miércoles, 31 de julio de 2019

Julio aciago


El mes de Julio que hoy finaliza, en que me las prometía felices, comenzó muy pronto a torcerse y avinagrarme las vacaciones. Confiaba en aislarme de la realidad, pero esta enseguida condicionó cada uno de los días de un mes que ansiaba lleno de cosas agradables y ratos de placidez. No hubo modo. Nada más poner los pies en la playa, todo lo que podía ir mal, fue mal. Ni siquiera un gobierno estable pudo conformarse en España, después de casi tres meses desde las elecciones generales de abril. Debido a los recelos o desidias de unos y las ambiciones o exigencias de otros, la investidura de Pedro Sánchez, presidente en funciones y candidato del PSOE a revalidar la presidencia del Gobierno, acabó en fracaso, a pesar de que las izquierdas, fragmentadas entre socialdemócratas, comunistas, nacionalistas e independentistas, detentaban la mayoría del Congreso de los Diputados. Fueron incapaces de ponerse de acuerdo para apoyar al candidato del partido ganador de aquellas elecciones, con mayoría minoritaria, ofreciendo en cambio un espectáculo de reproches recíprocos que avergonzaba a sus propios votantes o simpatizantes y hacía las delicias de la derechas más intransigentes y reaccionarias que se sientan en el Parlamento. Puestos a negociar sólo en los últimos días, el Ejecutivo progresista que estaba a mano de las izquierdas no alcanzó el acuerdo para constituirse, y la investidura resultó fallida. Ahora, la amenaza es: intentarlo de nuevo en septiembre, si superan recelos y ambiciones, o nuevas elecciones, para hartazgo de los ciudadanos, que llevan votando cada año durante casi un lustro de inestabilidad política. Y luego se quejan de la abstención en las urnas, el refugio de los frustrados con la democracia.

Lo cierto es que, además de la política, los nubarrones negros iban a ensombrecer este julio aciago. Porque la noticia que vomitaron este mes los periódicos era espeluznante: más de 800 millones de personas padecen hambre en el mundo, según un informe de la ONU para la Organización de la Alimentación y la Agricultura (FAO). Y lo que era peor: que por tercer año consecutivo, el número de los que pasan hambre no había dejado de crecer. Sólo en el último año, 10 millones de hambrientos se habían incorporado a ese “selecto” club de famélicos condenados a no tener nada que llevarse a la boca, mientras un tercio de los alimentos que se producen en el planeta para consumo humano se pierde o se desperdicia. Pedir sardinas en la playa, tras conocer estos hechos, constituye un acto de inmoralidad que te atraganta la conciencia.

Pero, si no es el hambre, es el racismo lo que pende sobre los “parias” del globo. Sobre todo si los máximos dirigentes del mundo sobrealimentado y superrico son los encargados de expandir el miedo y el odio a los desafortunados que buscan una oportunidad de sobrevivir. Porque eso es a lo que se dedica Donald Trump cuando insulta a cuatro de sus compatriotas, norteamericanas que fueron elegidas congresistas demócratas, en razón a su origen hispano, afroamericano o árabe. Aviva el racismo y la xenofobia contra ellos por no pertenecer a los estratos sociales que blanden el supremacismo blanco de igual modo que los nazis exigían la pureza racial aria. A las congresistas Ocasio Cortez, neoyorquina de origen puertorriqueño, Ayanna Pressley, afroamericana nacida en Cincinatti, Rashida Tlaib, de Detroit e hija de palestinos, e Ilhan Omar, que llegó a EE UU desde Somalia cuando era una niña, les conmina a “volverse a sus países” por el simple hecho de atreverse a criticar y cuestionar las iniciativas que promueve la Casa Blanca contra los inmigrantes y la diversidad cultural y social de EE UU. Junto al hambre, el racismo es, pues, una de las plagas que se ceba sobre los más desfavorecidos del planeta, mientras los afortunados tomamos vacaciones, intentando aislarnos en nuestra burbuja de bienestar, durante este julio de vergüenza.

Y es que el ser humano, dotado de una inteligencia racional que lo distingue de los animales, es capaz de lo peor y lo mejor, de las más espeluznantes abyecciones y las más sublimes de las grandezas. Por eso puede orillar en la miseria a una parte considerable de la población, negándole toda oportunidad de ayuda, y poner un hombre en la luna con un mensaje de paz en nombre de la humanidad. Se constata esta dualidad del ser humano al cumplirse el 50 aniversario de aquella hazaña movida por el tesón e ingenio humano, al tiempo que simultáneamente se cierran fronteras en la Tierra y se criminaliza al que emigra en busca de paz, libertad y oportunidad para prosperar. Con esos mismos ideales viajamos al primer astro en que el hombre dejó su huella. fuera de nuestro mundo, emigrando por el espacio sideral en pos de conocimiento. Otra efeméride que, con su cara y su cruz, revela nuestra dual disposición para lo sublime y lo abyecto.

Porque la opresión, la marginación y las injusticias no cesan de aplastar al débil y desfavorecido hasta el punto de expulsarlos de sus tierras y arrebatarles sus parcos y míseros bienes. Ejerciendo otra modalidad de racismo, Israel ha aprovechado este mes infame para demoler las viviendas de una barriada palestina en Jerusalén Este. La excusa fue que quedaron muy cerca del muro de separación que arbitrariamente construyó Israel en 2002 y que dejó algunas zonas de Cisjordania bajo control israelí. Y, claro, representaban un “peligro” para la seguridad del Estado hebreo. Se trata de otro abuso más del Gobierno judío contra la comunidad palestina, a la que se empeña en expulsar de sus tierras sin derecho alguno, acometiendo una especie de “limpieza étnica” en unos territorios que ocupó ilegalmente y que continúa anexionándose para ampliar el Estado judío más allá de los límites acordados por las resoluciones de la ONU. Un racismo que los sionistas aplican a diario y con descaro sin que la legalidad internacional reaccione de forma eficaz en defensa de los aplastados por la bota judía. Una bota que oprime impunemente a los palestinos cuando y como quiere, bien disparando contra manifestantes civiles inofensivos, bien demoliendo sus viviendas o bien estrangulando su economía con la retención de sus recursos, y todo ello con el único propósito de eliminar un pueblo árabe -el palestino- de un Estado -Israel-, en el que podrían convivir en paz, pero que los israelíes pretenden sea exclusiva y supremacistamente judío. A ser posible, sionista. ¡Qué asco de mes!

En nuestro país, y aunque la ultraderecha no admita la existencia de la violencia machista (diluyéndola en ese eufemismo de “intrafamiliar”), otra mujer, médico en Terrasa (Barcelona), fue asesinada por su marido, sin que constaran denuncias previas de maltrato o violencia en la pareja. Otras tres mujeres también perdieron la vida en este nefasto mes, lo que eleva el número de víctimas de violencia machista a 35. En Murcia, el exmarido de otra mujer, sobre el que pesaban dos condenas, una por acoso y otra por quebrantamiento de la orden de alejamiento contra su exmujer, supuestamente mató a su hijo, de 11 años, y luego se ahorcó. Se trata de lo que se conoce como violencia vicaria, con la que se persigue hacer el mayor daño posible a la madre a través de los hijos. Desde que se contabilizan estos crímenes como violencia de género, en 2013, son 28 los menores asesinados por sus padres o parejas y exparejas de sus madres. Y es que ese machismo criminal que la ultraderecha se resiste reconocer constituye una plaga insoportable en España. El calor y el asco nos revuelven las tripas en un verano que parece dispuesto a estropearnos las vacaciones.

Pero, por si parecía poco, al menos 116 migrantes murieron al naufragar una barcaza frente a la costa de Libia, lo que supone la desgracia más mortífera en lo que va de año en el Mediterráneo central, según informes de la Marina libia y la Organización Internacional para las Migraciones. Tales fuentes señalan que más de 600 personas, que huyen de la desesperación que causa el hambre, las guerras y la miseria, han perdido la vida en lo que va de año tratando de cruzar ese mar que nos separa de África. Huyen hacia una Europa en la que Boris Johnson, flamante primer ministro del Reino Unido, con un discurso similar al de Trump, no quiere saber nada de los inmigrantes. Este, como aquel y como Salvini en Italia, Le Pen en Francia, Orban en Hungría o Casado y Abascal en España, entre otros muchos, agitan el racismo xenófobo y criminalizan a los inmigrantes como estrategia electoral que resulta efectiva en sociedades atemorizadas y resentidas, como la nuestra, frente a los problemas y dificultades a que se enfrentan. Se incuba el odio y rechazo al diferente sin importar si nuestro bienestar descansa o acarrea la desigualdad y hasta la muerte de otros, los más débiles y oprimidos. 116 muertos en el mismo mar que este mes baña mis pies, hace que perciba el agua con el desagradable color de la sangre.

Y lo malo es que ese odio, esa intolerancia y esa violencia con los que tratamos a otros también se irradia entre nosotros mismos y condiciona nuestras relaciones en comunidad e, incluso, como vecinos y familia. Hace que perdamos aquellos valores de conducta basados en el respeto y la educación -el único patrimonio válido para ricos y pobres- para sustituirlos por la intolerancia y el desprecio hacia quienes no comparten nuestra opinión o manera de ser. Ello nos induce a considerar enemigo o agresor al disidente o adversario, al que tratamos con soberbia. Y nos hace actuar desde un supremacismo del “yo” -semejante al blanco de Trump, sionista de Netanhayu o trasnochado españolismo integrista de Vox- que antepone “mis derechos” a las obligaciones y comprensión con el diferente. Un egoísmo que nos convierte en prepotentes y sectarios que sólo atienden a su singularidad e individualidad. Y frente a las provocaciones y chulerías de los lenguaraces, reaccionamos con irascibilidad y violencia, sin saber contenernos ni respetarnos. Nos volvemos intransigentes con los demás e indiferentes con quienes sufren desigualdad e injusticia, si ello no nos concierne directamente en primera persona, llegando al extremo de dividir el mundo entre amigos o enemigos, también en el ámbito familiar. Y es que, movidos por el odio y la intolerancia, cada cual se atrinchera en su ego particular, impermeable al otro, a cualquier otro, conocido o extraño, que nos despierte desconfianza, recelo o inseguridad. Y así nos va, incluso en vacaciones, enfrentados.

Este mes, que desgraciadamente confirma el refrán de que lo malo puede ir a peor, finaliza sin poder formar Gobierno en España, por las desconfianzas mutuas, sin poder frenar esa violencia criminal machista que asesina mujeres sin parar, sin que amanezca un horizonte diáfano de esperanza para los jóvenes, sin promesas que nos entusiasmen a luchar juntos, y no por separado, por un futuro mejor para todos, y con una sociedad en la que el miedo y los egoísmos nos hacen insolidarios y apáticos, contagiando esos males al seno de las familias. Julio, mes de vacaciones que el terrorismo también ha aprovechado para dar zarpazos mortales en Nigeria y Afganistán, ha sido, pues, un mes sumamente aciago para quien no haya podido evadirse del marco de la realidad y las circunstancias. ¡Deploro unas vacaciones con tantos sobresaltos para la conciencia!     

domingo, 14 de julio de 2019

Vacaciones


Los lectores y seguidores de Lienzo de Babel también tienen derecho a descansar…


¡Volvemos pronto!

viernes, 12 de julio de 2019

Aura marchita


Hasta que no enterramos a mi madre no supe que era verdad lo que contaba. Siempre achaqué a su imaginación o fantasías lo que durante toda su vida nos parecía un cuento para hacernos creer que tenía un poder o un aura especial. Cosas que relatan los mayores para sentirse superiores y subyugar a los inocentes hijos que admiten por verdadera cualquier patraña. Pero durante su entierro me di cuenta de que era verdad. Era cierto lo que contaba. Se había pasado la vida diciendo a quien quisiera escucharla que, si miraba con interés o admiración cualquier flor o planta de algún jardín, éstas aparecerían marchitas al día siguiente. Pero si las miraba de reojo, sin mostrar que le gustaban, no pasaba nada. Por eso, aseguraba, no tenía macetas con flores naturales en casa, sólo de plástico. Era como un aviso que periódicamente nos hacía, una especie de advertencia. Al principio, mientras relataba aquellas historias, me quedaba embelesado y miraba con expectación las flores de plástico que teníamos en el salón. Y me las imaginaba doblándose poco a poco, hasta romperse y caer de los floreros al cabo de un rato. Por entonces también creía en los Reyes Magos y que Supermán volaba de verdad. Pero en cuanto vestí pantalones largos, aprendí que los adultos nos engañan continuamente como bobos ingenuos. Me convertí en un incrédulo insoportable. Hasta, ayer, que la enterramos. Habíamos pasado toda la noche velando su cadáver en el tanatorio tras fallecer, sin apenas darse cuenta, en el hospital. Ya era muy mayor y murió de vieja. Cuando marchábamos, caminando en silencio y compungidos, detrás del coche fúnebre a enterrarla en el nicho del cementerio, rodeados de tumbas y cipreses, me percaté de súbito que decía la verdad. Que era cierto que marchitaba las plantas. Lo comprendí porque las coronas de flores del sepelio ya estaban poniéndose mustias, a pesar de no llevar ni un día colocadas junto a su ataúd. Y me impresionó hasta las lágrimas que Incluso muerta el aura de mi madre fuera capaz de marchitar las flores. A nadie le confesé que no lloraba su muerte, sino no haberla creído nunca. Pobrecita.

martes, 9 de julio de 2019

Isla Cristina: no es lugar de paso


Isla Cristina (Huelva)
Hay rincones que sólo por casualidad los descubres. Si alguna vez te hablaron de ellos, no lo recuerdas y nunca pensaste en conocerlos. A decir verdad, ni siquiera sabías que existían. Hasta que alguien o algo te obliga, por circunstancias relacionadas más con el azar que por el afán de conocer, a visitarlos. Es la displicencia de los ignorantes que les induce a minusvalorar o despreciar cuanto ignoran y los circunscribe al microcosmos particular de sus comidas, tradiciones, trabajos, ambientes y vecindario. De alguna manera, circunstancia que le ha beneficiado, Isla Cristina no es lugar de paso y no se acerca uno a ella sin referencias previas.

Porque venir expresamente a esta localidad de la costa occidental de Huelva, arrinconada entre el mar y los meandros de un río, no es fácil si no se tienen noticias de su existencia. Las autopistas y autovías que atraviesan el país la eluden para escupirte a Portugal o Sevilla antes que a sus playas doradas y sus plazuelas de pausada convivencia. Es por eso que, sólo por casualidades de la vida o carambolas del destino, se puede tener la fortuna de esquivar lo habitual, abandonar los caminos trillados por la masificación y enfilar ramales que te desvían hacia espacios nuevos, recónditos y bellos que enseguida te atrapan con el encanto de su singularidad virginal, fiel a sí mismos y a la llaneza de sus gentes y su geografía, libres de esa plaga de vulgaridad aparentosa y artificial que parece exigir el turismo de masas aborregadas.

Puente de entrada y río Carreras
Fue así cómo, hace una friolera de años, tropecé con una localidad que, nada más cruzar el puente que salva un cauce fluvial sobre el que reposa un enjambre de barcas adormiladas, me cautivó al primer vistazo. Y es que lo primero que uno contempla al entrar en Isla Cristina es su ría y el puerto pesquero que insufla vida al pueblo y sustento, también disgustos, a sus habitantes. Barcos de pesca para el atún, las sardinas o el marisco y frágiles barquitas, casi de papel, para buscarse la vida con las menudencias que la arena o el fango quieran proporcionar a los lugareños. Ya antes, nada más descender desde la carretera nacional y atravesar el poblado de Pozo del Camino, llama la atención la blancura rectangular de unas salinas a pie de carretera y el olor impregnado a salitre y salazones que advierten al foráneo de que arriba a un pueblo auténtico que explota con honestidad y el sudor de su esfuerzo la riqueza natural que le brindan el mar y el Sol.

Es un descubrimiento deslumbrante, el de Isla Cristina, que se acrecienta cuando aflora ante los ojos, desde el instante en que se accede a ese puente de entrada, un horizonte abierto, hacia donde se oculta el Sol, de aguas y marismas que se amanceban con el mar y toleran el vaivén de sus mareas. Y otro horizonte de suaves colinas verdes, hacia levante, donde se alternan tierras de labor con desperdigadas arboledas empeñadas en mantenerse en pie en el lugar donde brotaron, entre las cuales serpentea la lámina del río Carreras que abraza al pueblo antes de entregarse resignadamente a las olas del mar. Tal cúmulo de sensaciones y estampas impactan por primera vez en el visitante de manera indeleble hasta el punto de convertirlo en un embajador de Isla Cristina casi tan entusiasta como su vecino más ilustre. Ya no podrá jamás sustraerse del encanto que le causa esa primera impresión y querrá volver a sentirla en cuanto quede asimilada por la experiencia. Pero no se trata de la ceguera o el flechazo de un enamoramiento, sino del convencimiento racional de hallar un lugar donde aún es posible la convivencia entre la naturaleza y la cotidianeidad de un pueblo con el descanso y la tranquilidad que busca el visitante ocasional o de vacaciones.

Plaza de las Flores
Y aunque he de reconocer que lo que me trajo a Isla Cristina por primera vez, de la mano de un amigo, fueron sus playas, pronto tuve la satisfacción, en sucesivas visitas, de conocer su trama urbana y el pulso humano que late en ella. Recorrer sus calles, sentarse en las plazas, saciar la sed en bares, contemplar la vida a ras del suelo y entablar conversación con la gente son síntomas de una integración en la localidad que resulta irremediable. Porque si placenteras además de hermosas son sus playas, de fina arena blanca como limpia y fría el agua del océano las bañan, más grato es aún un pueblo que, sin darle la espalda a su costa turística, no deja de conservar y mantener su vitalidad urbana en las collaciones de su callejero. Para quien guste deambular, Isla Cristina se presta al paseo sosegado gracias a sus dimensiones contenidas y la llaneza del terreno. Su contorno en forma de una abarcable “ele”, favorece que el admirador curioso descubra su alma urbana y la calidad humana de su población.

Así, se distingue enseguida que la característica más notable de este pueblo, su verdadera personalidad, la constituye la pesca y la industria derivada de ella. Se percibe en cuanto se recorre en toda su longitud la avenida que bordea, desde que se cruza el puente, todo el margen izquierdo del río hasta, cercano a su desembocadura, el puerto deportivo, donde se explaya la vista en atardeceres anaranjados y en los surcos que dejan sobre el agua las embarcaciones que entran y salen a mar abierto. Un edificio de viviendas, semejante a un faro, señala el punto más expuesto y pintoresco del perímetro urbano hacia las brisas frescas de poniente y las imágenes marineras de gaviotas y barcos. Al otro lado del río, la Punta del Moral ayamontina, tan cercana a la vista y tan lejana por carretera, y en este lado, en el que nos encontramos, la verdadera Isla Cristina, la que tiene rostro de pescador con la piel curtida por el Sol y el trabajo duro en la mar. Ello se percibe porque, antes de llegar hasta este extremo de la ciudad, hemos recorrido los muelles del puerto pesquero y la lonja del pescado, donde atraca una flota compuesta por cerca de dos centenares de embarcaciones que se dedican a la pesca de cerco, arrastre y draga hidráulica, cuya actividad hace de este puerto el más importante de Andalucía y uno de los primeros de España.

Puerto pesquero
Merece la pena entretenerse en contemplar esos barcos, de toda modalidad y tamaño, atracados en el puerto, algunos de los cuales sometidos a reparaciones y limpieza por parte de su tripulación, las labores de reparación de redes que realizan los pescadores sobre el muelle, las cintas que transportan el hielo desde las fábricas hasta las bodegas de los buques, las descargas de las cajas de pescado y marisco hacia la lonja y el movimiento constante de camiones frigoríficos que distribuyen esa mercancía por todo el país. El trajín que genera toda esta actividad es, ya de por sí, todo un espectáculo que delata la identidad de este pueblo y su carácter laborioso. También da pie a reflexionar sobre el devenir de una industria, sin caer en la nostalgia pesimista, poder apreciar en la orilla opuesta al muelle el esqueleto de viejos astilleros y restos de diques secos de una olvidada carpintería de ribera que evocan épocas de pasado esplendor en la construcción de barcos y demás tareas auxiliares de la pesca. Una reflexión a la que invita, con merecido orgullo y reconocimiento, la sala de exposiciones que encontraremos en esta avenida, ubicada en la antigua fábrica de conservas Mirabent, rehabilitada para tal fin y convertida en Centro de Innovación y Tecnología de la Pesca, en la que se muestra un conjunto de maquetas a escala de barcos, elaboradas por un prestigioso carpintero local. Y es que el patrimonio cultural pesquero que atesora Isla Cristina es amplio y singular. Todavía se mantienen en pie, por ejemplo, los edificios de antiguas fábricas conserveras, de finales del siglo XIX y principios del XX, cercanos a los muelles. O las chancas (fábricas de salazón), transformadas en almacenes, de las que se conservan parte de su estructura arquitectónica. Incluso algunos miradores de observación, construidos por los propietarios de esas fábricas para recibir señales de los barcos, como el que se encuentra en la calle Real, que data de 1880, que aún conserva el soporte para el telescopio.

Llegados a este punto, continuamos el recorrido apurando un breve tramo balaustrado que comunica la esquina más occidental de Isla Cristina, donde sobresale el edificio faro, con una de sus playas más populares, la Punta del Caimán, formada por una lengua de tierra a la que se accede, para evitar un rodeo, a través de un puente de madera que cruza una cuña de agua embalsada, conocida como la Gola, que se acumula entre la playa y el paseo marítimo. La zona está catalogada de gran valor ecológico por hallarse integrada en el paraje natural de Marismas de Isla Cristina. Es un espacio carente de dunas y cubierto de matorral en el que anidan aves y se esconden ágiles cangrejos asustadizos. En la actualidad, la pasarela de madera se sustenta sobre pilares clavados firmemente en el fondo que la dotan de sólida estabilidad, pero antiguamente se apoyaba sobre estructuras flotantes que la hacían balancear cuando subía la marea, sirviendo de diversión a la chavalería e inquietud para adultos con problemas de equilibrio.

Edificio faro
Desde la Punta del Caimán se puede ir en línea recta hasta el centro de la ciudad, enfilando la Gran Vía, arteria principal de Isla Cristina, pletórica de actividad comercial, a la que asoman edificios modernos y oficinas. La vía nos hará pasar justamente delante de las instalaciones abandonadas del antiguo Ayuntamiento, pendientes de una restauración que se hace esperar para un edificio de tan noble planta, que está levantado en el centro de una plaza ajardinada. A poco que se recorra la calle, se vislumbrará la esbelta torre del campanario de la Iglesia Nuestra Señora de los Dolores, rematada por nidos de cigüeñas que crotoran indiferentes a los viandantes y sus miradas. Junto a la fachada de la iglesia se halla la estatua del Padre José Miravent, el primer sacerdote de la ciudad. Pero antes habremos pasado junto al Instituto Social de la Marina y el Monumento al Marinero, formado por las esculturas de tres marineros que izan artes de pesca. En un emplazamiento ajardinado a su alrededor existen sendas lápidas que recuerdan algunos naufragios especialmente dolorosos para la población. Prácticamente paralela a la ría, esta calle discurre muy cercana a centros neurálgicos de la población, como son el Centro de Salud, Correos, el Teatro Municipal Horacio Noguera y el Mercado de Abastos, de obligada visita para todo “gourmet” que se precie o valore la calidad exquisita de los productos del mar y del campo que exhiben sus puestos.

La Gran Vía desemboca, como hemos señalado, en el centro del casco histórico, donde tropezaremos con una de las plazas más señeras de la localidad: la Plaza de las Flores, que constituye el centro social al que encaminan sus pasos los vecinos y foráneos durante sus andanzas por el pueblo. Por tal motivo es una de las plazas más concurridas de la población y lugar donde se celebran todo tipo de actividades y espectáculos no sólo durante la época estival, sino también durante el Carnaval, que goza de fama nacional. Si a ello añadimos que está rodeada de bares, restaurantes, heladerías y otros establecimientos de hostelería, entre los que habría que incluir el antiguo Círculo Mercantil y un Casino de principios del siglo pasado, no sorprenderá la atracción que concita este lugar que, por si fuera poco, tiene el encanto de ser una plaza popular, bonita, con una fuente en un extremo, y peatonal, ideal para dejar correr a los niños. Unas jardineras laterales cubiertas con gran variedad de flores justifican el nombre de la plaza.

Monumento a la Cultura en Paseo de las Palmeras
Partiendo de cada lado de la plaza se puede encaminar uno a los cuatro puntos cardinales de la ciudad para respirar, perdiéndose entre callecitas y plazoletas, la atmósfera sencilla y familiar de Isla Cristina. De esta forma, sin abandonar el bullicio que se forma en las tardes veraniegas, podemos escoger la ruta peatonal que transcurre hacia el palo vertical de la “ele” del mapa isleño, por la antigua calle del Carmen o alguna paralela, para dirigirnos hacia el Paseo de las Palmeras. Transitar por este Paseo largo y de colorido pavimento, flanqueado por esbeltas palmeras que derraman su sombra sobre los peatones, es andar sobre los primeros asentamientos que dieron lugar a un poblado estable que, a partir del terremoto de Lisboa, allá por 1755, se denominaba La Higuerita, por ser donde se recogía agua dulce de un pozo junto a una higuera, para más tarde convertirse, cuando consigue el autogobierno como entidad municipal, en la Real Isla de la Higuerita, hoy Isla Cristina, en honor a la Reina María de Cristina de Borbón por los favores que brindó a la localidad durante una epidemia de cólera que, en 1833, azotó gran parte de Andalucía y Extremadura. Andar, pues, sobre el Paseo de las Palmeras es pisar el suelo de la Historia de esta población meridional de España.   

Antes de completar su recorrido, que acaba frente a la Iglesia de Jesús del Gran Poder, segunda parroquia que se consagró en Isla Cristina, hallaremos una escultura que reproduce en bronce la figura de un hombre sentado en un banco, leyendo. Se trata del Monumento a la Cultura y el Saber, inaugurado en 2006, que rinde homenaje a los bancos-bibliotecas, con baldas para libros, diseñados por el arquitecto regionalista Aníbal González, que existían en esta calle a finales del siglo XIX. Es un recordatorio, que podemos fijar en una fotografía, de un hábito que no deberíamos olvidar.

Playa Central
Al final del Paseo de las Palmeras se nos presentan varias opciones: bien girar hacia la izquierda para buscar otra vez la ribera del río Carreras en la Ronda Norte, o bien tomar la Avenida de España hasta alcanzar, pasando por las inmediaciones del Estadio Municipal de Deportes o Campo de Fútbol, una glorieta “fantasmagórica” con árboles desnudos pintados de vivos colores, que constituye la puerta de entrada “oficial” en automóvil a Isla Cristina. La primera opción nos lleva, en dirección hacia la carretera de La Antilla, hasta el cementerio de la localidad, paseo nada siniestro porque nos recrea con los paisajes ribereños del Carreras, donde fondean barquitas para la pesca de almejas y otros moluscos, que se extienden hacia las lomas del interior, y en el que nos sorprenderá el monumento de un barco de pesca auténtico varado en la acera. La segunda opción nos permitirá la posibilidad de seguir el recorrido por una calle estrecha, delimitada por chalets y eucaliptos frondosos de gran altura, que nos conducirá hasta la Playa Central, la playa urbana principal de Isla Cristina, situada en el extremo opuesto al puerto pesquero. Desde su paseo marítimo podremos apreciar los arenales de una extensa costa, de más de 10 kilómetros de longitud, en la que se suceden las diversas playas de Isla Cristina: hacia la derecha, las de la Punta del Caimán y la Gaviota; y a la izquierda, las de la Casita Azul, del Hoyo, la Redondela, la de Urbasur y, la más distante, la de Islantilla, que limita ya con las del municipio vecino de Lepe. Todas son playas de fina arena dorada y aguas transparentes, con fáciles accesos señalizados.

Pero lo que distingue a estas playas y el pueblo al que pertenecen es su enclave natural y la respetuosa integración que conforman. Porque desde la Playa Central hacia el núcleo urbano de Islantilla se extiende un Parque Litoral, que comienza en el espigón de Isla Cristina, de enorme diversidad biológica. Se trata de un espacio boscoso, en el que abunda el pino piñonero, la retama, enebros y el junco, que discurre, a lo largo de 11 kilómetros, paralelo al sistema dunar de la costa. Se puede recorrer a pie o en bicicleta a través del Sendero del Camaleón, un camino que se interna en el Parque, enlazando el Monte Público de “Dunas de Isla Cristina” con Islantilla, y que pasa por la playa de la Casita Azul, donde se halla un Centro de Interpretación de la naturaleza. Todo su recorrido está jalonado de carteles explicativos sobre la ruta y acerca de la fauna y flora que caracteriza este entorno tan extraordinario, milagrosamente virgen y a salvo de las piquetas de la construcción turística. Aparte de la multitud de aves que compondrán la melodía del paseo, como el jilguero, el mirlo común o el rabilargo, también será fácil descubrir lagartijas, escarabajos negros, ratón de campo y otros animales menos visibles. Pero el más escurridizo de ellos, por ser un experto en el camuflaje, es el camaleón común, que da nombre al sendero, único saurio arborícola presente en el litoral andaluz y que goza de la mayor protección, por lo que su captura está prohibida, así como alterar su parsimonioso estilo de vida.

Parque Litoral
Como colofón, no es necesario aclarar que el recorrido por Isla Cristina aquí descrito, entre exploratorio y turístico, es aleatorio y a título particular como visitante, puesto que existen otras rutas urbanas, marítimas y de naturaleza oficiales y perfectamente organizadas por profesionales y agentes turísticos. Su intención es poner de relieve que el mayor encanto de esta población no son sólo sus playas, sino el respeto y la armoniosa relación que guarda con su entorno natural, aún virgen y salvaje. Y que esa protección y conservación del valiosísimo patrimonio natural, pesquero y cultural de Isla Cristina se debe, en gran medida, a su aislamiento de las vías que vomitan una masificación incontrolada de visitantes, que nada respetan y todo lo arrasan. Y es que, afortunadamente, Isla Cristina no es un lugar de paso. A Isla Cristina se viene intencionadamente o no se viene. Pero si se viene, se vuelve porque te atrapa con su sencillez, llaneza, belleza paisajística y nobleza de sus gentes. No necesita ningún otro reclamo promocional más que la impresión que causa en el visitante. Cosa que aquí le agradezco.
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Referencias:
-Monumentos. Ayuntamiento de Isla Cristina. wp.Islacristina.org
-Ruta del camaleón. Ayuntamiento de Isla Cristina. wp.islacristina.org
-CT Garum. www.ctgarum.com
-Patrimonio culturl pesquero. www.huelvabuenasnoticoias.com
-Isla Cristina. es.wikipedia.org