuflar la falta de originalidad que padecemos todos. Un coche, una diversión, un viaje, músicas, una película, una tertulia o un bar eran consejos que él admitía, para luego compartir con sus amigos. Así nos enseñamos muchas cosas.

Atleta y disciplinado, lo contrario de mí, murió en brazos de su hijo cuando se entrenaban por los alrededores de su pueblo. Fue un golpe homicida contra un padre ejemplar, un marido atento, un hijo prodigioso y un hermano del alma. Nunca perdonaré esta traición de la vida, aunque de ello hayan pasado ya muchos años. Aún me siento huérfano.

jueves, 8 de julio de 2010

Mi nieta

Apenas tiene dos semanas, un puñado de días en el inicio de su desarrollo y crecimiento, los primeros instantes de una vida. Es frágil y desconsoladamente indefensa. No puede hacer frente a nada y es vulnerable al frío, al calor, la sed, el hambre, los gases, la luz excesiva, las irritaciones de la piel, a todo. Su única defensa es el llanto, con él expresa todas las quejas, quién sabe si también los sustos o temores. Está desvalida frente a un mundo hostil en el que no tiene ninguna ventaja, salvo sus padres. Aunque dormir y llorar son, por ahora, sus únicas muestras de actividad, mamar la mantiene íntimamente unida a una madre extasiada con su retoño, tan inerme. Se forja así un lazo infalible que la protegerá durante toda su vida, le procurará cuánto necesite y no permitirá que nada le haga daño. Es el lazo que comienza a anudarse durante la maternidad, pero que definitivamente las inerva con ese instinto que la especie ha dispuesto para que los progenitores se sacrifiquen por su descendencia.

Es menudita, un proyecto aún en ejecución que empieza lentamente a desarrollar sus capacidades. Sus ojos se abren a una vigilia que no sabe lo que ve ni lo que oye. Intentamos hacerle brotar una sonrisa cuando ni siquiera ha aprendido a mover los músculos que materializan los gestos. Todo son planes para cuando hable, gatee por el suelo, dé sus primeros pasos, descubra el mundo que le rodea. Pero no hay prisas. Aunque parezca un proceso sumamente lento, los abuelos confían que el tiempo les permita aprovechar lo que ellos no pudieron demorar con sus hijos, embelesarse con esos instantes iniciales antes de que se transformen en adultos como un suspiro. De ahí nace la fascinación de los abuelos, de la segunda oportunidad que los hijos les brindan para disfrutar de los bebés cuando más lo necesitan y más dependientes son de sus progenitores. Ese es el hechizo hacia los nietos que tanto encanta a los abuelos. Quieren revivir unos años que como padres reconocen que transitaron demasiado deprisa. Por eso no se cansan de abrazar y acariciar a los nietos. Con cada morisqueta rememoran las que hicieron a sus hijos, ahora padres que los contemplan sin comprender lo que incluso ellos consideran no haber recibido. Tampoco les preocupa porque saben que lo entenderán cuando ellos sean abuelos también. Ahora el centro de toda atención es la criatura, mi nieta. Tan pequeñita y delicada.

miércoles, 7 de julio de 2010

Aborto, ¿delito o derecho?

Acaba de entrar en vigor la nueva ley que despenaliza la práctica del aborto en supuestos que anteriormente eran considerados delictivos para la mujer. Con la nueva ley de plazos, ahora es posible, antes de las 14 semanas de gestación, interrumpir voluntariamente un embarazo sin que ello suponga riesgo penal alguno para la afectada. La norma anterior, de hace 25 años, no contemplaba el aborto libre, sino que exigía diversos supuestos que justificaran la interrupción, como la existencia de enfermedad grave y malformaciones en el feto o riesgo para la salud física o psíquica de la madre. Aún así, desde entonces se han realizado más de 1.300.000 abortos en España, una cifra que pone de relieve la oportunidad de actualizar una norma de tanta trascendencia.

La gran novedad de la Ley de Salud Sexual y Reproductiva actual es que deja fuera del Código Penal al aborto libre, transformando en derecho lo que era considerado un delito que podía acarrear (y de hecho así sucedió en determinadas ocasiones) el encarcelamiento de la mujer e incluso el cierre de las clínicas donde se practicaba. Bastaba una simple denuncia para que la policía accediera a historiales clínicos (se suponen que confidenciales) y se procediera a la clausura de las instalaciones, algo inconcebible en los tiempos actuales.

Dejando de lado consideraciones morales o religiosas con que se quiera enfocar este asunto, la realidad es que la normativa española no se aparta un ápice de las existentes en nuestro entorno, limitándose a dar cobertura legal a una situación de hecho –aborto por libre decisión de la mujer- que se mantenía camuflada bajo algunos de los supuestos de la vieja ley, y eximiendo de carácter punitivo a una actuación que se correspondía más bien con el ejercicio de un derecho. Las disquisiciones éticas y filosóficas, aunque dignas de tener en consideración, quedan para el ámbito privado de las personas que podrán, en cualquier caso, hacer uso o no de tal derecho, guiándose en función de esos criterios. Ello no impide, sin embargo, que incluso las menores de 16 y 17 años, que en temas relacionados con la sanidad disfrutan de autonomía decisoria, puedan someterse a un aborto, previa acreditación de haber informado a sus padres o tutores o, en caso de conflicto, con la conformidad de un psicólogo o asistente social.

No cabe duda que, tratándose de un problema de enorme repercusión y controversia, la ley no satisfaga a todos, pero resuelve un anacronismo (meter en la cárcel a una mujer por un aborto) que ya era intolerable en un país democrático y avanzado como el nuestro. Aún así, no impone ninguna creencia ni una conducta predeterminada, sino que deja al arbitrio de cada mujer optar por la decisión más idónea, sin sufrir por ello amenaza de cárcel. Unas abortarán y otras no, como hoy, pero sin miedo. Respetémoslas.

lunes, 5 de julio de 2010

Fotograma, 13

Era un río tranquilo que de vez en cuando mostraba su fuerza rompiendo el puente de cemento. Entonces bajaba con furia, tiñendo sus aguas con el color de la tierra y desbordando los márgenes hasta anegar las primeras casas del pueblo. Tras una noche de tormenta, en la que el viento y la lluvia barrían con todo lo que encontraran a su paso, el niño salía corriendo a contemplar un río impetuoso, desconocido, que arrastraba troncos, ramas y animales muertos, henchidos como un globo y con los ojos desencajados por el pánico, que quedaban atrapados entre los pilares truncados del puente o esparcidos por la orilla. Daba miedo verlo con tanta furia, como si quisiera demostrar una indómita fortaleza que enturbiaba sus aguas y las hacía saltar por encima de cualquier obstáculo. El niño recuerda a la gente arremolinada en la carretera que cruzaba por el puente, ahora partido a trozos, sorprendida por la voracidad de aquella corriente bravía que corría entre remolinos formando un oleaje impetuoso y rugiente. Nadie daba crédito a la descomunal potencia de un río siempre apacible y confiado. Su anchura sobrepasaba las orillas por las que el niño gustaba inspeccionar escondrijos, y la altura hacía que sus aguas brincaran casi por encima del puente.

Pero tan pronto como crecía recuperaba también su mansedumbre. Al cabo de pocos días, retornaba a los estrechos límites con los que se escabullía por entre las piedras, como si estuviera avergonzado de aquel ataque de ira. El niño enseguida volvía a coger confianza en él, convencido de que el río había sido víctima del delirio torrencial de unas montañas ahogadas en lluvia. La gente lo olvidaba y no tardaba en darle la espalda a aquel hilito de agua lenta y cristalina. Un nuevo costurón permitía al poco el paso de personas y vehículos por el puente, y sólo los restos de matojos atorados entre algunos de sus pilares delataban la crecida de una corriente tan inofensiva como el preso que albergaba la cárcel del pueblo. Ambos formaban parte de las peculiaridades que el niño no comprendía, pero que sentía tan propias como la plaza del pueblo o su propia familia. Eran elementos a los que de vez en cuando parecía que se les toleraba algún arrebato que les sirviera de desahogo para que pudieran soportar el aburrimiento de una vida inalterable. El niño piensa que a él también le contagiaron, como al río y al preso, esa manera de ser sosegada, pero inesperadamente explosiva, descontrolada.

domingo, 4 de julio de 2010

Buscando el cielo

Se movía despacio, procurando no molestar ni hacer ruido. Era tan lento su ademán que, al verlo, parecía quieto, paralizado. Sin embargo, no paraba de crecer imperceptiblemente, hasta que alcanzó a sobresalir sobre los demás. Pero seguía fijo, sin moverse del sitio. Sólo sus hijos se fueron con el viento un poco más allá. Aquel era su mundo, anclado a tierra y respirando el sol. Sobrevivió a los que cuestionaron su movilidad. Para él moverse era subsistir. Era el árbol más robusto y frondoso del bosque. Todavía sigue allí.

Balance vacacional

Estamos en Julio, pórtico del período estival, tiempo de vacaciones. Medio país se muda por unas fechas en busca del relajo en las obligaciones. Llega el momento crucial en que se produce la verdadera parada de la actividad que nos mantenía ocupados durante todo el año. Son días de descanso para volver a iniciar, tras las vacaciones, los afanes que nos sujetan al trabajo, los estudios o los deberes cotidianos. Se trata de reponer fuerzas, acumular nuevos ánimos y “recargar las pilas”. Se completa así una etapa para enseguida continuar con otra.

El ciclo por el que medimos el tiempo se agota en verano para recomenzar en otoño, estación germinal. No sólo la vegetación renace con yemas nuevas, sino incluso muchas empresas, que suelen hacer balance de su actividad en septiembre, se guían por una periodicidad que no coincide con el año natural. Estamos, pues, en pleno verano, principio y final de esa rueda imparable que rige nuestras vidas, administra nuestra vitalidad y regula nuestra economía. ¿Sabemos aprovecharlo?


Es curioso observar el comportamiento de la gente durante el tiempo de ocio. La mayoría aguarda con expectación la llegada de las vacaciones para disfrutarlas con la familia y los amigos, practicar aficiones deportivas, leer, pasear o simplemente no hacer nada. Otros, en cambio, no saben “desconectar”. Son personas incapaces de abandonar sus preocupaciones laborales cuando están de vacaciones. Me refiero, claro está, no a los que tengan que verse obligados a aprovechar estos meses para aumentar sus ingresos, sino a los que pudiendo descansar, no saben qué hacer con el tiempo libre. A aquellos que echan de menos la “tensión”, una actividad y unas tareas que, como un programa, llenan de contenido sus días. Para ellos, las jornadas sin objetivo previsto son como desiertos vacíos que causan pavor por su inmensidad inconmensurable. Hablan de su trabajo, piensan en su trabajo y no se cansan de desear en volver al trabajo, como si padecieran una adicción que les “engancha” al quehacer laboral, fuera del cual la vida carece de sentido.

Son una minoría, pero cada vez son más. Son los que viven para trabajar, ajenos al axioma de trabajar para vivir. No les mueve la ambición, sino la incapacidad de hacer otra cosa. No saben deleitarse con el sorbo de un café recién hecho mientras se lee el periódico, sin prisas, al fresco de la brisa mañanera en una terraza cualquiera. O los que no pueden “perder el tiempo” con una conversación intrascendente con la pareja sobre asuntos domésticos. Ni pasear sin ir a ningún sitio, ni estar a solas con su propio silencio. La vorágine del trabajo les absorbe y confunden las vacaciones con lo que temen: a ellos mismos. No sabrían qué decirse. Para ellos, las vacaciones son una pausa impuesta y un tiempo improductivo. No saben lo que se pierden. Felices vacaciones a todos.