lunes, 30 de noviembre de 2015

El delito del coño insumiso

Que la religión -católica, por supuesto- está “blindada” con privilegios y leyes en este país de María santísima, es una realidad conocida y admitida por todos. Que la religión –católica, naturalmente- sigue influyendo de manera notable en la vida social, cultural y política de este país supuestamente aconfesional, es algo que se constata a diario con esos “entierros de Estado” que se celebran con misas católicas, con las “juras” de los nuevos cargos del Gobierno, con los crucifijos en los despachos más institucionales, con la asignatura obligatoria de religión –exclusivamente católica- en la educación y con las exenciones fiscales de que goza el patrimonio eclesiástico -católico, faltaría más- para no pagar impuestos ni declarar bienes. Así de poderosa y protegida está la religión católica en España, diga lo que diga la Constitución.

Por eso, no es de extrañar que una parodia de procesión, ingenua, festiva y provocativa, le sirva a un juez para imputar delitos a sus organizadores por un supuesto delito contra los sentimientos religiosos –sólo de los católicos-. Una parodia que sólo pretendía “evidenciar” el “santo entierro” que se está produciendo con los derechos laborales en este país a partir de la última reforma realizada por un Gobierno –católico, por más señas- que atiende antes los intereses del capital que los de los trabajadores, un Gobierno que prefiere rescatar bancos que a una población a la que empobrece con sus medidas y decisiones. Y todo ello precedido, cual procesión laica, por una imagen icónica de la mayor “sublevación” que podría ejecutar una mujer: declarar insumiso su coño a leyes, morales y sentimientos. Si eso no es iconografía de la libertad (esa que reconoce la Constitución para opinar, expresar y manifestar), que venga un juez, como éste, a juzgarlo.

Pero toparon con la religión –católica, la verdadera- y, lo que es peor, toparon con la iglesia, con los siervos de esa religión –poderosa- que manda obediencia y dicta a todos –feligreses o no- conductas y normas morales de obligado cumplimiento. Su simbología, aunque resulte extravagante, es intocable. En este país –católico donde los haya- se puede parodiar al rey, al presidente del Gobierno y a cualquier “artista” conocido o desconocido, pero está prohibido hacerlo de la religión o de sus ritos. Y sacar en andas un coño enorme, tan enorme como el peso de la mujer en la sociedad, se considera un ultraje a los sentimientos “religiosos” (¿por qué se usará el plural?) en este país. Algo tipificado como delito y, por tanto, perseguido y castigado, aunque la intención de los que parodian un ritual sea llamar la atención sobre una situación laboral de injusticia y desigualdad, reclamar idéntica atención -¡ojalá!- a la que se presta al “paseo” público de imágenes religiosas. Intención inútil porque en este país preferimos salir en muchedumbre tras supersticiones que tras exigencias de derechos y libertades. A las primeras, protege y ampara el Código Penal, a las segundas se las persigue, castiga y condena en cuanto osan aludir lo intocable.

Y eso es justamente lo que ha pasado con algunas de las manifestantes que portaban “una vagina de plástico de un par de metros de altura a modo de virgen” (tal vez representara una vagina virgen aún) en la manifestación del 1 de mayo de 2014 convocada por el sindicato Confederación General del Trabajo (CGT), hechos por los que también fueron imputados dos dirigentes del citado sindicato. Eligieron mal la parodia con la que expresar su protesta. Ni los musulmanes toleran viñetas de Mahoma ni los católicos admiten parodias de sus celebraciones callejeras, tan criticables como cualquier expresión –creencia, arte, ciencia- del hombre. Por lo que se ve, no está permitido parodiar a la religión católica y, además, es delito.

Claro que esta actitud intolerante, como la emprendida por la Asociación de Abogados Cristianos contra la manifestación del coño insumiso, revela algo más que intransigencia dogmática, pone de manifiesto la poca consistencia en las convicciones religiosas, tan endebles que podrían ser vulnerables a la crítica, el humor y al contraste de pareceres, por lo que deben ser protegidas por leyes que prohíban todo cuestionamiento, aun en clave paródica. Máxime si se parodian rituales extravagantes, como son los de procesionar imágenes y acompañarlas cubiertos con capuchas parecidas a las del Ku Klux Klan norteamericano, para llamar la atención del recorte de derechos en el ámbito laboral y por la libertad de la mujer a decidir y disponer de su cuerpo, representado por esa vagina enorme, lo más íntimo y distintivo de toda mujer para amar y procrear.

A nadie le gusta que se rían de sus creencias, pero en democracia hay que aceptar la pluralidad de tendencias y la diversidad de pareceres. Albergar sentimientos religiosos es tan legítimo como no tenerlos, pudiendo los seguidores de ambas conductas poder expresarlas o cuestionarlas, sin más límite que la libertad de expresión y el respeto a las personas. Y que se sepa, una procesión no es una persona que haya que respetar ni su celebración es potestad exclusiva de una religión. A muchos les podrá parecer chocante la procesión de una vagina descomunal, como a otros les puede resultar supersticioso el desfile de imágenes religiosas. La tolerancia es aceptar ambas expresiones públicas y no impedir con prohibiciones e imputaciones penales las que consideramos contrarias a nuestras ideas y costumbres. Por muy cristianos que sean esos abogados que han emprendido acciones judiciales, la querella contra el coño insumiso, si vivimos en un Estado de Derecho, quedará sobreseída. Sólo servirá para demostrar que, guiados por el fanatismo religioso, se pierde hasta el sentido común en unos abogados que ignoran que hasta un coño puede procesionar y declararse insumiso. ¡Faltaría más!

domingo, 29 de noviembre de 2015

Amor biónico

Cuando ya no hablamos a una persona mirándole los ojos sino a un teléfono móvil, cuando ya no leemos un libro ni un periódico sino una pantalla electrónica, cuando ya no compramos en una tienda acariciando la mercancía sino por Internet, cuando ya no escribimos cartas empuñando un bolígrafo y manchando el papel sino mensajes por redes sociales, cuando ya no tenemos amigos a los que abrazar sino cientos de seguidores que clikean páginas informáticas, cuando ya ni las rosas tienen tallos y espinas sino cables y transistores, cuando todo se transforma en artificio mercantil de usar y tirar, útil para el consumo, el amor también acabará siendo banal, artificial, fruto de algoritmos y cálculos electrónicos que nos conectarán con parejas compatibles y pegadas a un terminar que facilita una relación que era sentimental, ahora biónica, como esa rosa que han creado investigadores suecos. ¡Maldita sea!

viernes, 27 de noviembre de 2015

Siempre viernes


Fue un viernes, de eso estaba seguro, tan seguro como que hoy también es viernes, pero no se acuerda del tiempo transcurrido, si dos, cinco años o cien años. Era viernes porque los viernes son para él días especiales, días señalados en los que su vida cobra algún sentido y cuando suelen suceder hechos que alteran su rutina. El resto de la semana su vida es completamente anodina, aburrida y previsible, cual autómata que ejecuta siempre los mismos movimientos. Pero en los viernes, siempre tan anhelados, se despiertan sus sentidos y emergen expectativas que confieren a su existencia la posibilidad de la novedad, de hacer algo distinto, algo que le satisfaga o, simplemente, algo que desee. Y aquel viernes, cuando las primeras caricias del invierno te cogen desprevenido y sin abrigo, lo tuvieron que ingresar en un hospital. No podía haber sido cualquier otro día de la semana, sino un viernes, precisamente. Por eso lo recuerda y todavía le molesta. Ha olvidado incluso exactamente el motivo del ingreso, si fiebres o palpitaciones, pero el caso es que le fastidiaron el fin de semana. Una excepción que, como no podía ser de otra manera, sucedió un viernes. Como hoy. Como todos. Como siempre.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

¡Vamos a contar mentiras, tralará…!


La mentira, esa invención para falsear u ocultar la verdad, está muy arraigada en nuestra sociedad y afecta tanto a la esfera individual como a la pública o colectiva. De hecho, el ser humano es el único animal capaz de mentir, no sólo porque sea el único que tiene un sistema articulado de lenguaje, sino porque se engaña a sí mismo. A pesar de los reproches morales, éticos o legales, la mentira acompaña a nuestros actos y manifestaciones. Unas veces, para no herir o evitar un daño mayor, como es el caso de las mentiras piadosas, y otras, para obtener a cualquier precio lo que se ambiciona, normalmente dinero, sexo o poder. También para evitar un castigo o censura cuando se ha hecho algo mal. El caso es que mentimos como cosacos. Y no es algo nuevo.

Hace ya 300 años que se publicó el libro El arte de la mentira, atribuido erróneamente a Jonathan Swift, en el que su verdadero autor, el doctor John Arbuthnot, reflexiona sobre esa disposición tan humana a la mentira, considerándola merecedora de figurar en la enciclopedia como el resto de las artes y las ciencias. Pensaba que el “arte” del bien mentir es fruto sin igual del ingenio humano. Junto a una clasificación de las modalidades de mentiras, el autor revela cómo mienten los dos partidos políticos entonces dominantes en la Inglaterra de aquel tiempo, para recomendarles seguidamente que, si pretenden recuperar credibilidad, deberían durante tres meses contar la verdad. ¡Cuánta ingenuidad!

Hoy, la mentira política sigue vigente y tiene más fortaleza que nunca. Sin atender los consejos recogidos en El arte de la mentira, el profesional contemporáneo de la política recurre al engaño o, cuando menos, a las medias verdades para disfrazar u ocultar la realidad o sus propias carencias y limitaciones personales. Ocurre en todos los sistemas políticos y en todos los países del mundo, aunque con distintas graduaciones o estilos que abarcan desde la más burda falsedad al más elaborado engaño. Así, nos cuentan “trolas” por nuestro bien, para que no nos preocupemos, como cuando nos dijeron aquello de que la crisis no nos afectaría, que sería pasajera y que, en la postrera recuperación, se crearían millones de puestos de trabajo. Aún seguimos esperándolos. O para hacernos responsables de un saqueo por avaricia del que éramos ajenos, diciéndonos que se había producido por nuestra culpa, por vivir por encima de nuestras posibilidades. Todavía estamos pagando, con dinero público, el desfalco financiero realizado por tan taimados especuladores privados.

Hay mentiras utópicas, que proponen grandes ideales. En las constituciones se escriben hermosos y elevados pronunciamientos que descansan, sin más, en la mentira. Nos tratan de convencer de que la democracia es el gobierno de los ciudadanos cuando éstos quedan relegados a participar de la política sólo a la hora de introducir el voto en una urna cada cuatro años, sin posibilidad de elegir candidatos sino listas cerradas. También nos aseguran que la soberanía reside en el pueblo, pero la “administran” los partidos políticos con representación parlamentaria, los cuales se permiten decidir, sin consultar a ese pueblo “soberano”, asuntos de suma gravedad e importancia. Así, por ejemplo, fuimos a la guerra de Irak por voluntad “soberana” del expresidente Aznar y “rescatamos” a los bancos, a costa de empobrecernos, por “soberana” decisión de Madrid y Bruselas.

La Justicia -así la pintan- es ciega, pero más falsa que Judas. Grandes prebostes de la judicatura y del Estado extienden la falsedad de que todos somos iguales ante la ley. Sin embargo, la vara de medir de la justicia es distinta para unos y otros, dependiendo del estatus social y económico. La ley es interpretación de normas que varía en función del juez y del imputado, aparte de que no todo el mundo tiene posibilidades para poder defenderse, apelar y recurrir como los pudientes y poderosos caídos en desgracia o cogidos haciendo trampas, robando o mintiendo. La impunidad y el indulto son selectivos y contradicen esa supuesta igualdad ante la ley. Que se lo pregunten a la hija del rey.

Un ámbito donde la mentira es regla es el de los negocios. Las empresas mienten a sus clientes y a quienes regulan su funcionamiento. Intentan ocultar ganancias, falsear precios, eludir impuestos y alterar condiciones del mercado. Nunca cuentan la verdad sobre la calidad de los productos que venden o fabrican, práctica que ha quedado al descubierto con el escándalo de la multinacional Volkswagen y sus trampas para impedir que se detecte que sus vehículos contaminan mucho más de lo declarado. Aducen datos falsos para reducir el salario de sus empleados y reducen plantillas con la mentira de la productividad. La tendencia hacia la opacidad y el máximo beneficio invitan a la mentira en la actividad económica y empresarial.

Al contrario de lo que pregonaba Abraham Lincoln, la mentira puede engañar a todos durante todo el tiempo. Todos asumimos hoy día que es el mercado quien nos impone unas políticas de austeridad que causan más problemas y más injusticias sociales que nunca antes en la historia de España, salvo en períodos de guerras. Ningún ente incorpóreo, llámese mercado o prima de riesgo, podría imponer medidas a un país sin contar con el convencimiento de los políticos que comparten dicho modelo económico. Es la manera de conseguir el debilitamiento de las políticas sociales y el desprestigio de lo público practicado por cierta ideología, empecinada en desmontar el Estado de Bienestar. Nadie se atreve a denunciar que es mentira la afirmación de que sólo las políticas neoliberales pueden afrontar la crisis financiera y permitir una recuperación de la actividad económica. Extendiéndola como un mantra, el Gobierno consigue el apoyo de los ciudadanos para aplicar esa determinada e interesada política, ocultando la existencia de otras alternativas económicas que evitan castigar a los más desfavorecidos y recortar prestaciones sociales. Se engaña a todos todo el tiempo.

Estamos inmersos en el “arte” de la mentira, la simulación y el engaño, y sus efectos se hacen sentir en la desafección que provoca en la población. Aún inconscientemente, la mentira la perciben los ciudadanos, a los que inducen a la incredulidad, la desconfianza y a la anomia social. La más grave de sus consecuencias es la corrupción. Según Julián Marías Aguilera, filósofo discípulo de Ortega y Gasset, “el uso sistemático, organizado y frío de la mentira es el factor capital de corrupción en las sociedades actuales”. Tan capìtal y tan sistemático que nunca antes la mentira se había institucionalizado como instrumento de acción colectiva como en la actualidad, dando lugar a ese cáncer de corrupción que carcome la política y las instituciones, sin dejar apenas espacio para la honestidad, el bien hacer y la transparencia.

La mentira es la característica de estos tiempos modernos, donde todos mentimos en función de nuestros intereses. De hecho, salimos a la calle dispuestos a contar mentiras hasta del estado del tiempo. Mentimos a los niños con los Reyes Magos y mentimos a Hacienda cuanto podemos. Recibimos mentiras y propalamos mentiras que nos ayudan a soportar esta dinámica por disfrazar lo que pensamos, lo que somos y lo que queremos, elaborando artificialmente nuestra propia vida y dotándola de algún sentido. Incluso para escribir este artículo nos valemos de mentiras perfectamente escamoteadas entre algunas verdades, simplemente por rematar una frase y alardear de cierta autoridad. Y es que es muy difícil sustraerse de contar mentiras de vez en cuando, tralará. 

lunes, 23 de noviembre de 2015

Día del retrete


Muchos pensaron que se trataba de una inocentada ver que se dedicaba un día al retrete, algo tan vulgar y con tendencia a la suciedad como el inodoro o las antiguas letrinas. Pero era verdad, hace poco se celebró el día mundial del retrete y hasta algunos anuncios en la prensa se encargaron de dar la sorpresa a los lectores. Sin embargo, hay pocas cosas que hayan beneficiado tanto a la humanidad como el simple retrete, ese lugar apartado que ha higienizado la necesidad más contaminante del ser humano. Y qué menos que recordar cuánto le debemos a ese artilugio para mantener la salud y poder vivir más años sin ser presa de infecciones.

Eliminar de manera aséptica nuestros desechos, sean deposiciones o micciones, no es ninguna nimiedad, sino un avance que ha contribuido a impedir plagas y enfermedades que, antes de la utilización de los retretes, asolaban al ser humano. Basta abrir las páginas de la historia que relatan los estragos de la peste, las fiebres, el cólera, la malaria, el tifus, la polio o la lepra, entre otras, que han diezmado casi hasta la aniquilación a poblaciones enteras de algunos países en el pasado, para darse cuenta de su utilidad y beneficio. Sin embargo, todavía 2.400 millones de personas no cuentan con retretes en condiciones y mil millones hacen sus necesidades al aire libre, según datos de Naciones Unidas.

No siempre son microbios o parásitos del exterior los que nos contagian enfermedades, sino que son agentes de nuestro propio cuerpo que expulsamos con los desechos. En nuestro organismo existen diez veces más bacterias que células propias, lo que representa que del peso de cada persona, un kilo pertenece a estos microscópicos huéspedes. No todos ellos son patógenos, al menos cuando los transportamos en nuestro interior, sino que nos ayudan a procesar lo que comemos, elaboran productos químicos y ponen en alerta nuestro sistema inmunológico. Pero depositados y acumulados en el exterior constituyen un foco de infección que contribuye a la expansión de contagios y epidemias.

Disponer de un lugar aislado, que evacúe los desechos humanos hacia fosas sépticas o canalizaciones que los transladen hacia instalaciones de depuración, y nos permita, además, antes de abandonarlo, lavarnos las manos, es una de causas, junto a los antibióticos, que más han contribuido a erradicar enfermedades y limitar los índices de mortalidad de muchas de ellas, permitiéndonos prácticamente duplicar los años de supervivencia. Y todo gracias a un simple y vulgar retrete.
 
Por eso, cada vez que utilice un retrete y abra el grifo para asearse, piense que si perdura usted en este planeta se lo debe, en gran medida, a él. Dedicar un día para recordar su utilidad no es, pues, ninguna inocentada, sino un merecido homenaje. Pero no olvide descargar la cisterna.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Hace sólo 40 años


Hace justamente 40 años que terminamos de soportar 40 años de opresión y represión por parte de una dictadura que surgió de una rebelión militar que derrocó, a sangre y fuego, al gobierno democrático de este país. Los sublevados, apoyados por los fascismos alemanes e italianos de la época, no sólo lograron enfrentar hermanos contra hermanos en una guerra incivil, sino que prosiguieron con una limpieza étnica de rojos e izquierdistas hasta dejar como una patena azul toda la geografía nacional, cautiva y vencida. Mediante procedimientos expeditivos y sumariales, llenaron el territorio de fosas comunes en las que acumularon cadáveres de los que fueron condenados al tiro mortal de la desaparición y el olvido. A los supervivientes se les perdonó la vida pero se les condenó al ostracismo, se les apartó de sus profesiones y trabajos y se les obligó a renunciar a toda esperanza, mientras juraran lealtad a los principios fundamentales del movimiento.

Los herederos ideológicos de aquel régimen dictatorial, condenado por todas las democracias del mundo, todavía son renuentes a reconocer la barbarie, a recuperar la memoria y a restablecer la dignidad de los humillados y derrotados por la bota asesina de un dictador que, hasta el último día de su vida, fue capaz de firmar condenas de muerte. Murió en su cama un día como hoy, tras una larga e interminable agonía, dejando un país de súbditos atemorizados por el porvenir. La gente no daba crédito que el mal que había soportado durante tantos años, vestido con uniforme de generalísimo, fuera finalmente vencido por su propia muerte. Una sensación de alivio mezclada con inquietud invadió a cuántos anhelaban sentirse libres. Yo había pasado la noche en vela estudiando y la noticia me sorprendió con un café de madrugada. Nunca olvidaré aquel 20 de noviembre en que Francisco Franco, hace justo 40 años, al fin falleció. No podré olvidarlo porque aún hay personas que buscan a sus familiares fusilados y desaparecidos sin que la derecha heredera de aquel régimen, la antigua y la moderna, quiera mostrar el más mínimo arrepentimiento. Pretende el olvido desde la soberbia del vencedor cuando cada año habrá un 20 de noviembre para exigir memoria, dignidad y justicia.  

jueves, 19 de noviembre de 2015

La seguridad de la libertad


Cada vez que se produce un atentado terrorista, sobre todo si es de la magnitud de los acaecidos en Francia el pasado fin de semana con más de cien muertos y otros tantos heridos, surge inevitablemente el debate sobre seguridad y libertad. Ambos términos o conceptos forman un binomio inseparable que revela una permanente dicotomía. Al parecer, según algunas interpretaciones, no es posible garantizar la seguridad sin sacrificar parcelas de libertad y viceversa. Otras, en cambio, subordinan la seguridad a la garantía de los derechos y libertades que son consustanciales a un estado democrático y de derecho. Sin embargo, en cuanto explotan las bombas del terror, la balanza que equilibra el peso entre ambas interpretaciones tiende a inclinarse con suma facilidad hacia la preservación de la seguridad colectiva a costa de sacrificar o limitar algunos de los derechos que forman parte del valor de la libertad.

En medio de la confusión y del temor que nos infunde cualquier ataque a nuestro modelo de convivencia, basado en la toma de decisiones por acuerdo de mayorías (democracia), el respeto a las minorías (derechos), la tolerancia con el discrepante (sujeción a la ley) y el ejercicio de las libertades de forma pacífica (preservar la paz), tendemos a creer que nuestra sociedad es vulnerable y débil frente a los peligros que la acechan con extrema y gratuita violencia. Ante el acoso del terror, máxime si se percibe como una amenaza global como la que exhibe el terrorismo de Al Qaeda o el yihadista del mal llamado Estado Islámico, inmediatamente asumimos, a instancias de los partidarios de la interpretación conservadora, sustituir los mecanismos garantistas en los que se basan nuestras libertades por procedimientos policiales que consideran a estos un lujo y los ignoran porque supuestamente resultan más eficaces y expeditivos a la hora de hacer frente a tales amenazas. Es la interpretación que propone la seguridad como antinómica de la libertad, una disyuntiva que facilita la decisión de, si se desea más seguridad, hay que sacrificar inevitablemente ámbitos o áreas de libertad. Encausa nuestra elección frente al dilema.   

Francois Hollande, tras los atentados de París, ha optado por la interpretación de subordinar las libertades a la seguridad al aumentar la capacidad del Estado para perseguir a los autores de actos terroristas, prevenir este tipo de violencia y proteger a la población. Para ello, no sólo ha declarado el estado de emergencia, sino que ha propuesto al Congreso francés prolongar durante tres meses su vigencia, lo que conlleva la suspensión del derecho de manifestación y la limitación de otros derechos y libertades. Estas medidas excepcionales permiten a las fuerzas y cuerpos de seguridad realizar registros domiciliarios sin orden judicial, retirar la nacionalidad a los sospechosos y trasladar de lugar de residencia a las personas objeto de investigación o imputación criminal. Paralelamente, ha incrementado los recursos humanos y materiales de las fuerzas policiales, consiguiendo que Bruselas autorice el gasto correspondiente y deje sin efecto los recortes y ajustes presupuestarios emprendidos por el Gobierno. El miedo, con o sin razón, conduce a la pérdida de libertades, pero también a un mayor endeudamiento.

En nuestra ignorancia, creíamos que era precisamente la libertad lo que nos proporcionaba seguridad. Que sin democracia era imposible la libertad y que un estado de derecho está comprometido precisamente con la garantía de esos derechos que preservan el disfrute de la libertad. Pensábamos que nuestra Constitución subrayaba el carácter subsidiario de la seguridad al anteponer la libertad a los derechos reconocidos a los sujetos de la democracia, puesto que si la seguridad tiene alguna función es la de asegurar los principios constitucionales, esto es, los derechos y libertades de los ciudadanos. Así lo expresa rotundamente en su artículo 17: “Toda persona tiene derecho a la libertad y a la seguridad”. Y así figura en el frontispicio de la Carta Magna al propugnar como valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.

Sin embargo, en cuanto las bombas sacuden los cimientos de nuestras convicciones, la incertidumbre y el temor nos hacen replantear de nuevo el viejo binomio de si la libertad es compatible con la seguridad. Y con las dudas consiguen su primer triunfo los que cuestionan y combaten la democracia y nuestro modo de convivencia. Porque a partir de la cesión de derechos y libertades y al supeditarlos a la seguridad, aparecen inmediatamente el ensanchamiento de las limitaciones de otros derechos y libertades, como los corsés a la libertad de expresión, de manifestación y hasta de participación política. Surgen leyes de seguridad ciudadana que, más que seguridad, recortan libertades e impiden la pública pero pacífica demostración de protesta y contestación ciudadanas. Comienza la invasión sistemática y arbitraria de la intimidad de las personas y del secreto de las comunicaciones  sin el oportuno control judicial. Y se dotan a las fuerzas policiales y a los gobiernos que las dirigen de instrumentos extraordinarios y poderosos, ajenos a control, que se emplean con la excusa de la seguridad para socavar el carácter garantista de nuestros derechos y cercenar nuestras libertades.

Para ser coherentes con los valores democráticos y la debida sujeción a las leyes, las medidas excepcionales con las que se afrontan actos y ataques terroristas en nuestras sociedades, aun cuando supongan limitaciones puntuales de derechos constitucionales, éstas deben ser compatibles con el respeto pleno de tales derechos para que la seguridad sea una seguridad constitucional: aquella que actúa ante problemas derivados de la quiebra de derechos constitucionales. Las leyes y el ordenamiento jurídico ya contemplan los supuestos excepcionales que han de arbitrarse para hacer frente a delitos excepcionales y violentos, sin necesidad de crear “espacios vacíos de derecho” que dan lugar a cárceles secretas, secuestros, torturas, guerras y demás ignominias cometidas sin ningún respaldo legal.
 
Hay que mantener inalterable el orden de los factores del binomio libertad/ seguridad, sobre todo en tiempos de confusión y aparente vulnerabilidad. Hay que conservar la mente fría y las convicciones firmes cuando los enemigos pretenden derribar precisamente lo que nos hace fuertes y superiores a ellos: nuestras sociedades democráticas y nuestras libertades. Hay que impedir que la seguridad sirva de coartada para cercenar derechos y mermar libertades constitucionales. Frente al caos y el oprobio del terrorismo debe erigirse el Estado de Derecho que defiende la vida, la libertad y la dignidad de los ciudadanos, sin menoscabo de su seguridad y bienestar. Frente a las balas, la ley; frente al terror, la democracia; frente a la barbarie, la racionalidad y las convicciones. La seguridad al servicio de la libertad es la única manera de no perder esta guerra y de conservar lo que nos distingue: ser libres.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Las arenas del mal

Hubo un poeta maldito que se propuso describir el mal en unos versos que se regocijan con el dolor, que hacen apología de lo endemoniado y retratan al hombre como un ser miserable y perverso, incapaz de enamorarse si no es para sufrir, para sucumbir a todas las tentaciones que una piel de mujer puede provocar. Su poesía bucea en la oscuridad del amor para hallar lo mezquino de su belleza, la ternura en una maldad que hace hervir de pasión al enamorado al que seduce y castiga. Baudelaire hizo germinar lo más turbio del sentimiento más noble para cultivar sus Flores del mal y dar a conocer las contradicciones del ser humano, para mostrar los instintos más bajos que acompañan las más altas aspiraciones.

De igual modo, de las limpias pero ardientes y yermas dunas de los desiertos de Oriente brotan las semillas más crueles del terrorismo integrista religioso, las que alimentan a los asesinos que matan sin piedad a inocentes culpables de nacer entre infieles y vivir en sociedades libres que no se rigen por versículos del Corán ni de la Biblia, sino por artículos de constituciones y leyes laicas. Son las arenas del mal donde conspiran los yihadistas enfrentados al mundo en una guerra que sólo persigue sembrar el mal, atormentar al indefenso y causar pánico. El mal intencionado por seres que se valen de excusas trascendentales para golpear y matar, volar trenes, estrellar aviones, ametrallear redacciones y salas de fiesta y poner bombas en los lugares más vulnerables e inofensivos, causando el mayor número de víctimas. Arenas del mal que sirven para cultivar la intención consciente de dañar, de infligir por placer el mal, y adoctrinar al ser humano en lo más inhumano y deplorable de su condición: la maldad.

Esta semana mostró su faz más dañina y negra en París, antes en Egipto, Londres, Madrid o Nueva York, trincheras apropiadas para inmolar a confiados inocentes e inmolarse suicidas verdugos de la maldad. Mañana serán otros los escenarios en los que el mal hará su aparición cobarde y ruin, siempre aprovechando los derechos y las ocasiones que les dispensan la tolerancia y la libertad de las víctimas, de los inocentes que confían en la bondad y la racionalidad de las personas.
 
Carecemos de un poeta del mal que nos describa el que procede de aquellas arenas estériles y malignas, que nos relate una “sociodicea” que intente justificarlo con guerras de religiones o choque de civilizaciones, cuando la única causa es el propio mal intencionado, cuya mayor y más perversa victoria sería, como explica Salvador Giner*, no darle crédito y atribuirle alguna causa impersonal. El mal por el mal existe y hoy lo encarnan los yihadistas asesinos de inocentes.
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Salvador Giner, Sociología del mal, edita Los libros de la Catarata, 2015. Madrid.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Francia: en el punto de mira islamista


La noche del viernes, los fanáticos islamistas asesinaron a más de cien ciudadanos franceses en seis atentados en la capital del país, París, demostrando, una vez más, capacidad para actuar puntualmente en cualquier lugar de Occidente, en este caso Europa, y la suficiente crueldad para asesinar y rematar fríamente a víctimas inocentes y confiadas que, ajenas al odio de los fanáticos, acuden a hacer sus compras a un supermercado o se divierten en una sala de fiestas o en la terraza de un bar. El presidente francés, Francoise Hollande, ha decretado el estado de emergencia en todo el país, el cierre de fronteras y la prohibición de circular por determinados sitios y medios de transportes, según comunicó en un mensaje televisivo, con la intención de capturar a los terroristas y evitar que puedan seguir cometiendo otros delitos y escapar del país.

Francia, cada vez más implicada militarmente en la lucha contra el Estado Islámico, vuelve a ser golpeada en el corazón del país por el terrorismo islamista, al que el presidente galo señala como autor de la masacre: “Sabemos quiénes son y de dónde vienen”.

La libertad y la democracia que en estos momentos es atacada en Francia por comandos del terrorismo islamistas ya tuvo precedente con el atentado a la revista satírica Charlie Hebdó, el pasado mes de enero, en el que asesinaron a doce personas. Grupos medievales en su mentalidad y modelo social, pero sumamente actuales en armamento y maldad, intentan doblegar a los países libres, tolerantes y democráticos que participan en el combate contra el Estado Islámico que se extiende por Siria e Irak, implantando la barbarie y asesinando despiadadamente a los prisioneros que captura.

Hoy, como ayer, todos somos Francia y nos solidarizamos con su lucha contra el terror y el fanatismo de raíz islamista. Allí, como aquí cuando los atentados de Atocha, los demócratas han de responder con la unión y la fortaleza de sus convicciones por la libertad, la igualdad y la tolerancia, sin que ninguna bala de ningún kalashnikov haga mella en ellas. El terrorismo islamista o de cualquier otro cuño, como manifestación de odio a quien no comparte su ceguera, sólo socava las demenciales razones de los que lo perpetran, pero no alteran, aun en medio del dolor y la sangre, los ideales de paz, libertad y democracia de quienes lo padecen en nuestras sociedades. Hoy, Lienzo de Babel se solidariza con Francia en su lucha contra el fanatismo religioso y terrorista.       

viernes, 13 de noviembre de 2015

Guerra de nacionalismos

España está asistiendo a un momento crítico, que tensa sobremanera las relaciones políticas, a causa del fervor independentista del nacionalismo catalán, el cual busca un enfrentamiento con el poder central de cuya reacción, en caso de imprudente desproporción, pueda sentirse víctima para recabar apoyos a su causa. Se tensa la cuerda con una voluntad de ruptura que ni el independentismo vasco, en su época de mayor virulencia terrorista, fue capaz de lograr cuando pretendía separarse de España por las bravas, ni tampoco por las buenas con el fracasado proyecto de Estado Libre Asociado que el lehendakari Ibarretxe defendió en memorable sesión del Congreso de los Diputados, allá en el año 2005, y que abandonó sin aguardar el resultado adverso de la Cámara.

Los soberanistas catalanes parece que aprendieron la lección y, con pasos y provocaciones calculados, no quieren que su “destino”, una nueva relación con el Estado y que resumen en ese supuesto “derecho a decidir”, se decida, precisamente, en las Cortes españolas, donde recibirían la misma respuesta que ya obtuvo el expresidente vasco. En un alarde de “ingeniería política” –tan irregular, imaginativa y tramposa como la financiera-, y tras varias diadas de mentalización popular para sumar adeptos, emprenden una serie de iniciativas que aparentan actuar desde la legalidad para incumplir lo que compendia la legalidad –la Constitución- y adoptar acuerdos antidemocráticos en nombre de una democracia a la que subvierten. Con algo menos del 48 por ciento de los votos conseguidos en las últimas elecciones autonómicas, lo que les confiere una mayoría exigua en el Parlamento catalán, los soberanistas del Junts pel Sí -una amalgama formada por dos partidos opuestos, Convergencia Democrática de Cataluña y Esquerra Republicana-, apoyados por los antisistema de la CUP (Candidatura de Unidad Popular), aprueban una resolución con la que iniciar los trámites, sin negociación ni acuerdo con el Estado, que conduzcan a la secesión y declarar unilateralmente, de este modo, la República independiente de Cataluña. Todo un disparate legal, sin viabilidad en el contexto europeo e internacional ni en la configuración territorial nacional, pero coherente, en parte, con los deseos emocionales de la mitad de la población de aquella Comunidad.

Tras cerca de cuarenta años conviviendo pacífica y democráticamente en un Estado de las Autonomías, creado expresamente para dar respuesta a las exigencias de esos nacionalismos periféricos, el problema continúa vigente y, por lo que se refiere a Cataluña, mucho más radicalizado y repitiendo acciones –como la de Lluis Companys en 1934- que acabaron en un rotundo fracaso y con consecuencias lamentables (cárcel y muertos). En cualquier caso, se trata de un problema político que el Gobierno no ha sabido o querido abordar más que con la confrontación inmovilista e intransigente, manteniéndose reacio a cambiar ni una coma en lo que concierne a Cataluña cuando lo consiente para otras comunidades. Desde mucho antes de zancadillear la frustrada reforma del Estatuto, promovida por el anterior Gobierno socialista, que hubiera satisfecho las aspiraciones identitarias del nacionalismo catalán, el partido conservador hoy en el poder, el Partido Popular, hizo de su enfrentamiento con Cataluña una estrategia electoral que lo llevó a diseñar una campaña publicitaria contra el consumo de productos catalanes que no sólo fomentó el “odio” al catalán, sino que generó también el “odio” a lo español desde Cataluña.

La brecha de este desencuentro se agranda, encima, con una cierta sensación de agravio al percibir que, desde el Gobierno central, no se acaban de transferir todas las competencias que podrían administrar las Comunidades Autónomas ni se actualizan los recursos pertinentes para su desarrollo, según criterios y necesidades de éstas. Antes al contrario, el Ejecutivo de Mariano Rajoy hace lo imposible por “homogeneizar” el mapa competencial autonómico, recentralizando o controlando desde Madrid muchas materias que pertenecen al ámbito competencial de los gobiernos autonómicos, con el pretexto de defender la “unidad de España”. De esta manera, la política educativa, la sanitaria, la de medicamentos, la fiscal, hasta la de transportes o la “policial” constituyen caballos de batalla en los enfrentamientos que las autonomías mantienen con el Gobierno central, siendo el más importante y recurrente de ellos el del modelo de financiación autonómico, siempre supeditado al control de Hacienda y a la agenda coyuntural del Gobierno (que lo utiliza como arma de negociación), como esa imposición de “ajustar” el déficit a costa de rebajar servicios públicos y dejar sin recursos, por ejemplo, la Ley de Dependencia que aplican en gran medida los gobiernos regionales.  

Cataluña, como el País Vasco y Galicia, tienen particularismos y singularidades propios, como la lengua, algunas tradiciones y ciertas percepciones de su lugar en el mundo –y en España-, que han sido reconocidos y amparados por la Constitución al configurar el actual Estado de las Autonomías, en muchos aspectos mucho más descentralizado que los auténticamente federales. No obstante, falta por aclarar y completar el techo competencial de los gobiernos autonómicos y delimitar las competencias exclusivas que conservaría el Gobierno central, además de elaborar las leyes orgánicas que han de desarrollarlas. También queda por evitar que, casi en cada legislatura, se modifique el modelo de financiación en función de la conveniencia del Ejecutivo central, lo que conlleva una respuesta arbitraria a las demandas de recursos de las Comunidades. Todo ello alimenta las inagotables exigencias centrífugas de mayor autogobierno por parte de las Autonomías y la reacción centrípeta del Gobierno central, dando lugar a un enconamiento de las relaciones políticas e institucionales entre los nacionalismos periféricos y el español, que alcanza su máxima gravedad con los intentos de ruptura que se producen en la actualidad entre Cataluña y España.
 
Esta “guerra” de nacionalismos, ocupados en defender sus respectivas particularidades en contra del interés general, se olvida que están condenados a cohabitar en un país plural en el que caben todas las singularidades, sin que ello implique privilegios sobre los demás, y que han de contribuir a mantener la cohesión social, no la división y la fractura de la sociedad. Cegados por el enfrentamiento, estos nacionalismos no exploran las salidas existentes para resolver, mediante la negociación y el diálogo, la actual situación crítica, en el marco del respeto a la legalidad y preservando las mutuas diferencias. No hay razones, en un Estado social y democrático de Derecho que reconoce y ampara las distintas sensibilidades de las autonomías y regiones, para la ruptura traumática y la violación de la ley, máxime cuando la misma Constitución y los Estatutos contemplan los procedimientos legales para su reforma y modificación, pudiendo acordarse una estructura federal del Estado, sin necesidad de partirlo ni segregarlo. Todo es posible con voluntad de diálogo y lealtad a las instituciones y al orden constitucional. Pero nada es posible desde la intransigencia y el desacato a la legalidad. Tanto aquí como en Japón, Australia o Estados Unidos. También en Cataluña, donde sólo resta el sentido común y la sensatez.

martes, 10 de noviembre de 2015

Un sistema tramposo

Por increíble que parezca, una empresa alemana de referencia, líder mundial en la fabricación de automóviles, ha tenido que reconocer que hacía trampas para ocultar que sus coches contaminaban más de lo declarado. Había sido pillada gracias a un estudio de la Agencia de Medioambiente Norteamericana (EPA) que descubrió en los coches diésel comercializados en aquel país un dispositivo informático capaz de falsear las emisiones contaminantes de los motores, adaptándolas a las especificaciones legales, cuando detectaba que estaba en modo prueba o revisión. Ese software permitía, en conducción “normal” para no perder potencia y prestaciones, una emisión de gases y partículas que multiplicaban por cuarenta los límites legales establecidos por la Clean Air Act estadounidense. Tras la denuncia, la empresa admitió la manipulación intencionada y sistemática de los coches. Es decir, Volkswagen diseñaba coches con trampas para engañar a los conductores y a las autoridades gubernamentales. Estafaba a todo el mundo, no sólo a los norteamericanos, por donde circulan más de 11 millones “das auto” tramposos, con tal de vender y obtener pingües beneficios.

Otra empresa, esta vez financiera y española, tras simular grandes ganancias y cotizar en Bolsa, fue acusada ante la Audiencia Nacional por presuntos delitos de estafa, apropiación indebida, falsificación de las cuentas anuales, administración fraudulenta y maquinación para alterar el precio de las cosas. Dirigía la entidad todo un exministro de Economía y vicepresidente de Gobierno que llegó incluso a ser presidente del Fondo Monetario Internacional. Tan brillante currículo no le impidió ratificar unas cuentas que presentaban beneficios cuando en realidad camuflaban grandes pérdidas en Bankia, la segunda Caja de Ahorros de España. Rodrigo Rato, al que ahora, además, se investiga por evasión de capitales y fraude a la Hacienda pública, era esa “lumbrera” de la economía que contribuyó con su gestión fraudulenta y desleal llevar a la bancarrota a una entidad que tuvo que ser “rescatada” con un préstamo que estamos pagando los contribuyentes. Y es que el sistema es así: sólo persigue el beneficio y las ganancias, sin tener en cuenta ninguna otra consideración, ya sea medioambiental o ética. Por eso, entre la avaricia de los banqueros y las estafas a los ingenuos ahorradores con las preferentes, la banca española ha demostrado, al igual que Volkswagen, poseer pocos escrúpulos para estafar, timar y delinquir si se presenta la oportunidad, cosa que produce a diario.

Estos ejemplos ponen de manifiesto una conducta de la élite económica poco respetuosa con las normas a la hora de conseguir abultadas ganancias y una asegurada rentabilidad de las inversiones privadas. Precisamente, ese es el objetivo del sistema capitalista, que sólo busca el incremento constante de los beneficios, la reducción progresiva de los gastos y una mayor capacidad para defender sus intereses. Los detentadores del capital y la riqueza imponen, así, sus “lógicas” mercantiles al conjunto de la sociedad, a la que timan y empobrecen con tal de obtener los rendimientos que ambicionan. Por ello, las grandes corporaciones no dudan en condicionar las políticas fiscales, económicas y laborales de los Gobiernos con la excusa de crear empleo e instalarse en el último país al que recalan en su permanente búsqueda del “abaratamiento” de los costes (impuestos, salarios, etc.) y las máximas ganancias. Ni el medio ambiente, al que contaminan todo lo que pueden, ni el interés público, que denostan por intentar regular su actividad, pueden frenar ni calmar ese comportamiento egoísta y desaprensivo del “mercado”, es decir, del modelo económico capitalista.

Hasta la misma “crisis” económica de los últimos ocho años, a la que se refiere Rajoy cuando alardea de haberla doblegado con sus medidas de austeridad, y cuyo origen se debe a un monumental descontrol del sistema financiero movido, una vez más, por la avaricia, muestra a las claras esa dinámica depredadora de un Sistema que, en vez de asumir y corregir sus errores, los endosa al sector público, al que obliga, a golpe de tijera, a cargar con los “gastos” de reparación o recuperación, también loada por el presidente español. Para lograrlo convenciendo a la gente, ha propalado con denuedo las supuestas bondades y supremacía de la iniciativa privada –como eficaz, transparente y eficiente- a la hora de satisfacer las necesidades de los ciudadanos frente al “despilfarro” de un sector público –al que tacha de inútil, opaco, insostenible y sobredimensionado- que se limita a prestar servicios sin perseguir beneficios.

Esta crisis financiera, las trampas de la industria automovilística alemana y las estafas y corruptelas de la banca española, entre otros muchos ejemplos, son exponentes clarificadores de aquella máxima, atribuida a David Harvey, que advierte de que el capitalismo, tal vez, funcione indefinidamente, pero a costa de causar una degradación progresiva del planeta y el sufrimiento creciente de la gente. La contaminación intencionada del aire que respiramos para que la industria del automóvil gane dinero, y el sufrimiento de quienes han perdido sus ahorros, viviendas y trabajo para que empresas y bancos mantengan su actividad, confirman las sospechas de ese “urbanista rojo”, como se define a si mismo el geógrafo y pensador británico Harvey. Se trata, en definitiva, de una guerra de los poderosos y pudientes contra el resto de la población, al que intentan arrebatar las últimas defensas sociales que conserva.

Una guerra que se ha valido de la crisis provocada por los especuladores para aplicar recortes al sector público,  privatizar servicios o empresas estratégicas y  “nacionalizar” las pérdidas de un sistema financiero fallido y saqueado por aquellos que causaron la crisis, obligándonos a destinar enormes cantidades de recursos económicos públicos para saneas los bancos en vez de atender a las familias necesitadas. Según la escritora Almudena Grandes, es una “guerra encubierta de los especuladores contra la democracia”, una guerra que “hemos perdido” porque los Gobiernos se han decantado por defender el interés privado sobre el bien general y el interés público.
 
La rapiña voraz del capital, que siempre quiere más y más y jamás se sacia, explica que empresas de ámbitos y actividades diferentes, como son Volkswagen y Bankia, muestren un comportamiento semejante de desprecio a las normas, de desvergüenza para conseguir beneficios a cualquier precio y de falta de escrúpulos para atender sólo sus intereses por encima del interés general.  Este es el verdadero rostro del sistema tramposo que el capitalismo neoliberal nos ha implantado, haciéndonos renunciar y hasta repudiar las ayudas que el Estado del Bienestar nos proporcionaba para luchar contra las desigualdades y las injusticias sociales. Así nos va.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Noviembre


Dicen que es triste porque invita a la melancolía, que es fúnebre cuando sólo pretende dedicar un día a los ausentes, a esos que nunca se han ido de nuestros pensamientos, y que es gris porque las nubes riegan las semillas que se cobijan del invierno para sorprender en primavera. Dicen que es ingrato porque abre las puertas al frío y permite que el sol luzca sin quemar la piel ni cegar los ojos. Y que es deprimente cuando simplemente es generoso en momentos de tranquilidad y para la compañía íntima con uno mismo o con otras personas. Dicen que es eterno cuando se consume en un instante para quienes disfrutan de sus días cortos y sus noches frías. Es noviembre, la esencia del otoño y la antesala del invierno, un gozo para los sentidos y un remanso de paz para los que saben aprovecharlo. Disfrútenlo con Miles Davis, por ejemplo.

 

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Matador de formación profesional

Sensible a la “demanda” educativa de los jóvenes, el Gobierno va a crear un nuevo título de Formación Profesional Básica con el que espera dar satisfacción a quienes aspiran convertirse en matadores de toros. Se trata de una profesión que puede posibilitar una salida laboral a jóvenes de entre 15 y 17 años que no terminan la ESO (Enseñanza Secundaria Obligatoria), sin engrosar las listas de paro en las que acaban los que eligen cualquier otra rama de la Formación Profesional. Además, según el ministro de Educación, Íñigo Méndez de Vigo, se unifican con este título unos estudios dispersos que imparten “a su aire” las escuelas taurinas desperdigadas por España y que se limitan a enseñar prácticas de toreo. El titular de Educación considera, además, que esta iniciativa se enmarca en la “larguísima tradición” que los toros tienen en España y de la que hay “vestigios” en el patrimonio cultural del país.

Ser matador, ahora con título académico oficial, faculta a los que cursen estos estudios de dos cursos de duración (unas 2.000 horas lectivas) para matar novillos sin picadores, ser banderillero, peón agropecuario o pastor como una posibilidad más de elección en la Formación Profesional en nuestro país. En el borrador de la propuesta de la Comisión Nacional de Asuntos Taurinos (CNAT), que sirve de base para convertir las enseñanzas que proporcionan las escuelas taurinas en un título de FP, no figuran asignaturas de ética o valores que sirvan para incitar la reflexión de estos jóvenes sobre la tortura animal, el dolor, el ensañamiento y demás manifestaciones de violencia gratuita que conllevan muchas fiestas taurinas en España. Una honda tradición “cultural” de la que deriva el toro embolado, el toro de la Vega o toro lanceado y otras celebraciones taurinas cuya crueldad es directamente proporcional al peligro que encierran para participantes y espectadores. No hay más que conocer el número de muertos producidos este verano con estas celebraciones para constatar esa relación crueldad/peligro.

Apoyarse en la tradición para mantener y fomentar, ahora con estudios básicos, una práctica en la que se da muerte a un animal por mera diversión es un argumento falaz. Ninguna apología de la violencia, como la ablación femenina, maltratar animales o el derecho de pernada, puede admitirse y mantenerse por el mero hecho de constituir una “tradición”, puesto que en tal caso se está perpetuando la barbarie. Ni siquiera la posibilidad laboral y el interés económico justifican costumbres y prácticas que atentan contra derechos reconocidos a los animales, la dignidad de las personas o los valores de una sociedad civilizada. Por muy rentable que sea la prostitución y la trata de mujeres –quizás más “rentable” que las corridas de toros-, no es admisible su existencia ni consentimiento en función de tales valores éticos y morales.

No hay ninguna necesidad de instaurar un título de tauromaquia para apuntalar -como advierte Carlos Moya, impulsor de una recogida de firmas en contra del proyecto ministerial- “una tradición en declive creando artificialmente un relevo generacional que ya casi no existe”. El progreso de España no se basa en el mantenimiento de tradiciones arcaicas y bárbaras, sino en potenciar la más exigente preparación de los jóvenes y posibilitar que la investigación, el desarrollo y la innovación caractericen nuestro tejido industrial, tecnológico, científico y cultural. No es derivando fracasados de la ESO hacia la Formación Profesional para convertirlos en banderilleros o monosabios como compartiremos lugar entre las naciones más poderosas y avanzadas del mundo, sino ayudando que esos niños completen sus estudios y participen de los esfuerzos y actitudes que hacen progresar al país.

Puede que sea más fácil políticamente crear un nuevo título profesional, de dudosa eficacia laboral pero que contenta a sectores sociales afines, que potenciar una política de becas en la educación, en cuantía y extensión, que ayude a la formación de todos los jóvenes. Lo que sí está claro es que esta iniciativa del ministerio pone de manifiesto la consideración que le merece al Gobierno la educación de las nuevas generaciones, tras los recortes y las “reformas” que ha emprendido en el sector: que se dediquen a matar toros. ¡Olé!

lunes, 2 de noviembre de 2015

Cataluña: faltan explicaciones

De todo el problema que suscita el envite independentista de Cataluña, sobran sentimientos y faltan argumentos racionales que lo expliquen. Son los políticos de la comunidad y del país los que ofrecen presuntas motivaciones históricas o legales para impulsar o impedir un súbito afán independentista que ha dividido aquella sociedad en dos bandos prácticamente irreconciliables. Los que seguimos asombrados el devenir de los acontecimientos echamos de menos voces autorizadas que ofrezcan explicaciones y datos basados en la Historia, la Ley (nacional e internacional) y hasta en la Sociología. Vociferan los políticos intencionados y callan los historiadores y juristas que tanta luz pueden ofrecer para la comprensión racional de este asunto.

A grandes rasgos, sabemos que durante los siglos de la Edad Media en que se formó España (Spanie, Hispania, Yspanie, Spanna, Espanya), a partir de reinos independientes entre sí (Castilla y León, Navarra, Aragón, Portugal), Cataluña era un condado, junto al de Aragón, creado a partir de la desintegración del imperio carolingio, que Borrell II (947-992) englobó en una sola entidad territorial. Esos condados catalanes pasaron a formar parte de la corona de Aragón por la unión dinástica de la hija del rey de Aragón con el conde de Barcelona. Toda esta pluralidad de reinos fue consolidándose fundamentalmente gracias a la reconquista del imperio musulmán que ocupaba gran parte de la península. Una “reconquista” que duró ocho siglos y no creó la unidad de España, sino una diversidad de reinos cristianos, hasta 1492, que mantenían divisiones y diferencias a menudo graves. Es con la unión de Castilla y Aragón, como consecuencia del matrimonio entre Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón (los Reyes Católicos), cuando en 1479 se constituye lo que llamamos España como nación, una unidad monárquica y territorial.

A partir de entonces, y en el curso de sólo dos generaciones, se fragua el primer imperio verdaderamente universal de la historia, con la proclamación de Carlos V (1500-1558), nieto de los Reyes Católicos, como rey de Castilla y Aragón. Es verdad que, en el proceso de consolidación y mantenimiento del mayor poder político y militar europeo en que se había convertido el imperio español con Carlos V y su hijo Felipe II, surgieron conflictos bélicos con otros reinos del Continente y del mundo, desde las Indias a Filipinas, pasando por Alemania, Italia, Francia, Flandes y Turquía, que debilitaron el poder de la monarquía española. El resultado de tantos frentes fue el declinar de la España imperial y hegemónica de Europa y la emergencia de Francia como nueva potencia dominante, que no dudó en atacar posiciones españolas en Italia y Holanda como fronterizas en Guipúzcoa y Cataluña. En ese contexto, se produce una rebelión en Cataluña que favorece su “satelización” por Francia desde 1640 hasta 1652. También es verdad que no toda Cataluña quiso incorporarse a Francia: Tarragona no se separó, Lérida fue recobrada en 1644 y finalmente toda Cataluña fue reintegrada en 1652. ¿Todas estas vicisitudes históricas explican o justifican los afanes independentistas de la Cataluña actual? ¿Son éstos los hechos históricos en los que se basan quienes promueven las tensiones soberanistas en aquella región? No lo sé. Por ello apelo a la autoridad de los historiadores, aún admitiendo que la historia es la versión que narran los vencedores de todas las epopeyas habidas en el mundo.

Desde el punto de vista legal, el “conflicto” catalán parece una entelequia para un lego en derecho como el que suscribe estas líneas. La Constitución española garantiza la indisoluble unidad de la Nación española, reconociendo al mismo tiempo el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran. En la Constitución, unidad y autonomía son dos conceptos complementarios, máxime cuando otro artículo de la Carta Magna señala que la soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan todos los poderes del Estado. La soberanía es, pues, única e indivisible, sin exclusiones ni fragmentaciones, como la Nación. No existe una soberanía catalana, ni vasca ni andaluza, que pueda decidir sin contar con la totalidad del pueblo español, sino siempre como integrante del mismo. De ahí la inviabilidad legal de organizar un plebiscito en el que sólo los catalanes puedan decidir si se independizan de España o continúan formando parte de ella. No obstante, sé que las leyes se interpretan y en última instancia se modifican. Que una diferencia esencial en un Estado democrático de Derecho es saber distinguir entre legalidad y legitimidad. La primera pertenece al orden del derecho positivo y sus normas tienen fuerza de ley (de obligado cumplimiento), mientras que la segunda forma parte del orden de la política y de la ética pública (genera responsabilidad política o ética). Es decir, se puede tener legitimidad para cambiar la ley, pero desde la legalidad y el respeto a las normas jurídicamente establecidas. Asusta, en este sentido, el desprecio que los impulsores de la independencia en Cataluña hacen del Estado de Derecho, del ordenamiento legal y de la propia Constitución. Promueven conscientemente la subversión de la norma jurídica y la utilización sin tapujos del fraude de ley. Dicen actuar de forma democrática para atentar contra la democracia que posibilita el Estado de las Autonomías y las instituciones desde las que gobiernan aquella la Comunidad. Algún experto constitucionalista podría aclararnos estas dudas acerca de la “legitimidad” de aspirar a la secesión de una parte significativa, pero no mayoritaria, de los ciudadanos catalanes y la “legalidad” de las vías utilizadas para conseguirla.

También sabemos que el Derecho Internacional reconoce a los Estados como sujetos o destinatarios de las normas internacionales. Las relaciones internacionales se basan en el mutuo reconocimiento y el respeto a la independencia y soberanía de los Estados. Por eso asumen como ley el no inmiscuirse en sus asuntos internos, salvo si afectan a terceros Estados que piden protección o perjudican gravemente a los nacionales que están amparados por los Derechos Humanos. La ONU reconoce el derecho a la autodeterminación a aquellos pueblos o países “sujetos a dominación colonial” (Resolución de la Asamblea General de la ONU 1514 (XV) de 1960). No parece el caso de Cataluña, cuyos orígenes se funden y confunden con los de España, como hemos visto. Tampoco se trata de una minoría étnica o cultural sometida a dominación, sino una región cuyas particularidades identitarias (lengua, costumbres) están reconocidas, protegidas y fomentadas por un Estado democrático, dotado de un gobierno que representa a la totalidad de la Nación, bajo el principio de soberanía e integridad territorial. Alguien autorizado podría, igualmente, aclarar la cuestión de la independencia de Cataluña desde la óptica del Derecho Internacional, ese que según Artur Mas no tendría más remedio que reconocer a una Cataluña independiente y la mantendría en el seno de la Unión Europea, bajo el paraguas de la OTAN y con asiento en Naciones Unidas.
 
He de reconocer que faltan explicaciones que aclaren todos estos aspectos que, estoy seguro, los expertos tienen perfectamente dilucidados. Sobran apelaciones a las emociones y sentimientos patrioteros y faltan argumentos objetivos y racionales. Es mucho lo que nos jugamos todos, no solo los catalanes, con el reto independentista como para no exigir las aclaraciones que los políticos nos ocultan o niegan. Yo también tengo “derecho” a decidir en esta cuestión, pero con conocimiento de causa.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Día de todos los ausentes


La tradición religiosa conmemora hoy a los que ascienden a la condición de almas puras, reservándoles un lugar en el santoral, y a los que se permanecen toda la eternidad en sus sepulturas hasta dar cumplimiento al designio de convertirse en polvo. En cualquier caso, hoy es un día para recordar a los ausentes, suban al cielo o permanezcan en la tierra, desde el sentimiento de orfandad que provocan en los vivos. Más que tradición es emoción, subliminada en recuerdos y costumbres, provocada por el familiar o amigo desaparecido al que, en este día, le dedicamos nuestros pensamientos y honramos su memoria visitando la última morada en la que reposan y se consumen sus restos. Una emoción que embarga a cuantos mantienen la esperanza en una trascendencia que supera a la muerte y a los que están convencidos de que la nada es lo único que trasciende a la muerte.

La racionalidad, y no los instintos o las creencias, es lo que nos induce a cuestionarnos nuestra existencia y la posibilidad de que la vida tenga alguna finalidad que se escapa a nuestras entendederas. Pero es en la madurez, período en el que somos testigos de la ausencia de nuestros seres queridos, cuando comenzamos a rememorar el trozo de vida que compartimos con ellos o que ellos compartieron con nosotros. Aunque no hay necesidad de que el calendario dicte nuestros hábitos, porque cualquier día del año sería oportuno para rendir memoria a los fallecidos, no está de más aprovechar, al menos, la festividad religiosa para volver a la vida, gracias al recuerdo, a los que ya están ausentes de ella y dedicarles el reconocimiento por lo que representaron para los que continuamos vivos, temporalmente. No es la muerte, pues, lo que celebramos este día, sino la memoria de los ausentes y el vacío que dejan en nuestras vidas. Y esa es la diferencia entre el Halloween importado y el Día de los difuntos: uno festeja la banalidad de la muerte; otro, el dolor que nos produce la ausencia de los seres queridos. No es cuestión de truco o trato, sino de emoción y memoria.