lunes, 27 de junio de 2016

País de masoquistas


Tras toda una legislatura implementando iniciativas que han perjudicado considerablemente a los trabajadores y las clases medias -sectores que comprenden la mayor parte de la población-, sucumbiéndolas al paro, a la precariedad laboral y salarial y a la restricción de ayudas, derechos y libertades como nunca antes en la historia reciente de España, los españoles, cual masoquistas, apuestan y votan mayoritariamente a quienes les infligen castigos tan lesivos y empobrecedores. Medidas semejantes y acaso no aplicadas de manera tan inequitativa y rigurosas en otros países, han bastado para retirar la confianza a los gobernantes y apearlos del poder. Tanta injusta austeridad impuesta sobre todo a las clases sociales menos pudientes y, por tanto, más vulnerables e indefensas, ha provocado la reacción en contra de los afectados y el más contundente de los rechazos en las urnas. Salvo en España.

A pesar de una Reforma Laboral que ha abaratado el despido y ha desvalijado las conquistas que protegían al trabajador frente a los empresarios, como eran los convenios colectivos y toda suerte de derechos contra el abuso empresarial, tendentes a facultar a las empresas a dictar unilateralmente las condiciones laborales, reducir salarios, precarizar el trabajo y obligar a trabajar más horas que las que reflejan las nóminas, no ha desmotivado a cerca de ocho millones de personas a mantener su apoyo al partido que defiende estas medidas y promete continuar aplicándolas y hasta profundizar aún más en su extensión y severidad. Los trabajadores que las votan creen que, permitiendo que los poderosos y ricos sean más poderosos y ricos, ellos recogerán las migajas de una riqueza que les niega estabilidad en el empleo y dignidad laboral y salarial.

De igual modo, los estamentos medios de la sociedad, que ya aceptan el copago farmacéutico, el repago en algunas prestaciones y atenciones sanitarias, el endurecimiento de los requisitos para tener derecho a una jubilación, la disminución en la cuantía de las pensiones, congeladas indefinidamente con el subterfugio de un mísero incremento anual a todas luces insuficiente para mantener poder adquisitivo, los recortes salariales de los funcionarios, con la pérdida incluso de alguna paga extra, el aumento de sus cargas y horas de trabajo y la disminución de las plantillas, la cínica eliminación de las ayudas a la dependencia mediante asfixia presupuestaria y la parálisis de las evaluaciones de clasificación para tener derecho a ellas (cuando se conceden ya se ha muerto el anciano), la disminución en número y cantidad de las becas a los estudiantes, la rebaja en la cuantía y duración de las prestaciones por desempleo, el aumento de los  impuestos directos (IVA) en artículos de primera necesidad y productos culturales (libros, espectáculos, etc.) que penalizan a los menos pudientes, y toda una serie de tijeretazos a derechos y libertades que criminalizan las protestas, coartan las manifestaciones e impiden el ejercicio de derechos reconocidos en la Constitución, nada de ello tampoco ha disuadido a los que votan a quienes perpetran estos atentados contra los ciudadanos. Causa rubor que iniciativas parecidas sean combatidas con virulentas alteraciones callejeras en otras latitudes, como Francia, mientras aquí reciben el respaldo electoral de una mayoría de españoles, aún se vean afectados por ellas con un empobrecimiento innecesario.

Pero si hay algo que resulta totalmente incomprensible, mayor aún a lo ya señalado, es el refrendo que consigue en las urnas la corrupción que caracteriza al partido que gobierna España, imputado judicialmente por financiación ilegal y que no deja de sorprender con nuevos casos o nuevos corruptos cada vez. A los votantes masoquistas del Partido Popular parece no preocuparles la corrupción que emana continuamente de esa formación, incluso allí donde el saqueo del dinero público ha sido asquerosamente desmedido y está siendo objeto de una compleja investigación judicial, como es Valencia y Madrid, centros de la trama Gürtel. En ambas plazas, la hipocresía generalizada vota masivamente al partido que tiene a todos sus extesoreros implicados por corrupción y a muchos de sus políticos señalados por ella, siendo portadores de sobres con sobresueldo con dinero obtenido gracias a la corrupción y mentir sobre sus inversiones en paraísos fiscales (Soria), elaborar amnistías fiscales para los evasores (Montoro) e, incluso, utilizar las instituciones del Estado con fines partidistas, como se descubrió en unas grabaciones al ministro del Interior (Fernández Díaz). Esa corrupción política que corroe las altas esferas de las instituciones no se castiga en las urnas, sino que se premia de manera contumaz con el voto de los masoquistas que nada les duele, aunque ello conlleve el deterioro de los servicios públicos, una mengua por robo de las arcas públicas y una inevitable desintegración del sistema democrático que hasta la fecha nos ha proporcionado el mayor período de paz y prosperidad relativas.

Si algo ha desvelado las últimas elecciones generales ha sido que España es un país de masoquistas capaces de votar mayoritariamente a quienes se ensañan con los más desfavorecidos y resisten sin rechistar cualquier opresión y abuso. Somos así, qué le vamos hacer.

domingo, 26 de junio de 2016

Las urnas repiten mensaje: diálogo

Se acaban de celebrar unas elecciones generales en España, a seis meses de otras anteriores, y el resultado de las urnas se mantiene invariable: cuatro partidos se reparten la confianza de los ciudadanos (Partido Popular, PSOE, Podemos y Ciudadanos), pero ninguno obtiene mayoría absoluta para gobernar en solitario. Están obligados a llegar a pactos y acuerdos para conformar un gobierno, o bien en coalición o bien parlamentario, que pueda subsanar el tiempo perdido desde los comicios del pasado diciembre, gastado en negociaciones estériles que sólo desembocaron en una nueva confrontación electoral, y afrontar los retos de un país periférico de la Unión Europea con grandes problemas económicos, laborales, territoriales y sociales.

La única novedad de estas elecciones es el fracaso de la apuesta de Podemos de propinar un “sorpasso” al PSOE, adelantándolo en votos y escaños, objetivo que había querido afianzar con la coalición urdida con Izquierda Unida que le permitiría sortear las peculiaridades del Sistema D´Hondt para el reparto proporcional de los escaños del Congreso de los Diputados. Y es que, a pesar de esta estrategia, los ciudadanos le han vuelto a dar prácticamente los mismos diputados que en las anteriores elecciones. No han conseguido beneficiarse de los votos que supuestamente debían proporcionarle los votantes de Izquierda Unida y no han podido, por tanto, adelantar al PSOE como segunda fuerza política, arrebatándole la hegemonía de la izquierda española. Repetir resultados para Podemos ha sido una derrota que no han logrado disimular en sus valoraciones en la noche electoral.

Pero si no ha habido “sorpasso”, sí sorpresa con el aumento logrado por el Partido Popular, que consigue sumar más de diez escaños al resultado anterior, prácticamente los mismos que pierde Ciudadanos, la formación emergente que porfía el mismo espacio electoral a la derecha. Ni los escándalos de corrupción ni las grabaciones comprometidas al ministro del Interior que evidenciaban el uso de las instituciones más sensibles del Estado con fines partidistas, han socavado el apoyo de los conservadores en el poder. El presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy, puede presumir de haber ganado las elecciones aunque tenga difícil formar gobierno.

La situación resultante nos retrotrae a la pasada del 20 de Diciembre: sólo cabe dialogar para poner encima de la mesa los intereses del país y dejar de lado los partidarios de cada formación. Si ese objetivo guía las negociaciones, ahora que ya los ciudadanos han repetido su mensaje, puede ser sumamente fácil acordar un Gobierno estable y sólido para los próximos años. Ya no hay cálculos electoralistas que valgan: la realidad es la que es y los actores políticos son los que han querido los votantes. Ahora resta ponerse a trabajar de una vez.

viernes, 24 de junio de 2016

Un amigo


En el colegio lo buscaba para juntos trepar a los árboles y corretear por el patio. Cuando podíamos escabullirnos de nuestros padres, íbamos muchas tardes a descubrir los alrededores del pueblo y los recovecos de un riachuelo sinuoso como una misteriosa lombriz acuosa que lo travesaba de parte a parte. Años más tarde, quedábamos los fines de semana para perseguir a las chicas y disputarnos una mirada o la promesa de una sonrisa, envanecidos con las primeras sombras en el bigote y las torpes galanterías de un soñador timorato. Después coincidimos en la universidad y compartimos apuntes, noches en vela y suspensos para septiembre que nos permitieron labrarnos una profesión, con más incertidumbres que vocación, con la que encarar ese futuro al que aspiran los adultos. Formamos un hogar y nuestros respectivos hijos disfrutaron, mientras iban creciendo, de reuniones en torno a  cervezas, algunas paellas y excursiones a la sierra o la playa que constituían el marco para filosofar de lo bien que se está cuando se está bien y de las oportunidades que hemos desperdiciado a lo largo de nuestras vidas. Solíamos quedar en el trabajo para saborear el primer café de la mañana y la única ocasión para una charla distendida y reconfortante. Nos invitábamos recíprocamente a las bodas, bautizos, comuniones y entierros que se producían en nuestras familias y allegados para rubicar que el tiempo se fuga y los sueños se agotan conforme las canas y las arrugas domestican nuestra identidad. Y, al final, a pesar de vicisitudes diversas y adversas, sabíamos que estábamos ahí, dispuestos a responder a una llamada que remueve el poso de aquella amistad de la que jamás renunciamos aunque padezca períodos de alejamiento y silencio. Porque un amigo es al que puedes llamar siempre.


lunes, 20 de junio de 2016

Incertidumbres socialistas


A una semana de las elecciones, todo parece indicar –según las encuestas- que en España volverá a reproducirse la situación de partida: cuatro formaciones conseguirán sendas minorías que les impedirán gobernar el país si no logran alcanzar acuerdos o pactos entre ellas para asegurar la necesaria mayoría parlamentaria con la que ratificar la investidura de cualquier candidato. Y las disposiciones de partida de cada una de ellas son las mismas que han obligado repetir las elecciones: vetar alternativas de otros y exigir el apoyo de las demás a la oferta propia. De mantenerse esa actitud, no se descarta una tercera repetición de los comicios hasta doblegar la voluntad de los electores, más por cansancio que por convencimiento. Flaco favor a la democracia y nulo respeto a la decisión de la soberanía popular.

Y quien en peor situación parece encontrarse es el Partido Socialista, al que se le sigue pronosticando una ligera pérdida de votos y de escaños hasta convertirlo en tercera fuerza política. En tal tesitura, se vería abocado a ejercer de partido bisagra que facilite, con su apoyo o abstención, o bien un gobierno del Partido Popular, al que siempre le ha negado toda viabilidad, o bien un Gobierno de Podemos, que siempre ha pretendido sustituir y erradicar a los socialistas como referentes de la izquierda española. Salvo sorpresas, el PSOE se juega en estas elecciones su razón de ser como partido que, hasta ahora, ha tenido un papel protagonista en la democratización y modernización de la sociedad española. Dejar de ser un puntal significativo en el panorama político nacional para convertirse en una fuerza residual en un parlamento multipartidista, provocará grandes confrontaciones internas entre los partidarios de las diversas estrategias que se enfrentan en su seno para intentar encabezar liderazgos que recuperen aquella confianza ciudadana que les confería preponderancia política. Es decir, los socialistas están abocados al todo o nada en estas elecciones en las que no sólo está en entredicho el futuro del partido sino también el futuro del país.

En esta hora de incertidumbres, el PSOE cosecha el desencanto de sus votantes por las veleidades de unas políticas ambiguas que, sin renunciar al sistema capitalista de la economía, se conformaban con maquillar sus aristas más cortantes, siempre y cuando ello fuera posible. La demostración definitiva de esa subordinación de su programa ideológico a los intereses del sistema fue la aceptación por parte del presidente Zapatero (2004-2011) de priorizar el pago de la deuda sobre la prestación de servicios públicos como imperativo constitucional, modificando para ello la Constitución española a instancia de los portavoces del mercado (Ángela Merkel y Barack Obama). Esa sumisión a los dictados mercantiles, en medio de una crisis financiera que empobrecía a las capas más vulnerables de la población, más toda la relación de casos de corrupción que jalonan su historia, desde Filesa y Juan Guerra hasta los ERE de Andalucía, han llevado al PSOE a esta hora de incertidumbres existenciales y de desconfianza en el electorado. Otras formaciones, con sólo abanderar la transparencia y la honestidad desde el populismo más oportunista, han conseguido atraerse a los descontentos, a los indignados y a los desengañados con un socialismo que no ha cumplido con sus promesas y se ha rendido a las élites que dominan el mundo de las finanzas y el capital y, por tanto, la política.
 
Una disyuntiva endiablada para los socialistas que, en la recta final para las elecciones del 26 de junio, tienen que contrarrestar los ataques que desde la derecha y la izquierda le propinan sus adversarios entre falaces invitaciones a sumar mayorías en cada bando. Si nada lo remedia, el PSOE centenario deberá hacer su travesía del desierto y volver a reencontrase con sus simpatizantes desde la oposición, la irrelevancia política y desde la humildad de unos líderes sin ataduras con los lastres que han hundido a este partido y lo han desviado de su compromiso con los ciudadanos. Si ello fuera así, estas horas de incertidumbre habrán sido beneficiosas para un socialismo renovado que aspire a transformar la sociedad y dotarla de igualdad de oportunidades para todos, sin discriminación y sin privilegios. Una tarea ingente para el futuro que comienza el próximo domingo.

jueves, 16 de junio de 2016

Cosas peores

La última advertencia de la Organización Mundial para la Salud (OMS) es sumamente curiosa e inútil. Advierte de que las bebidas calientes, como el café, el té o el mate, pueden provocar cáncer de esófago a causa de la temperatura del líquido y no por su composición u otros factores. Es una alerta curiosa porque, de entre todas las sustancias sobre las que hay constancia de su malignidad (alcohol, tabaco, drogas, etc.), las bebidas calientes, de uso cotidiano y extendido, son las que menos riesgo representan para la salud de los consumidores. Y es inútil porque el aviso no modificará los hábitos alimenticios de la población (desayunar con café o tomar té a media tarde) por un remoto riesgo de contraer cáncer de esófago mientras se está expuesto a peligros más probables y graves para la salud como son el tráfico y sus gases contaminantes, las grasas y el colesterol, el alcohol y las patologías hepáticas o las políticas de austeridad del Gobierno que generan paro y pobreza. Hay cosas peores para la salud y la integridad física y mental de las personas que esas bebidas calientes que ayudan a despertar y espabilar a la gente y que suponen, si acaso, las únicas alegrías que pueden permitirse para soportar cada jornada. Si las carnes están tratadas con hormonas, los vegetales con herbicidas, el agua contiene impurezas y los refrescos demasiado azúcar, ¿qué nos queda? El café y el té. Pues, mire usted, de algo hay que morir, pero desayunados y calentitos. No te jode.

martes, 14 de junio de 2016

Un debate desaprovechado

Las peores expectativas que temíamos se han cumplido. El único debate en el que iban a participar los líderes de las cuatro formaciones más importantes del espectro político español, de cara a los comicios del próximo 26 de junio, fue una oportunidad perdida, desaprovechada. Más que confrontar programas, debatir ideas e interpelarse argumentos, los aspirantes a presidir el gobierno de España se limitaron a pronunciar monólogos, reiterar consignas ya conocidas e intercambiarse reproches a diestro y siniestro. Si lo percibido en el debate de ayer representa el nivel de los candidatos y el tenor de sus actitudes, mal pronóstico cabe esperar del resultado de esta repetición de las elecciones generales: repetir el tactismo partidista e ignorar los intereses generales del país. Es decir, más de lo mismo entre cuatro minorías incapaces de entenderse, dialogar, confiar en la buena voluntad del adversario y alcanzar acuerdos que permitan la gobernabilidad de España. Vetos, soberbia, inmovilismo y descalificaciones son los mimbres con los que pretenden hacer política de Estado los representantes de la vieja y nueva “casta” que anoche exhibió, más que promesas e iniciativas, sus limitaciones y  rémoras. Ninguno de ellos estuvo a la altura de las extraordinarias circunstancias por las que atraviesa el país, atrapado en una encrucijada de parálisis que le impide afrontar los problemas del presente (crisis, paro, pobreza, desigualdad, etc.) y encarar los desafíos del futuro (crecimiento, progreso, bienestar, pleno empleo, etc.). En definitiva, el debate de anoche no ha servido para nada, para nada nuevo que ilusione a la ciudadanía, les impulse a acudir a las urnas y poder discernir un proyecto de país de otro, sin tener que soportar banalidades, lugares comunes y generalizaciones propios de cualquier charlatán. Lástima.

lunes, 13 de junio de 2016

¿Para qué sirve un debate?

Esta noche, dentro de unas horas, se celebrará el primer y único debate entre los candidatos de las cuatro principales fuerzas políticas que se enfrentan en esta repetición de las elecciones generales en España, el próximo 26 de junio. Ante una legislatura fallida, se repiten elecciones, repiten candidatos y, si no surge la sorpresa, repiten los mismos argumentos con los que fracasaron en diciembre pasado para alcanzar algún acuerdo entre ellos mismos de cara a formar gobierno. Si Rajoy se esfuerza en exigir que se deje gobernar a la lista más votada, aunque sin mayoría suficiente para ello, mediante la abstención de todas las demás formaciones, y Sánchez continúa con su negativa de impedir que gobierne el PP, exigiendo el apoyo de las formaciones emergentes, al tiempo que estas, situadas a derecha e izquierda del espectro ideológico y aspirando sustituir a las que representaban el denostado bipartidismo de la casta, reproducen idéntica táctica partidista para acceder al poder, deseosas, una, de representar a toda la izquierda (desde la radical a la socialdemócrata), y, otra, al conservadurismo más light y moderno que no se identifica con los postulados “ultras” del PP, entonces este debate no servirá para nada.

Se supone que los debates existen para que los políticos desmenucen sus propuestas a unos ciudadanos aún indecisos o abiertamente desconfiados con aquellos. Más que consignas y eslóganes propagandísticos, los debates están para dar a conocer, a través del contraste y la confrontación de propuestas, las iniciativas reales que los aspirantes pondrán en marcha si logran gobernar, el modelo económico, laboral y social que impulsarán y los medios con que proyectan hacer viables esas promesas. Si hablan de crear empleos, habrán de pormenorizar las acciones y mecanismos con que lo conseguirán; y si prometen garantizar las pensiones, deberán aclarar las cuentas que estiman lo harán posible. Un debate no sirve para dedicarse a criticar al adversario, sino para detallar propuestas, para abrir el programa de cada partido y, partiendo de sus respectivos principios ideológicos, concretar las soluciones con que abordarán los grandes problemas que afligen a los ciudadanos. Si el debate no se plantea mirando al futuro inmediato, será un debate baldío que aburrirá a los espectadores y vendrá a profundizar la enorme brecha que se está produciendo entre la ciudadanía y la clase política.

El de esta noche es un debate difícil. Es difícil porque será complicado exponer planes de futuro si los reproches entre unos y otros se mantienen y si la confrontación de ideas se limita a intentar proyectar sobre el contrincante la sombra bochornosa de la corrupción. Si los ataques y las descalificaciones se imponen a los mensajes programáticos y las propuestas realistas, el debate acabará convirtiéndose en un mitin electoral vacío de contenido, en una oportunidad desperdiciada para aclarar las dudas y deseos por saber de los ciudadanos, de los pocos ciudadanos que, tras más de un año de repetidas convocatorias electorales, aún muestran interés por informarse y escuchar a sus dirigentes políticos. Además, siendo una repetición de las fracasadas elecciones de diciembre, el margen para mentir y engañar es muy limitado: o se pormenorizan las intenciones reales de cada candidato, de manera convincente, o se recurre a los errores que ya han demostrado su inoperancia para conseguir acuerdos de gobernabilidad. Se trata, pues, de la hora de la verdad, de ofrecer con sinceridad razones para confiar en el futuro de nuestro país. ¿Estarán a la altura?  

viernes, 10 de junio de 2016

El 40 de mayo


Hoy es el día al que había que aguardar, según aconsejaban nuestros abuelos –más exagerados que prudentes-, para quitarnos el sayo y evitar resfriados con los cambios de temperatura. Un consejo que no se sigue porque nadie soporta no un sayo sino una rebequita con la que está cayendo. Y es que este año no ha hecho falta esperar hasta esta fecha para que el calor nos brinde una muestra de lo que nos tiene reservado este verano que está a la vuelta de la esquina: días de fuego en los que hasta el aire abrasa como llamarada invisible que achicharra todo lo que roza: caras, asfalto, vegetación, edificios y vehículos. Confiar hasta el 40 de mayo para guardar los abrigos es de necios que se aferran a las tradiciones aunque anden soportando una sauna debajo de la ropa. Los refranes resultan llamativos como valor de una experiencia subjetiva, que la cultura popular nos hace llegar hasta nuestros días, sin ninguna credibilidad científica pero con fuerte connotación nostálgica. Incluso para denostarlos hacemos caso de sus enunciados y esperamos al cuarenta de mayo para declarar nuestra rebeldía: ya nos habíamos desprendido del sayo hace días.

jueves, 9 de junio de 2016

El rebote del intelectual


Son soberbios nuestros intelectuales patrios cuando se les lleva la contraria o, más grave aún, cuando se les critica. No aceptan que se les descubra una ligereza cuando ellos sólo expresan ideas contundentes y, por supuesto, absolutamente irrefutables. Las suyas, sus opiniones, sean las que fueren y versen de lo que sea, son verdades como puños y no admiten el error, ni siquiera el disenso. Nuestros líderes de opinión atinan siempre con lo cierto y los demás, los que mantienen puntos de vista distintos, andan equivocados. Además, forman una piña tan corporativista como la de los médicos, que no podrán verse ni aguatarse en privado, pero en público se cuidan de cuestionarse entre sí y de señalarse con el dedo. A lo sumo, nuestros prolíficos líderes de opinión se mandan indirectas e insinuaciones adobadas con la mejor de las intenciones, la constructiva. Es fácil que así sea porque atraen a legiones de seguidores ávidos de leer sus columnas, escucharlos por la radio o verlos por televisión. Y están acostumbrados –muy mal acostumbrados- a que sus comentarios sobre cualquier asunto reciban el aplauso mayoritario de la concurrencia. Pero a veces, más veces de lo que creemos y podamos distinguir, se equivocan. Se equivocan de cabo a rabo, sin que sean capaces de manifestar una disculpa. Se consideran infalibles y se comportan como dioses. Son nuestros intelectuales y su función es orientar a la gente, dictarles lo que deben pensar sobre cualquier cosa y crear estados de opinión en la población, en esa porción nada despreciable de la ciudadanía que los sigue a través de los medios de comunicación y confía en ellos y en su trabajada reputación.

Por eso ha causado cierta controversia un libro que los pone a parir y, como es natural, ha levantado ampollas entre los aludidos. Se trata de La desfachatez intelectual, del profesor de Ciencias Políticas Ignacio Sánchez-Cuesta, quien se permite citar por su nombre a lo más granado de nuestras lumbreras de opinión y les echa en cara la falta de rigor y la pobreza argumental que exhiben en muchas de sus aportaciones al debate público. Y lo hace extrayendo ejemplos que causarían rubor entre los afectados si no estuvieran endiosados, algunos de los cuales han replicado como se esperaba: considerando un ataque personal verse incluidos en esta obra y respondiendo con ofensas e intentando denigrar a su autor, no rebatiendo con argumentos la crítica de la que son objeto. Responden movidos por la pulsión emocional y no con el razonamiento, confirmando así la tesis del libro: personas a las que se les reconoce “inteligencia y conocimientos portentosos” se atreven a pontificar desde las atalayas de sus tribunas sobre cualquier asunto ajeno a su especialidad sin el debido respeto a los datos y los hechos ni la esperable coherencia en el razonamiento.
 
Se trata de una lista breve, pero escogida, de escritores e intelectuales que suelen enjuiciar en los medios la actualidad económica, política y social desde la autoridad que les confiere su prestigio profesional y académico. Según el autor el libro, son “intelectuales que han interpretado el reconocimiento público que reciben por su obra literaria o ensayística como una forma de impunidad” con la que abordar cualquier tema. No les niega el derecho a intervenir en la esfera pública, pero les exige, precisamente por su sobrada reputación, que ofrezcan una contribución fundamentada, empapada de conocimiento, y no una conversación de casino o barra de bar. Y nos rompe el alma al descubrir la desfachatez con la que autores de nuestra predilección, que suponíamos faros que iluminaban nuestra reflexión y erradicaban nuestra ignorancia, se dejan llevar por la superficialidad, la vaguedad y los lugares comunes cuando opinan de asuntos que no dominan o de los que no son expertos. Personalidades de renombrado prestigio, como Fernando Savater, Antonio Muñoz Molina, Félix de Azúa, César Molinas, Jon Juaristi, Luis Garicano, Javier Cercas, Mario Vargas Llosa, Javier Marías, Arturo Pérez-Reverte y Juan Manuel de Prada, entre otros, algunos de los cuales digieren mal que se les critique abiertamente y de manera fundada.   

El último intelectual en mostrar su rebote emocional por ser cuestionado ha sido el filósofo Fernando Savater, a través de su columna en las páginas del dominical de El País, bajo el título “A mi inevitable enemigo”. Es verdad que de Savater se hace un detallado muestrario de sus opiniones sobre el problema del terrorismo vasco, en particular, y del nacionalismo en general, para ilustrar la “inversión ideológica” de una autoridad que no duda en descalificar a quien no comparta todos sus virajes ni comulgue con sus ideas (las últimas, no las de antes). Sánchez-Cuesta pone ejemplos, contrasta las distintas posturas mantenidas por el pontífice de la opinión y argumenta las críticas en  las que resalta el poco rigor, la falta de preparación de los temas y la simpleza con que se elaboran unos supuestos análisis políticos o sociales que no aportan nada nuevo y que se caracterizan por ser una “mezcla de frivolidad y prepotencia en la forma estilística”.

Pero, en vez de refutar punto por punto y con argumentos estas críticas demoledoras pero razonadas, Savater, como antes hiciera Jon Juaristi desde ABC en marzo pasado, arremete contra el profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Carlos III de Madrid tildándolo de “fiero jabalí de la izquierda” al que, “como todo jabalí (…), siempre se le nota su parentesco con los demás cochinos”. Como se ve, un perfecto ejemplo de trifulca tabernaria muy propia de un pensador encumbrado de soberbia. Lástima que estas reacciones, extrañas en una autoridad intelectual a la que se supone inteligencia además de conocimientos, vengan a confirmar un comportamiento movido por la vanidad y el obtusismo crítico de un tertuliano, atento sólo al espectáculo o a cultivar su propio personaje.

lunes, 6 de junio de 2016

Falta una revolución laboral

Desde que estalló la crisis financiera en el mundo occidental, hace ya más de ocho años, la destrucción de empleos, la pérdida de condiciones laborales, la inaplicación de los convenios colectivos, la devaluación de salarios y el abaratamiento de los despidos llevados a cabo, en connivencia con gobiernos dóciles y sumisos al Capital, para hacer recaer en los trabajadores, en particular, y en la población en general, las consecuencias de un mercado financiero controlado por especuladores avariciosos, la situación no ha hecho más que empeorar. No sólo se han trasladado al sector público los estropicios ocasionados por inversores privados, sino que la enorme desconfianza generada en los mercados ha sacudido todo el tinglado económico de países ajenos al problema pero expuestos al chantaje de unas agencias de calificación, las mismas que dieron su bendición a los desaguisados de los especuladores, que no han dudado en sacudirse su responsabilidad, subrogándola a los ciudadanos, vía primas de riesgo. Les bastaba con valorar negativamente la capacidad de endeudamiento de los Estados, aunque tuvieran niveles realmente bajos y asumibles –como le pasaba a España al inicio de la crisis-, para obligarlos a adoptar medidas de una inusitada austeridad, en todo punto injustificada e injusta por cuanto castigaba sobremanera a los sectores más vulnerables de la población.

Fue así como, aprovechando la excusa de una grave crisis financiera de los bancos, se implementaron reformas neoliberales que, más que paliar la crisis, han servido para desmontar, reduciéndolos a su mínima expresión, los servicios públicos y las ayudas sociales que eran financiados por el Estado. Se les consideró “gasto” innecesario e insostenible. No contentos con ello, las fuerzas del Capital obligaron a desregular el mercado e introducir una precariedad laboral y salarial que ha conseguido que el poco empleo que genera sea insuficiente, mal remunerado, temporal e incapaz de aportar las cotizaciones que sostienen la solidaridad intergeneracional; es decir, las jubilaciones.

Una Reforma Laboral letal para el trabajador y la liquidación parcial del Estado del Bienestar han posibilitado que el empobrecimiento se instale entre las clases medias y en las más desfavorecidas de la sociedad en el curso de unos pocos años, sin causa objetiva que lo justifique, salvo la avaricia y ese afán desmedido de enriquecimiento de los detentadores del dinero y de la élite empresarial y financiera. Y con el apoyo imprescindible, no hay que olvidarlo, de políticos y políticas favorables a los intereses neoliberales de los pudientes.

Sin embargo, de tanto exprimir a los humildes (que no pueden eludir la presión mediante paraísos fiscales) y de asfixiar la capacidad económica de los trabajadores (por la precariedad integral a que se les somete), la situación puede resultar contraproducente para los que creen que así multiplican sus beneficios. Sin capacidad de gasto, el consumo tiende a deteriorarse de tal manera que la actividad económica se contrae y la ansiada recuperación se eterniza como una ilusión jamás satisfecha. Las consecuencias de un empobrecimiento generalizado de la población y de la inestabilidad laboral son conocidas de antiguo. Más que una conquista de los trabajadores, la regulación de la jornada laboral estableciendo períodos de ocho horas para el trabajo, ocho para el ocio y ocho para el descanso, junto a la garantía de unas retribuciones dignas, fueron una concesión derivada de la Segunda Revolución Industrial para construir una sociedad del consumo, que exige capacidad de gasto y tiempo para gastar. De lo contrario, unas industrias que accedieron a la automatización y a la producción estandarizada, en serie y en masa, gracias a la electricidad y el petróleo como nuevas fuentes de energía, podían quedar paralizadas al no hallar salida a sus productos.  
                                                                                

Las medidas que se aplican en la actualidad parecen olvidar la historia, ya que pretenden retrotraernos a los tiempos previos de la Revolución Industrial, cuando el trabajo a destajo y salarios de miseria condenaban en la pobreza a los trabajadores hasta morir víctimas de las enfermedades y el agotamiento. Esa es, al parecer, la intención del Gobernador del Banco de España cuando aconseja abaratar aún más el despido y una mayor contención de los salarios. Se alinea, así, con aquellos empresarios que no se cansan en reclamar cobrar menos y trabajar más: a los demás, naturalmente, a los trabajadores, no a sí mismos.

Además, esta austeridad suicida es algo que no sólo actúa en perjuicio del interés general de la sociedad en el presente, impidiendo la reactivación de la economía, sino que condiciona negativamente su futuro, al poner en riesgo la Seguridad Social y el sistema público de las pensiones. No es sólo que la pirámide poblacional invertida, con una cúspide sobredimensionada de personas jubiladas, sea insostenible con una base escuálida de trabajadores en activo, sino que los nuevos empleos que en la actualidad se ofertan, con sueldos ridículos y duración temporal, son claramente insuficientes para mantener la estructura financiera de las pensiones. Con salarios “mileuristas”, en el mejor de los casos, no se pueden pagar pensiones de dos mil o más euros. Harían falta, cuando menos, cinco nuevos empleos para poder pagar cada jubilación. Y tal como está el mercado laboral, confiar en conseguir esos cinco empleos por jubilado es toda una utopía. Es decir, con el trabajo en precario que se preconiza en la actualidad, con condiciones laborales precarias y salarios igualmente precarios, sólo se consigue que unos pocos acaudalados vivan muy bien a costa de empobrecer a la mayoría de sus coetáneos y de oscurecer el futuro al que tiene derecho la sociedad en su conjunto, incluidos los trabajadores que son injustamente castigados hoy y, si no se corrige la situación, también mañana cuando se jubilen.
 
Hace falta, pues, una revolución laboral que restablezca las condiciones que protegen al trabajador frente al apetito insaciable de beneficio del empresario y el Capital, de tal manera que la riqueza que entre ambos producen –unos invirtiendo y otros con mano de obra- se reparta de manera equitativa para el desarrollo y el progreso de la sociedad a la que todos pertenecen. No es con la explotación sino con la colaboración cuando avanzan y se benefician entre sí los distintos colectivos que integran una comunidad. Hay que volver a firmar un nuevo contrato social que supedite la economía al servicio de la sociedad y no al revés, y para que el interés general prevalezca sobre el particular. En definitiva, para que la vida tenga un sentido más allá del meramente mercantil.

sábado, 4 de junio de 2016

A favor del humano

Hace unos días, ha levantado cierta polémica la decisión del zoológico de Cincinnati (Estados Unidos) de sacrificar de un tiro al gorila que tenía sujeto a un niño de tres años que se había caído en su jaula. Siendo un animal como es, sus intenciones eran desconocidas por cuanto, aunque parecía no querer hacer daño al desafortunado niño, después lo arrastró por la charca sin demasiados miramientos. Ante la incertidumbre, el director del zoológico optó por abatir al animal para salvar al humano. Ello ha provocado las críticas de colectivos animalistas por cuanto consideran que podría haberse recurrido a dardos narcotizantes para dormir al simio y liberar al muchacho. Otros grupos de personas, más desaprensivos aun, han cuestionado a la madre por no prestar una atención suficiente a su hijo e impedir el accidente. A toro pasado, es sumamente fácil analizar situaciones y medir decisiones que, en un momento dado, han de ser inmediatas y drásticas, si de ellas depende la vida de un ser humano. Nada me causaría más pavor que la vida de un hijo mío pendiera de valoraciones filosóficas que estiman por igual la vida animal que la humana y les costara decidir entre ambas. Más de 200.000 de estas personas han firmado una protesta por considerar que se ha cometido un asesinato del gorila, apelando, además, a la policía para que actúe contra los padres del menor.

Sin embargo, tan sensibilizados ambientes animalistas nada esgrimen de si las jaulas debían ser más seguras, contar con más barreras de protección para prevenir accidentes protagonizados por una de las visitas más numerosas de un zoológico, los niños, ni, en última instancia, si el animal al que consideran “persona” no humana debía estar exhibiéndose en jaula alguna, por mucho que se reproduzca en ella su ambiente selvático. Lo cómodo y fácil es obviar estas cuestiones y criticar la valiente decisión del responsable del recinto por preservar la vidar de un niño sin ponerse a dudar ni un instante. ¿Qué habrían dicho esos colectivos críticos si,  por procurar no sacrificar al animal y tardar en hacer su efecto el dardo tranquilizante, el gorila hubiera matado al niño, aun de manera involuntaria (un golpe, ahogado, etc.)? ¿Volverían a criticar la actuación del director del zoo? ¿Seguirían acusando de negligencia a la madre?

Cualquier persona que haya sido padre o madre sabe que ni siquiera mil ojos encima de una criatura infantil los libran de un despiste que, en la mayoría de las ocasiones, causa un susto tremendo pero no acarrea mayores consecuencias. Es imposible llevarlos atados todo el tiempo de una mano o de prestarles una atención que es constante y eficaz hasta que surge un accidente. Y los primeros en lamentarlo son los propios padres, cuya responsabilidad les lleva asumir inmediatamente esa incapacidad de una vigilancia aún mayor que, en la práctica, es imposible. Por eso, no me extrañaría que la madre del niño de Cincinnati deba estar todavía maldiciendo aquella visita al zoológico, padeciendo pesadillas en las que ella misma se ve como asesina de monos. Los que levantan críticas fáciles y simplistas provocan en personas responsables y serias este tipo de traumas hasta que son superados con el paso del tiempo y el olvido de los acusadores públicos.
 
También es probable que el sensato director que mandó disparar sobre el animal esté valorando obsesivamente si su decisión fue acertada o no. Es posible que ello sea así porque el director del zoo, al contrario de los que le critican, carece de certezas absolutas que guíen su conducta e iluminen sus decisiones, a pesar de lo cual toma resoluciones en función de las circunstancias; es decir, parece una persona responsable y seria. Los únicos que no parecen actuar con responsabilidad y seriedad son los que critican a la madre y al director del zoo por matar a un animal y salvar, así, la vida de un niño. Ante una situación semejante, a mi no me temblaría el pulso. Prefiero un gorila sacrificado, aunque sea el último ejemplar de su especie, a un niño muerto. Yo lo tengo claro. Estoy a favor del humano. Siempre

jueves, 2 de junio de 2016

Obsesionado con la obsolescencia

 
Pretendía ser consciente de su propio deterioro, al contrario de lo que hace la gente, que se aferra a cualquier excusa para minusvalorar o ignorar los males que sufren. Estaba convencido de que, a partir de cierta edad, la decadencia es inevitable y te va amputando apetitos y órganos o funciones del cuerpo hasta convertirte en una piltrafa. Por eso, estaba siempre alerta del momento en que aparecen los primeros síntomas de esa obsolescencia orgánica y mental, en que cada achaque es una confirmación de sus temores, y cualquier dolencia, el resultado de sus predicciones. Por las noches entablaba una lucha sorda, aprovechando la oscuridad silente, para rastrear los ruidos de ese enemigo interno que detectaba tras un latido fuera de tiempo de su corazón, el calambre de algún músculo, el crujir de las tripas, el cansancio sobrevenido o fallos de la memoria que delataban su existencia. Por eso dormía mal, vigilando su decrepitud y respondiendo a las urgencias de la próstata, otro frente atacado por el declive del envejecimiento. No es que fuera hipocondríaco, sino un realista obsesionado con el proceso de obsolescencia al que estaba condenado. Como todo el mundo, pero él no quería engañarse.