miércoles, 21 de octubre de 2020

¡Hasta otra, amigos!

Todo empeño, como todo ser vivo, consume su ciclo vital al agotar las energías que motivaron su existencia. Es el caso de este blog. Lienzo de Babel también agoniza con esta entrada, la última con la que se despide de sus lectores y seguidores después de poco más de once años ininterrumpidos de humilde presencia en el mundo digital. Once años, 2000 entradas y cerca de 140.000 visualizaciones de una página que sólo ha pretendido mostrar con sinceridad los interrogantes y las incertidumbres que la realidad, en su sentido más personal y también más externo, genera en su autor, quien esto escribe. Una realidad que palpita en nuestro interior, condicionándonos, y que abarca todo lo conocido y desconocido de lo real. Pensarla, interrogarla y cuestionarla nos permite acercarnos a su conocimiento.

En cada una de esas dos mil entradas que han tenido cabida en este blog, se ha rehuido de lo que fácilmente suscita la curiosidad banal de la multitud para exponer con honestidad intelectual los asuntos que atrajeron la mirada inquisitiva, causando más desasosiego que certezas, de un ser inquieto y desconcertado consigo mismo y con lo que le rodea. Nada ha escapado a los ojos escrutadores que se asomaban a esta ventana, la mayor parte de las veces sorprendidos por un mundo complejo, diverso, contradictorio e inabarcable. Desde sentimientos personales hasta enjuiciamientos políticos e ideológicos, sin olvidar inquietudes culturales, religiosas, artísticas o sociales, casi ninguna arista de la realidad ha sido eludida en las páginas de esta bitácora. Y todas han sido tratadas con el máximo rigor, respeto y claridad que fue posible a la capacidad del que las escrudiñaba, sin otra intención que la de profundizar, cuestionar, valorar y tratar de conocer lo que nos incumbe, nosotros mismos y el mundo, con una objetividad no exenta de inevitable subjetividad. No siempre se pudo conseguir tal objetivo, aunque fuese constantemente perseguido.

Al cabo del tiempo, más de una década, la tentación cada vez más frecuente de caer en la reiteración, tanto en los temas como en los argumentos, junto a la dificultad física y cognitiva de mantener el pulso periódico de esta iniciativa, que ambicionaba prestar una atención constante a lo que nos interpela, nos obliga a desistir del empeño y confesar que nos sentimos superados por el peso de la responsabilidad. Del mismo modo que las personas, este blog también se jubila. Y las causas son las mismas: fin de un proyecto por agotamiento de las energías lo engendraron. Es un final voluntario que ni es abrupto ni violento, sino por causas “naturales” y con plena consciencia de concluir un ciclo que se sabía temporal.

Por eso, y desde el inmenso honor que supone vuestra presencia en estas páginas, tanto para disentir como para compartir opiniones, queremos transmitir nuestro agradecimiento a los fieles “babilonios” y a cuantos, directamente desde el blog o a través de Facebook, nos han honrado con su atención, comprensión, interés y participación. Todos ustedes, individualmente si fuera posible, merecen nuestro más sentido reconocimiento de gratitud. De ahí que, puestos a desaparecer, lo hagamos con vuestro conocimiento y el testimonio de una fraternal despedida: ¡Hasta otra, amigos! Nos vamos con mirada crepuscular.

martes, 20 de octubre de 2020

Escritoras (y II)

Para fugarnos de la tierra / un libro es el mejor bajel; / y se viaja mejor en el poema / que en el más brioso y rápido corcel. / Aun el más pobre puede hacerlo, / nada por ello ha de pagar: / el alma en el transporte de su sueño / se nutre sólo de silencio y paz. Emily Dickinson: Poema “Ensueño”

Tengo por importante entre todos el concepto de que la novela ha dejado de ser obra de mero entretenimiento, modo de engañar gratamente unas cuantas horas, ascendiendo a estudio social, psicológico, histórico, pero al cabo estudio. Emilia Pardo Bazán: Fragmento del prefacio a “Un viaje de novios”.

¡Ah, por do quiera que voy / sólo amarguras contemplo, / que infunden negro pavor, / sólo llantos y gemidos / que no encuentran compasión…/ ¡Qué triste se ha vuelto el mundo! / ¿Qué triste le encuentro yo!... Rosalía de Castro: Poema: “¡Cuán triste se ha vuelto el mundo!”

Silencio absoluto. En la calle, de cuando en cuando, los pasos del vigilante. Mucho más arriba de los balcones, de los tejados y las azoteas, el brillo de los astros. Carmen Laforet. “Nada”, pg. 237.

Es una verdad reconocida por todo el mundo que un soltero dueño de una gran fortuna siente un día u otro la necesidad de una mujer. Jane Austen: “Orgullo y prejuicio”, pg. 5.

… y así hasta completar una lista incomprensiblemente corta de escritoras que contribuyeron a ampliar una literatura que no tiene sexo, pero sí una visión distinta de lo que aborda, sea ficción, ensayo, poesía, filosofía, etc. Ningún género literario se resiste al talento de una escritora que no se siente coaccionada por ser mujer.

lunes, 19 de octubre de 2020

Día de las escritoras: todo el año.

Escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable. María Zambrano: “Hacia un saber sobre el alma”, pg. 31.

La juventud insolidaria, que tiene como referentes a los políticos corruptos o simplemente profesionales, necesita vías institucionales para ejercer la virtud, la participación colectiva. Es urgente una nueva cultura moral. Helena Béjar, “El mal samaritano”, pg.151.

El eco que retumba entre las ruinas calcinadas es lo único que queda del mundo. El aire esparce las palabras vacías de piedra en piedra. Sharon E. Smith: “El vacío”, cuento incluido en “Dicho sea de paso”, pg. 13.

Sólo cuando uno se respeta a sí mismo puede exigir el respeto de los demás, y sólo cuando uno cree en sí mismo los demás pueden creerle, de Oriana Fallaci: “Carta a un niño que no llegó a nacer”, pg. 81.

Es imposible leer el pasado sin prejuicios. Rescribir la historia de la ética es repensarla desde el presente, a la luz de los problemas y de las circunstancias específicas que hoy nos agobian. Victoria Camps: “Breve historia de la ética”, pg. 13.

Sólo los muy jóvenes, los muy tontos y los que temen ser tachados de cobardes quieren ir a la guerra. Ana María Shua: Fragmento del relato “Fecundo en ardides, incluido en “La guerra”, pg. 62.

La igualdad (…) no nos es otorgada, sino que representa el resultado de la organización humana por cuanto es guiada por el principio de la justicia. No nacemos iguales; llegamos a ser iguales como miembros de un grupo por la fuerza de nuestra decisión de concedernos mutuamente los mismos derechos. Hannah Arendt: “Las confusiones de los derechos del hombre”, pg. 122.

Las marchitas complejidades y ambigüedades de nuestro tiempo más dudoso y gradual les eran desconocidas. La violencia era todo. Se abría la flor y se marchitaba. Se levantaba el sol y se hundía. El enamorado amaba y se iba. Virginia Woolf: “Orlando”, pg. 24.

Desvié la mirada de sus manos hasta los pantalones de color caqui manchados de arena; recorrí con los ojos su delgada silueta hasta la camisa vaquera rota. Tenía la cara tan blanca como las manos, a excepción de una sombra que había en su saliente barbilla. Sus mejillas eran muy delgadas, hundidas, y la boca grande; había en sus sienes unas hendiduras poco profundas, casi delicadas, y sus ojos eran de un gris tan claro que pensé que era ciego. Su cabello era fino y apagado, casi plumoso en lo alto de su cabeza. Harper Lee: “Matar a un Ruiseñor”, pg. 336.

Me pongo una mano sobre el corazón, cierro los ojos y me concentro. Adentro hay algo oscuro. Al principio es como el aire en la noche, tinieblas transparentes, pero pronto se transforma en plomo impenetrable. Pocuro calmarme y aceptar aquella negrura que me ocupa por entero, mientras me asaltan imágenes del pasado. Me veo ante un espejo grande, doy un paso atrás, otro más y en cada paso se borran décadas y me achico hasta que el cristal me devuelve la figura de una niña de unos siete años, yo misma. Isabel Allende: “Paula”, pg. 44.

Todos los días, a las ocho y media de la mañana, se encuentran en la misma barra del mismo bar de la misma estación de metro. Ella va a trabajar, a limpiar casas por horas. Ël ya no trabaja, pero pone el despertador todas las noches, igual que antes, porque no puede permitirse en su derrota la humillación suprema de quedarse en la cama hasta el mediodía. Almudena Grandes: “Los besos en el pan”, pg. 36.

En un mundo caótico, adquirir libros es un acto de equilibrio al filo del abismo. Irene Vallejo: “El infinito en un junco”, pg. 12.

viernes, 16 de octubre de 2020

World Press Photo

 


No es un cuadro, es una de las fotografías de la Exposición de la World Press Photo 2020. Su autor es Daniele Volpe (Italia) y ganó el 3º premio en la categoría "Proyectos a largo plazo", con esta imagen de una víctima del genocidio Ixil, durante la Guerra Civil de Guatemala (1960-1996).

(Ver recomendaciones del mes en columna de la derecha).

miércoles, 14 de octubre de 2020

12 de Octubre: una fiesta confusa

El 12 de Octubre es festivo en España. Se celebra el Día de la Hispanidad, efeméride que desde 1913 se denominaba Día de la Raza. Hoy no se sabe qué se conmemora exactamente con ese día cuando España ya no es el viejo imperio que irradiaba su poder y su cultura más allá de ultramar y las antiguas colonias apenas apelan a sus raíces españolas para enorgullecerse de su identidad nacional y lingüística. Los tiempos han cambiado, las sociedades han evolucionado hacia una postmodernidad homogeneizadora y narcótica y las percepciones que se tienen de los aconteceres históricos han sido mediatizados por los valores y criterios del presente. ¿Qué celebramos entonces?

En realidad, un 12 de octubre de 1492 fue el día en que Cristóbal Colón “descubre” América, aunque él no supiera que orillaba un nuevo continente, sino las ansiadas indias orientales (las Molucas) a las que se dirigía en busca de una nueva ruta hacia el oeste que eludiera la vía portuguesa que bordeaba África. Sería Américo Vespucio el que, años más tarde, se daría cuenta que Colón había hallado un continente desconocido (Mondus Novus), que se extendía de norte a sur, en medio del Atlántico. Sin saberlo o no, la gesta del descubridor otorgaría a España la titularidad de unas tierras ignotas, que enseguida se lanzó a colonizar y evangelizar, inculcando su cultura, lengua y religión en aquel vasto territorio. Siglos después, el fruto de esa “conquista” que “civilizó” pueblos y barrió culturas, dejando una impronta imborrable en el mestizaje de razas, idiomas, hábitos y formas de ser, desde Texas y California hasta Argentina, es lo que se conoce como la América hispana. Y en España se festeja, a partir de 1958, como Día de la Hispanidad, asumiendo la denominación que propusiera Ramiro de Maeztu en 1931.

A pesar de los usos ideológicos de la fecha por parte de los distintos sistemas políticos habidos en España (desde el reinado de la regente María Cristina, la República, la Dictadura, hasta la actual democracia), lo cierto es que siempre se ha escogido el 12 de octubre como fiesta nacional, más por motivaciones políticas que históricas, para afianzar un sentimiento de orgullo nacional sobre unos hechos que debieran ser percibidos en nuestro país con mayor objetividad histórica (todavía hay debates sobre la hispanofilia y la imperiofobia del descubrimiento y sus consecuencias) y menos sentimentalismo patriotero. Es decir, menos desfiles militares y más estudios y charlas sobre lo que fuimos, hicimos y somos como pueblo o nación y sobre nuestros lazos y relaciones con Latinoamérica.  

Es verdad que una mayoría de países celebra una fiesta nacional con la que conmemoran algún acontecimiento fundacional de su historia, fundamentalmente la independencia de una potencia colonial. España, cuya formación como Estado-nación moderno obedece a otras causas de su devenir histórico (no dispone de una fecha precisa a partir de la cual se configura como país o estado), ha escogido el 12 de octubre para arraigar un sentimiento nacional, relacionándolo con la empresa de la “hispanidad” que llevó a cabo en América a partir del descubrimiento. Creo que son hechos diferentes que debieran resaltarse por separado, si ello fuera posible a estas alturas. Una cosa es el sentimiento nacional en España, sometido incluso aquí a presiones centrífugas identitarias, y la identidad hispánica de muchas naciones del Nuevo Mundo, algunas de las cuales exigen actualmente reparación y disculpas por los atropellos cometidos a los pueblos indígenas durante la conquista española. Conquistar y ser conquistado son sensibilidades distintas cuando no opuestas. Por tal razón, existe poca pedagogía (histórica) y mucha conflictividad (política) en la fecha del 12 de Octubre como Día de la Hispanidad, que en la península se vive como Día de España.

En unos momentos, como los actuales, de permanente revisión del pasado y una creciente percepción de lo indígena como una Arcadia feliz a la que volver, con derribo de estatuas y exigencias de reparación de hechos de los que los contemporáneos no pueden ser responsables, parece aconsejable aprovechar estas fechas tan significativas para dedicarlas a la reflexión desapasionada y conjunta de aquel pasado común, en el que confluimos en la historia, para comprender el presente de todos los pueblos implicados, sus derechos y aspiraciones como sociedades modernas, la pluralidad cultural que florece desde una misma lengua, los fenómenos migratorios que revierten la colonización y el papel y lugar de Hispanoamérica en un mundo sin fronteras y globalizado.

Más que banderas y uniformes que se regocijan en lo que ya no es ni como recuerdo, mejor sería celebrar la vocación de los pueblos iberoamericanos por el reconocimiento de sus raíces y su identidad en el contexto de un pasado histórico compartido, del que se parte para la construcción de sociedades modernas que basan su dinamismo en la confluencia de intereses, visiones del mundo y aprovechamiento de las sinergias de lo que los unen antes que en las discusiones estériles de lo que los separan.

España haría bien en diferenciar una fiesta nacional de la efeméride del nacimiento de lo que se conoce como hispanidad, ese mundo complejo de pueblos y naciones condicionadas por una lengua compartida y un mestizaje que caracteriza sin complejos a Iberoamérica, relegando añoranzas de un pretérito de idealizado indigenismo virginal, del mismo modo que España no puede aspirar a la época imperial ni a los tiempos de los reyes godos o los reinos musulmanes. El pasado es pasado aquí como en América. Quienes promueven estas diatribas con la Historia son populismos de ambos lados del Atlántico que persiguen fines políticos particulares y no una exégesis de la historia ni una antropología de sus pueblos. Aquí y allá.

lunes, 12 de octubre de 2020

La era Trump

Si la (buena) suerte fue el factor determinante que favoreció a Donald Trump ganar las elecciones en 2016, parece ser que la (mala) fortuna será también la que determinará su previsible derrota el próximo mes de noviembre. La ventura mediático-populista de hace cuatro años, ayudada por hackers soviéticos, posibilitó un triunfo que nadie preveía, pero será el azar pandémico, que no ha sabido gestionar ni enfermando él mismo, lo que previsiblemente decantará su derrota tras su primer y, con suerte, único mandato. La era Trump, por tanto, puede considerarse enmarcada más por golpes de suerte que por acontecimientos razonables. Tanto su elección, con menos votos pero más compromisarios, como la legislatura que ha protagonizado -improvisada, errática y impulsiva- descansan en ese populismo conservador, supremacista y nacionalista que emana de la propia personalidad del mandatario: un ser ególatra, mentiroso, racista, tramposo, narcisista, machista, mediocre intelectualmente y egoísta, al que sólo le importa él mismo y poder triunfar a cualquier precio. Si otra carambola de la suerte no desbarata las previsiones, la era Trump representará sólo un breve paréntesis que pasará con más pena que gloria a la historia, y que nadie querrá recordar, salvo los descerebrados filofascistas de extrema derecha.

El legado del ínclito Donald Trump consistirá, sobre todo, en la negación y el repliegue, lo que le ha permitido aparentar estar siempre en permanente ofensiva contra todo y contra todos, aliados incluidos, por supuestamente devolver a América su grandeza y esplendor, al parecer perdidos por sus predecesores, en especial por Barack Obama, su bestia negra, al que tiene especial antipatía. Su objetivo ha sido auspiciar una reacción a las “esencias” y valores ultranacionalistas que consideraba abandonados por culpa del consenso, la multilateralidad, la globalización y la relación ecuánime con el resto del mundo. Pero, también, por esa especie de complejo de inferioridad que hace que el reconocimiento de derechos a las minorías y la igualdad a las mujeres sean percibidos como una cesión vergonzosa que debilita y vuelve vulnerables a esos supremacistas blancos y protestantes en los que se apoya y representa Trump, hasta el extremo de “comprender” su violencia y ampararla para que se mantengan atentos en caso de una derrota electoral. Nunca antes ningún presidente había amenazado con amparar la violencia en caso de un resultado electoral adverso. A Trump, en cambio, se le tolera cualquier boutade.

No hay duda que Donald Trump, además de cuestionado presidente, es un político (lo que es mucho suponer) receloso de la democracia, con tendencias autoritarias y carente de escrúpulos para manipular y debilitar las instituciones del sistema democrático, del que se vale y abusa para lograr sus particulares intereses. No le importa sembrar la desconfianza en el Servicio Postal, el recuento de votos, el Tribunal Supremo (si no impone una mayoría afín), el Ejército (a cuyos reservistas tacha de cobardes), las manifestaciones públicas (socialistas radicales), el Partido Demócrata (antipatriota) y cualquier cosa (país, persona, institución, empresa, etc.) que le contradiga o le lleve la contraria.

La crispación y división social que Trump ha provocado en EE UU puede degenerar en un serio peligro para la convivencia de consecuencias incalculables. Su apelación a los Proud Boys, supremacistas blancos armados, si no gana las elecciones, es tan temeraria como preocupante en un país con más armas que habitantes, tanto que muchos temen sangrientos enfrentamientos entre civiles. En opinión de Ramón Lobo en Infolibre, ni siquiera una guerra civil se podría descartar. Y todo ello como consecuencia del ambiente de fractura social que el propio Donald Trump se ha encargado de potenciar.

Y es que Trump no sólo ha negado derechos asistenciales a una parte de la población, al revocar las prestaciones sanitarias que el Obamacare ofrecía a los más desfavorecidos, sino que ha querido expulsar a los hijos de inmigrantes irregulares criados, educados y sin otra nacionalidad que la norteamericana. Su afán negacionista de cualquier realidad compleja, como es la cohesión social, no sólo es sectario, sino patológico.

Donald Trump lo niega todo. Se niega aceptar el cambio climático y, por ello, sacó a EE UU del Acuerdo de París sobre el clima y se niega a seguir sus recomendaciones para la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. Niega también la multilateralidad comercial, por lo que rompió los acuerdos de cooperación económica suscritos con países en crecimiento de la región del Asia-Pacífico, cuyo objetivo era contrarrestar la emergencia político-económica de China. También invalidó el Acuerdo de Libre Comercio con México y Canadá para reemplazarlo por otro que, en teoría, otorgaría mayor “protección” a los trabajadores de EE UU, cosa que está por ver.

Su negativa a todo lo que considera una desventaja para EE UU le llevó a romper hasta acuerdos estratégicos de Defensa, como cuando decidió la retirada del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio. La ruptura de ese tratado, que contribuyó a poner fin a la guerra fría, aboca a su país a una nueva carrera armamentística con Rusia, con la que establecía aquel tratado. Poco después, se desmarcó del acuerdo nuclear con Irán, avalado por Rusia y la Unión Europea, e impuso sanciones a Teherán con el pretexto de que los persas orientaban su programa hacia fines militares, con el propósito de dotarse de la bomba atómica. De nada valió que Irán asegurase que su programa nuclear perseguía fines pacíficos (energía eléctrica) ni que permitiera que el Organismo Internacional de Energía Nuclear controlase el desarrollo del programa. Trump esgrimió, incluso, que Irán no había firmado el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares, un tratado que ninguno de los nueve países que disponen de la bomba atómica han suscrito, incluido EE UU y, por cierto, Israel, que jamás ha reconocido que la posee, sin que ello le procure castigo alguno.

Es tal la obsesión de Trump por negar cualquier cosa y replegarse al aislacionismo y la política unilateral que ha conducido a Estados Unidos a retirarse de la Unesco, el organismo de la ONU para la Educación, la Ciencia y la Cultura, alegando su presunta inclinación antiisraelí. Blandiendo la misma escusa, abandonó también el Consejo de Derechos Humanos de la ONU por cuestionar la actuación de Israel con los palestinos. Como no se quedó satisfecho, también cortó la aportación de EE UU a la Agencia de la ONU para los Refugiados Palestinos, una aportación que ya había rebajado anteriormente, en claro apoyo incondicional al Gobierno sionista en su conflicto con la Autoridad Palestina. Trump secunda cualquier iniciativa, por ilegal que sea, de Israel. De hecho, trasladó la embajada norteamericana desde Tel Aviv a Jerusalén, cuando el Gobierno hebrero decidió unilateralmente declarar esa ciudad capital del Estado judío, contraviniendo consensos internacionales que le otorgaban un estatus especial como sede de las tres religiones monoteístas abrahámicas. De igual modo, secundó la integración definitiva a Israel del territorio ocupado de los Altos de Golán, pertenecientes a Siria. La parcialidad que muestra Donald Trump en el conflicto que enfrenta a palestinos e israelíes es descarada, negando cualquier validez a las razones y demandas, aunque sean históricas y justas, de Palestina. Participa incondicionalmente de la versión hebrea.  

Pero la gran obsesión de Donald Trump, con la que consigue atraerse el voto de quienes la perciben como una amenaza, es la migración. No sólo le niega ningún beneficio, sino que la considera causa de todos los problemas que aquejan a la sociedad estadounidense. No se cansa recriminar a los inmigrantes de ser criminales, violadores o parásitos “que vienen a robarnos puestos de trabajo” (¿les suena la retahíla?), cuando en realidad son fuente de mano de obra barata que se encarga de los trabajos más bajos que los naturales no quieren hacer. Después de inocular el miedo al inmigrante, prometió construir un muro a lo largo de la frontera con México para impermeabilizarla, sin que en cuatro años haya podido levantarlo. Decreta vetos a la entrada de viajeros en función de su procedencia de determinados países islámicos. Y como demostración de su “comprensión” del fenómeno de la migración, abandonó el Pacto Mundial de la ONU sobre Migración y Refugiados, actitud que imitaron otros países gobernados por populistas de extrema derecha, como Hungría, Austria, Israel o República Checa. Se nota, con ello, que Trump y sus adláteres no son partidarios de la multiculturalidad y la diversidad racial, como los nazis.

El legado de Donald Trump, aparte de la negación, consiste también en el repliegue hacia el aislacionismo y el proteccionismo. Además de las rupturas e incumplimientos de los acuerdos señalados, EE UU, bajo la presidencia del actual mandatario, han seguido con obcecación una política basada en la “doctrina del abandono”, como ya es conocida por muchos analistas. Cada vez que, en el complejo campo de las relaciones internacionales, percibe que los intereses de EE UU no prevalecen, Trump no vacila en amenazar, y materializar la amenaza si no lo consigue, con su salida del foro en cuestión. Es, justamente, lo que pasó cuando anunció su salida de la Organización Mundial de la Salud (OMS) porque no se alineaba con sus acusaciones contra China, a la que señalaba por “crear” y “propagar” el coronavirus de la Covid-19 -el “virus chino”, como lo llama- causante de la pandemia que asola al planeta. Y por no advertir con más antelación de su gravedad e importancia. Que los pasos de la ciencia sean más lentos y seguros que los que convienen a la política, no entra en la mollera de un presidente que actúa de forma propagandística y simplista.  

Con esa misma excusa, Trump también anunció que abandonaría la Organización Mundial de Comercio (OMC) si esa especie de tribunal internacional de apelación no favorece con sus dictámenes los intereses comerciales de USA en los conflictos que provoca con otras economías. Las ayudas estatales que reciben tanto Boeing como Airbus, consideradas ambas contrarias a la libre competencia, son el motivo de la controversia con la OMC. Esa doctrina del abandono la utiliza incluso para presionar a los “aliados”, amenazando con salirse de la OTAN (Tratado del Atlántico Norte), si los Estados miembros no aumentan considerablemente su contribución económica con el organismo militar. Y, así, podríamos seguir con otros ejemplos.

Pero es algo que no esperaba lo que hará que abandone la Casa Blanca. Una imprevisible y enorme crisis sanitaria, que ha afectado a la mayoría de los países del mundo cual fichas de dominó, es la que ha apagado la “estrella” de Donald Trump, mostrándonos un monarca desnudo, incapaz de gestionar un problema real que castiga inmisericorde a sus compatriotas, causando más de 200.000 muertos y millones de contagios. Como dice The New England Journal of Medicine, la principal revista médica de EE UU, la pandemia ha sido un test para medir a los líderes de EE UU, demostrando que no están capacitados. “Recibieron una crisis y la convirtieron en una tragedia”, concluye la revista, cuestionado la gestión de Donald Trump. Y esta mala suerte al final de su mandato probablemente sea la que lo mande a seguir haciendo trampas con sus particulares negocios inmobiliarios, pero lejos de los intereses generales de la ciudadanía. Todo es cuestión de suerte. ¡Ojalá!  

jueves, 8 de octubre de 2020

domingo, 4 de octubre de 2020

¡Qué semanita!

Se ha muerto el “padre” de Mafalda, dejando huérfana y muda a la niña filósofa y sin sus observaciones a todos sus seguidores; Donald Trump ha cogido la Covid-19, después de tanto menospreciar la enfermedad y las medidas de prevención, siendo ingresado en un hospital militar, por supuesto, donde su estado es todo un misterio, y a pocas semanas de las elecciones presidenciales en las que no partía como favorito; Isabel Ayuso, la presidenta de la Comunidad que se ha visto obligada a confinar gran parte de Madrid, sigue creyendo que sus medidas de descontrol son las que logran reducir la pandemia y que las del Gobierno, a quien solicitó ayuda para después rechazarla, son las que promueven los contagios. A punto ha estado de exponer a los habitantes de la Comunidad que dirige a la descabellada “inmunidad de rebaño”, la que hace desaparecer la enfermedad después de contagiar a toda la población y no poder transmitirse más, previo porcentaje de muertos, que no se sabe a quién endosaría.

Al mismo tiempo, Quim Torra ha sido inhabilitado para presidir la Generalitat de Cataluña: ya son dos “honorables” presidentes de aquella Comunidad Autónoma los que han tenido que apartarse del cargo de manera abrupta y no por el resultado de las urnas. El anterior president, Carles Puigdemont, se halla huido, prófugo de la Justicia, por celebrar un referéndum ilegal para declarar una independencia que no tiene cabida en el marco constitucional de España. Y, ahora, Torra, apeado por desobedecer también las leyes al poner una pancarta en el balcón de la Generalitat durante una campaña electoral, ignorando la exigible neutralidad de las instituciones en procesos electorales. Ha sido sustituido, hasta nuevo nombramiento, por su vicepresidente, Pere Aragonés, militante del Esquerra Republicana, también independentista, pero menos radical.

Todo ello se circunscribe en un momento en que la derecha, en su conjunto (PP, Ciudadanos y Vox), acusa al Gobierno de no defender la monarquía ante las opiniones de algunos miembros del Ejecutivo, que cuestionan el sutil reproche del rey de llamar al presidente del Consejo del Poder Judicial, para decirle personalmente que le hubiera gustado asistir, al no ser autorizado a presidir un acto de entrega de diplomas a jueces de Cataluña. A pesar de que todos los actos del rey deben ser refrendados por el Gobierno, la oposición percibe esta decisión del Ejecutivo como una concesión a los partidos independentistas catalanes, cuyos votos podrían permitir la aprobación de los Presupuestos. Le achacan de apoyarse en votos de independentistas. Sin embargo, el PP, que gobierna algunas comunidades gracias a los votos del ultraderechista Vox, no cuestiona los apoyos de un partido que está en contra del Estado de las Autonomías, de las ayudas a la igualdad de la mujer, que niega la violencia machista y que proclama la salida de la Unión Europea. Eso sí, defiende ciegamente a la monarquía, cuanto más absolutista, mejor.

Y en Andalucía, aparte del cambio de logo de la Junta, el Gobierno regional continúa en plena campaña propagandística para exhibirse como modelo de gestión que no para de cosechar éxitos y más éxitos y, de paso, ir dando oportunidad a la iniciativa privada en la provisión de servicios públicos. Así, firma convenios transfronterizos con Portugal, acuerda medidas ecológicas, promete ayudas al sector agrícola, pretende incentivar el turismo, contrata personal de refuerzo donde haga falta, sigue asegurando que bajará los impuestos y que reduce el número de altos cargos de la Administración para recolocarlos en otro puesto, etc., sin que ninguna de estas medidas surta efectos. Como Madrid, reclamaba con insistencia la recuperación de las competencias en materia de salud pública para combatir la pandemia, para luego achacar al Gobierno central la constante aparición de nuevos focos de contagio, la falta de previsión para reforzar la sanidad, la vuelta “segura” a los colegios y cualesquiera asuntos que son de competencia autonómica. Andalucía se adhiere a la estrategia de confrontación que de manera singular lidera la comunidad de Madrid. Pero a su favor, cuenta con la suerte de que nuestra región no sufre el embate más virulento de la pandemia. Algo es algo.

¿Qué va a pasar la semana que viene? Como esto siga así, puede suceder cualquier cosa, incluso que hallemos vida en Venus. ¿O esto ya se ha anunciado?

jueves, 1 de octubre de 2020

¿Es seguro el cole?

El curso escolar, en este año tan extraño de pandemia, ha comenzado con más miedos y vacilaciones que nunca. Salvo en casos de guerra, la apertura de los colegios nunca había sido tan problemática y controvertida. Y en ambos casos, es el temor a que las aulas no sean un lugar seguro para la salud y la vida de los niños y sus familiares lo que convulsiona el inicio del curso escolar. Existen fundados riesgos de que las medidas oficiales, más propagandísticas que eficaces, no son capaces de reducir, menos aún de eliminar, los contagios. Pero, a pesar de ello, los padres se debaten entre llevar sus hijos a la escuela, dada la obligatoriedad de la enseñanza, o retenerlos en casa y educarlos a distancia, los que puedan permitírselo. La mayoría, con todos los miedos en el cuerpo, opta por escolarizarlos como única alternativa que les posibilita dedicar tiempo a sus ocupaciones profesionales. No todos tienen con quien dejar a los niños. Y confían, con cierta incredulidad, en las medidas oficiales que aseguran que el medio escolar es más seguro que otros ambientes sociales. Sin embargo, no dejan de preguntarse: ¿Es seguro el cole?

Las autoridades han argumentado que la razón que les mueve a abrir las escuelas es, por un lado, la adopción de medidas de seguridad y prevención que mitigan los contagios entre el alumnado y el profesorado (mascarillas, geles de desinfección, distancia de separación interpersonal, reducción de la ratio por aula y grupos de convivencia estable). Y por otro, que el impacto del cierre de los colegios y la ausencia de escolarización repercute, no sólo en el derecho a la educación de los niños, sino también en el incremento de la desigualdad social y trastornos de la actividad, además de impedir el papel de los centros educativos como transmisores de información a los chicos y sus familias sobre medidas de protección contra la pandemia.  Parecen razones convincentes, si se cumplieran.

Porque lo cierto es que, aunque se creen “grupos burbujas”, los escolares se mezclan entre sí antes de entrar o al salir de las escuelas. Incluso hay padres (o madres) que trasladan a amigos de sus hijos, pertenecientes a otro grupo de convivencia, en el coche junto a su retoño. Y esto, en primaria. Que lo que sucede en secundaria es aún peor. ¿De qué sirve separar si luego se van a juntar? Por otra parte, las ratios por aula (25 alumnos por clase) es, por no decir imposible, de complicado cumplimiento, puesto que obligaría a construir más aulas, contratar más maestros o doblar turnos para impartir clases por las tardes o de manera “on line”. Y como no se ha levantado ni un colegio adicional a los ya existentes ni se ha incrementado la plantilla del profesorado de manera significativa, las ratios se mantienen como estaban o, si han disminuido algo, se debe a las ausencias de algunos alumnos a clase. Ello condiciona el cumplimiento de la distancia interpersonal, que brilla por su ausencia. El área útil de un aula es la que es y no se estira para albergar a 25 alumnos, y no digamos 30, separados entre sí por un mínimo de 1,5 metros de distancia. Esta “aglomeración” o aforo que se tolera en las escuelas no se consiente en el hogar ni en ningún establecimiento público, abierto o cerrado (reuniones de máximo 6 personas), en cumplimiento de las últimas normas dictadas por la Junta de Andalucía para contener la segunda ola de la pandemia que estamos sufriendo.

El grado de incertidumbre entre padres y profesores es, no sólo elevado, sino estresante. La desconfianza y la angustia hacen mella en ambos colectivos, hasta el extremo de que hay progenitores que continúan en la duda de si llevar sus hijos al colegio y profesores que avisan a los padres para que aíslen a sus hijos por una simple carraspera. Nadie está seguro de nada. Y menos aún en la escuela. Las medidas que adoptan las autoridades gubernamentales, presuntamente aconsejadas por comités de expertos, parecen responder antes a lo deseado (económica o electoralmente) que a lo plausible o conveniente, puesto que las bondades de abrir los colegios sobre los riesgos de transmisión comunitaria de la pandemia no se apoyan en pruebas científicas ni en estudios experimentales, como lo demuestra el progresivo cierre de aulas o colegios tras detectarse focos de contagios. Y eso que todavía no ha comenzado la época de los resfriados y las gripes.

No irradia seguridad ni confianza que medidas de prevención que son obligatorias para otros espacios, tanto privados como públicos, no se contemplen ni se cumplan en los colegios, por mucho que el derecho a la educación sea prioritario. Más prioritario aún es la protección de la salud y el derecho a la vida de todos los ciudadanos, incluidos los niños. Porque si se obvian estas medidas de seguridad en los colegios, estamos ofreciendo al virus una vía eficaz de propagarse a través de portadores asintomáticos al resto de la sociedad. Es, por tanto, inevitable que se refuercen y se respeten las medidas que las propias autoridades han establecido para la apertura de los colegios, sin ninguna excepción. Mientras todos y cada uno de los centros educativos no se rijan en función de estas medidas, los colegios no serán jamás espacios seguros. Y no hace falta recordar que esta pandemia está lejos de estar controlada.  

sábado, 26 de septiembre de 2020

Plateado Jaén


Era una deuda pendiente. La provincia nororiental de Andalucía, puerta de entrada y salida hacia la meseta, es más conocida por sus olivares infinitos que por su capital. Ignorancia del viajero. Descubrirla es una sorpresa. Y lo primero que sorprende de la ciudad de Jaén es su emplazamiento. No se la imagina uno ni tan aislada, no se pasa por ella si no es adrede, ni tan ondulada, trepando arrinconada por las faldas de los cerros que la guarecen y vigilan, con sus cuestas suaves que conducen hasta la Catedral y sus callejuelas desde las que se vislumbran las siluetas quebradas de las montañas. Jaén es una sorpresa agradable.

Quizá oculta tras el fulgor turístico de Baeza, Úbeda o las serranías de Cazorla, donde nace el gran río de Andalucía, y de Magina, la capital jiennense es una ciudad abarcable, hospitalaria y encantadora. La menos llana de las capitales andaluzas, incluida Granada, tampoco es una geografía de empinadas pendientes, salvo si el visitante queda atrapado por la curiosidad de subir al Castillo de Santa Catalina, enclave obligatorio desde el que admirar, aparte de los restos arqueológicos que legaron árabes, cristianos y hasta franceses, una de las panorámicas a vista de pájaro más hermosas de Jaén en su conjunto, entre un horizonte ondulado de colinas y valles.

Deambular por Jaén es, pues, estar expuesto a las sorpresas que asaltan al visitante. Porque sorprende la noble monumentalidad de su sólida Catedral, que se yergue con sus dos torres barrocas sobre los palacios burocráticos que bordean la plaza de la que parten las collaciones urbanas y la modernidad bulliciosa de bares y tiendas. Desde allí se puede pasear hasta el centro monumental y cultural de los Baños Árabes, que datan del siglo XI, los más grandes de Europa. Sobre ellos se construyó el Palacio de Villardompardo, sirviéndole de cimientos y quedando ocultos y enterrados bajo el edificio. Lo que se conserva, empero, es impresionante de la obsesión árabe por las abluciones, con restos de decoración almohade. Como lo es, igualmente, los tesoros arqueológicos que se exponen en sendos museos, el Provincial y el Ibero, organizados para dejar en el visitante un apetito de historia y cultura sobre el devenir histórico de Jaén y la importancia de su enclave.

Si a todo ello se añade la hospitalidad de sus gentes, la amabilidad con que te tratan y la riqueza de su gastronomía, bañada por ese oro verde de su aceite virgen extra que determina la economía de la región, lo menos que puedes sentir es sorpresa. Esa sorpresa sumamente agradable de descubrir una ciudad encantadora y bella que, desde su humildad escondida entre un mar de olivos, no tiene nada que envidiar a ninguna otra capital de Andalucía. Sólo la ignorancia del viajero la mantiene perdida por los cerros de Úbeda. Merece, pues, una visita. Se sorprenderán.

martes, 22 de septiembre de 2020

Incapaces al entendimiento

La política española es parca en entendimiento. Esa falta de entendimiento y de empatía entre los líderes de las formaciones políticas dificulta cualquier acuerdo o pacto que beneficiaría al conjunto de la ciudadanía, al país. El tacticismo de plazo corto y la obsesión por no facilitar ninguna baza al adversario conducen a una política de trincheras y confrontación en cualesquiera asuntos de la actividad pública. Ni siquiera una emergencia descomunal, como la pandemia del coronavirus que afecta al mundo entero, sirve de acicate para acercar posturas, dejar de lado rivalidades y colaborar de buena fe en una búsqueda de soluciones de las que nadie tiene patente de propiedad. El estado de alarma, el confinamiento, la falta de recursos y hasta el número de contagiados y muertos han sido utilizados para intentar culpabilizar al adversario, desconfiar o erosionar la gestión llevada a cabo y hasta para obstaculizar los esfuerzos del gobierno de turno ante un reto insólito de dimensiones continentales. Ningún mérito le será reconocido.

En España proliferan los vetos, vetos cruzados entre partidos políticos que sólo ofrecen su apoyo a cambio de expulsar a otros del mutuo entendimiento. Por eso en nuestro país es inimaginable una actitud como la alcanzada en Portugal, donde la oposición, lejos de enfrentarse al Gobierno, le ofrece su total colaboración para lidiar contra la pandemia: “Señor primer ministro, le deseo coraje, nervios de acero y mucha suerte. Porque su suerte es nuestra suerte”. Este fue el mensaje que le transmitió el líder de la oposición al jefe del Gobierno del país vecino. Justo lo contrario de lo que ocurre en España.  Si hasta al jugarnos la vida somos incapaces de entendimiento, cualquier otro asunto no merecerá mayor esfuerzo de colaboración y alianza. La bronca, los insultos y las descalificaciones serán los argumentos que saldrán de la boca de nuestros líderes para no ceder ninguna ventaja al contrincante. Que se hunda el país antes que reconocer bondades en el adversario. Tal parece la disposición de nuestros políticos en todo el arco parlamentario, incluidos los extraparlamentarios. Son profetas de la verdad absoluta, de la que son únicos poseedores, y del yerro absoluto, que siempre corresponde al otro, a cualquier otro que no figure en nuestras filas. Apenas existen zonas comunes de encuentro, lindes grises donde ninguna verdad es incompatible con otra, tímidamente transitadas en contadas ocasiones y de las que pronto se arrepienten, como si fuera una mancha, un desprestigio haber llegado a ellas para lograr algún acuerdo con el “enemigo”.

España es partidaria del tremendismo, del duelo a garrotazos, como lo pintó Goya, ese sociólogo del pincel que nos retrató con sus más negras pinturas. No estamos dotados para el diálogo, la dialéctica o la negociación sin apriorismos ni líneas rojas. O todo o nada. O conmigo o contra mí. Mis ideas o las tuyas, sin posible término medio. Y así nos va. En vez de progresar, retrocedemos. En vez de tolerancia, alimentamos la crispación en la convivencia entre los españoles. Fomentamos la división y la desigualdad en vez de buscar la unión y la prosperidad de todos y para todos. Incluso preferimos ser más pobres para no dejar que administre nuestros recursos un gobierno que no es de los nuestros. Boicoteamos los presupuestos de la nación y las instituciones del Estado con tal de poner piedras al adversario, confiados en que ya llegaremos nosotros a arreglarlo. No dejamos gobernar, ni el país ni una comunidad ni un ayuntamiento ni siquiera una peña folklórica, no vaya a ser que obtengan algún éxito, algún logro que puedan adjudicarse. Ya ni las críticas son constructivas porque no se acompañan de alternativas viables, creíbles, sinceras. Se cuestiona por obstruir, erosionar, descalificar, denostar, hundir al adversario. Para no lograr a ningún entendimiento.

Un país así está condenado a repetir sus errores, destinado a la mediocridad y al estancamiento. A ser contemplado desde el estereotipo injusto, con el sambenito despreciativo, con la miopía histórica. Porque no da muestras de avanzar, de modernizarse, de sacudir sus lacras, de unir a sus gentes, de tener unos gobernantes capaces de sumar esfuerzos en aras del bien común, de ambicionar estar a la altura de las democracias más envidiadas del entorno, de liderar nuevos retos y nuevos rumbos, de generar oportunidades. En vez de eso, seguimos instalados en el “y tú más”, en la necedad, la ceguera, la corrupción, el sectarismo, la intolerancia y el egoísmo, mires donde mires. Hacia arriba o hacia abajo. Porque abajo, muchos exigen ayudas pero son reacios a pagar impuestos. Reclaman hospitales, médicos, escuelas y maestros públicos y, sin embargo, votan al neoliberalismo de las privatizaciones. Quieren subvenciones pero engañan cuanto pueden a Hacienda. Declaran ERTEs sólo para aumentar los beneficios empresariales, lamentan la baja productividad pero no remuneran las horas extraordinarias. Y aspiran a trabajos para los que no están cualificados o en los que no rinden lo establecido.

Tanto arriba como abajo los abusos forman el caldo de cultivo que todo lo justifica, como si fuera la única defensa ante tanto atropello y arbitrariedad. Quien no abusa, roba o se aprovecha es tonto de remate, parece nuestro lema. De un pueblo así, inmensamente honesto pero en el que lucen y prosperan una minoría de pícaros, emergen los sinvergüenzas que acaban ocupando poltronas y privilegios. Y a estos no les interesa el entendimiento, que se les acabe el chollo. Por eso hacen lo imposible para que nada se resuelva y poder seguir impartiendo doctrinas y recetas inútiles que sólo valen para mantenerse en el machito. Es su trabajo: conservar el cargo. No saben hacer otra cosa. Brillan por su incapacidad al entendimiento. Ni siquiera por su propio país.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

¿Vida en Venus?

Ha causado gran expectación entre los profanos amantes de la Astronomía la noticia de que científicos de EE UU y Europa han hallado indicios de vida en el vecino planeta Venus. Leída así, tal parece que la noticia trata sobre huellas de improbables venusianos que habitaran un planeta que resulta totalmente inhóspito para los terráqueos. Hay que señalar que ese planeta, de un tamaño similar al de la Tierra pero en una órbita más cercana al Sol, es lo más parecido al infierno. Su temperatura sobre la superficie es de más de 400 º C y la presión atmosférica es la que mediríamos a 1.600 metros bajo el mar. Su atmósfera está compuesta por gases tóxicos, entre los que predomina el ácido sulfúrico. Allí moriríamos antes de llegar.

Pero no, la información se refiere a la detección en capas altas de la atmósfera de Venus de gas fosfano, un derivado maloliente del fósforo (trihidruro de fósforo, PH3), en cantidades que sólo podrían explicarse, de momento, por la actividad de ciertos microbios que viven en ambientes anaerobios, sin oxígeno. Y subrayamos “de momento” porque aún se ignora si existen otros mecanismos para producir este gas de forma geoquímica o fotoquímica en tales cantidades. Y es que la cantidad de fosfano rastreada es 10.000 veces más alta que la que podría producirse por reacciones abióticas, no biológicas, que los científicos descartan por improbables, dados nuestros conocimientos actuales. En esas capas altas, a unos 50 kilómetros de altura de la superficie, en las que la temperatura es de unos 20 º C y la presión similar a la de la Tierra, es donde se ha detectado la presencia de moléculas de fosfano en una concentración de 20 partes por mil millones, cuando en nuestra atmósfera es de una parte entre 10 billones. ¿Eso significa la existencia de vida en Venus? De ninguna manera, pero abre líneas de investigación al respecto.

En cualquier caso, proceda de donde proceda, la presencia de ese gas, considerado un marcador de la vida, supone un dato relevante en la búsqueda de la vida fuera de nuestro mundo, por muy remota que sea la posibilidad. Y lo más fascinante, que no hay que descartar nada por hostil que nos parezca el planeta en comparación con las condiciones de la Tierra. Venus, que hasta ahora se había quedado fuera de la investigación astronáutica, recupera con este hallazgo el interés de la curiosidad científica. Y es que la vida, en iniciales estadios microbianos, puede surgir donde no la imaginábamos. Como Venus.    

lunes, 14 de septiembre de 2020

Desunión latinoamericana

Todos los países de América Latina tienen que afrontar una disyuntiva estratégica en su relación con el todopoderoso vecino del norte, independientemente del tamaño, capacidad económica o ideología política de cada uno de ellos. Ante la inalterable voluntad de EE UU por mantener, cuando no reforzar, su hegemonía en el continente, los países latinos de América no tienen más remedio que apostar por alguna de estas dos posturas: o se alinean con los intereses de la Gran Potencia, sean cuales sean estos en cada coyuntura histórica, o se resisten a su afán imperialista y adoptan un camino propio, más o menos independiente, en defensa de sus particulares intereses nacionales, regionales e internacionales, lo que no evitaría seguir sometidos a la vigilancia, control y presiones del Gobierno norteamericano. No es fácil tomar ninguna decisión de esta alternativa.

Y no es fácil porque la interrelación y dependencia de estas naciones latinoamericanas, en los planos económico, político, comercial, militar e incluso social (migraciones), con EE UU es enorme y difícilmente esquivable, aún menos sustituible. Incluso, la viabilidad como Estado en alguno de ellos ha sido posible, no sólo al empeño de su población por constituirse en entidad soberana, sino a la aquiescencia o interés -o desinterés- de EE UU en favorecerlo. Ejemplos pueden ser Puerto Rico y Panamá, modelos distintos de naciones surgidas con el patrocinio yankie, al “apoyar”, en un caso, su independencia de la España descubridora (y alcanzar algo intermedio entre colonia y plena soberanía: el Estado Libre Asociado) o, en otro caso, “proteger” su construcción nacional (Tratado Mallarino-Bidlack), a cambio de obtener la cesión, administración y defensa del istmo estratégico que une los océanos Atlántico y Pacífico, mediante un canal construido y controlado militarmente -en “garantía de su neutralidad”- por United States of America (USA), naturalmente.

En todos los casos, se trata de relaciones asimétricas y desequilibradas entre una superpotencia y una serie de naciones apenas relevantes que sólo aspiran a no ser engullidas y utilizadas como marionetas por el poderoso coloso del Norte. Un temor latinoamericano y una tentación norteamericana que quedaron expresamente de manifiesto cuando el presidente James Monroe declaró, en 1823, que el continente quedaba fuera del ámbito colonizador de Europa. Es decir, que consideraba a toda América (de norte a sur) solar de exclusiva incumbencia norteamericana, enunciando aquello de “América para los americanos”. Y lo ha demostrado. Desde entonces, EE UU se ha portado con sus vecinos continentales según convenía a sus intereses, dispuesta siempre a intervenir o invadir cualquier país, injerirse en sus asuntos internos (fundamentalmente económicos) o asir los hilos desde la distancia de cuantas guerras, revoluciones, dictaduras y democracias han germinado en esa región del mundo.

El “ojo vigilante” de USA siempre está al acecho detrás de la nuca de los países latinoamericanos. Y sus “marines”, la CIA o las grandes corporaciones transnacionales han sido los instrumentos habituales con los que EE UU ha determinado el destino de cada uno de ellos. Es prolijo, al respecto, el número de invasiones militares (México, Cuba, Haití, Nicaragua, Panamá, Honduras, isla de Grenada, etc.), golpes de estado (Guatemala, Argentina, Chile, Bolivia, Paraguay, Uruguay, El Salvador, Brasil, Venezuela, Perú, República Dominicana, etc.) o expolios comerciales (United Fruit Company, Texaco, Chase Manhattan Bank, ITT, etc.) que evidencian la inalterable voluntad hegemonista y hasta imperialista de EE UU en el continente americano.

Viene esto a cuento porque, en la actualidad, tales relaciones desequilibradas siguen practicándose, siempre a favor del vecino del Norte. A pesar del anuncio de Barack Obama de no intervenir en los asuntos de América Latina, expresado en la Cumbre de las Américas de 2015, su sucesor en el cargo retoma las amenazas, las presiones y las injerencias en los asuntos latinoamericanos. Y no me refiero ni a Cuba ni a Venezuela, verdaderos “granos” heréticos en el zapato USA, sino al asalto “yankie” del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), cuya presidencia, puesto reservado tradicionalmente durante 60 años a un latinoamericano, acaba de conquistar el candidato seleccionado por Donald Trump, recurriendo a los “apoyos” de sus aliados en la región. No se trata de un hecho baladí ni de una jugada intrascendente. El BID es el principal recurso de financiación para los países de la zona y quien lo dirige establece la orientación de sus inversiones crediticias, fundamentales para el desarrollo regional.

Que, otra vez, consiga EE UU, saltándose normas y equilibrios históricos de la institución, doblegar a su antojo el funcionamiento de tan relevante instrumento financiero regional, es una muestra de su intromisión en los asuntos económicos del área latinoamericana. Es preocupante el interés y la voluntad mostrados por EE UU en controlar un órgano que debe estar enfocado a la atención de las necesidades de inversión y desarrollo de unos países en los que la pobreza y la carencia de infraestructuras lastran su economía. Y, lo que es peor, genera todo tipo de sospechas el hombre de confianza impuesto por Trump, casi en los últimos minutos de su mandato -si no resulta reelegido-, debido a las múltiples pruebas que ha exhibido su Administración en utilizar las instituciones como un arma política, cuando no de socavarlas, desnaturalizarlas o asfixiarlas financieramente (UNESCO, OMC, Pacto el Clima, Consejo de Derechos Humanos de la ONU, OMS, etc.), para la confrontación mundial y la defensa a ultranza de los exclusivos intereses de EE UU y su política proteccionista, aislacionista y unilateralista. Y ello será posible gracias a los votos de una América Latina dividida y desarticulada que no es capaz de mantener un proyecto propio ni una visión conjunta como ente regional no supeditado a los dictados de EE UU.

Es cierto que un número significativo de países latinoamericanos es vulnerable y dependiente de la política comercial y económica de EE UU, puesto que a su mercado dirigen el grueso de sus exportaciones. Pero olvidan o abandonan el propio comercio interregional, al que dedican escasamente el 15 por ciento de sus productos. Ahí radica la fortaleza intervencionista de EE UU. Una fortaleza que también se basa en la debilidad “atomizada” de unos “socios” que no logran articular una mayor integración y convergencia regional que les permita enfrentarse unidos, de “igual a igual”, con el poderoso vecino del Norte.  

Es triste, por tanto, que esta oportunidad de reforzar una posición conjunta haya sido desaprovechada, una vez más, al acatar y facilitar la voluntad norteamericana de controlar también el BID.  Es sumamente triste porque, aparte de las imposiciones comerciales, económicas, ideológicas, defensivas, sociales y culturales que ya sufre, ahora Hispanoamérica soportará, además, la intromisión USA en la administración de la entidad sobre la que pivota el desarrollo, el crecimiento y el progreso de toda la América hispana en su conjunto. Y todo por culpa de esa incomprensible e inalterable desunión latinoamericana. Y así les va.      

domingo, 13 de septiembre de 2020

Otoño existencial

Cuando la luz se vuelve tímida y el aire se entretiene en su propia liviandad, cuando el resplandor agita los visillos detrás de las ventanas y los árboles palidecen para saludar desnudos la inminente llegada del invierno, es entonces, precisamente, cuando me sumerjo en el vacío de mi vida y exploro la precariedad de todo cuanto he pretendido ser. Durante ese tiempo de plomiza apariencia, que cuelga nubes en el cielo y oscurece y merma los días, me tumbo en el diván de mi alma para que me interrogue un silencio nostálgico.

Preso de un sentimentalismo cíclico, que se acomoda a las estaciones, aguardo que la naturaleza mude su piel, dispuesta a combatir con su letargo un frío que ya presiente, para hacer repaso del tiempo malgastado en mi existencia y el fracaso de un proyecto que nunca supe o, tal vez, no quise siquiera emprender. Entonces, se difuminan, como la luz de estos días, mis ínfulas o ambiciones, me refugio en la tranquilidad feliz de los ociosos e intento huir a través de las cortinas de mis pensamientos, con ojos entornados de timidez, mientras amarillean los blanquecinos cabellos que adornan mi decadencia. En tales momentos de lucidez, adquiero consciencia, con toda su miserable crudeza, de haber sido arrollado por un tiempo crepuscular que alcanza, tarde o temprano, a todos los que han sido empujados a deambular por este mundo. Es, entonces, cuando me dispongo apurar, otro año más, el otoño de mi vida, como si fuera la última oportunidad que se me brinda. Y vuelvo a intentarlo. Intento hallar motivos de que mi vida ha merecido la pena y que he sido agraciado con el disfrute de este otoño existencial.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

Racismo en EE UU

Ante los últimos acontecimientos de índole racista que están produciéndose en Estados Unidos de América (EE UU), y que brotan como guindas que extienden su virulencia a gran parte del país, no puede uno dejar de preguntarse qué es lo que hace resurgir un fenómeno que parecía estar superado en aquella sociedad desde hacía tiempo. No es necesario recordar que se trata del mismo país que hace apenas cuatro años estaba gobernado por el primer presidente afroamericano de su historia y que a punto estuvo de elegir a la que hubiera sido, también por primera vez, la única mandataria femenina en ocupar la Casa Blanca.

En una sociedad tan plural, diversa y moderna como la estadounidense, que no parecía tener prejuicios raciales o sexuales a la hora de elegir a sus gobernantes, ofreciendo una lección al mundo de igualdad social y política, causa relativa sorpresa que ahora emerjan actitudes tan deplorables de racismo, xenofobia, sectarismo e intolerancia, que son, en el fondo, las mechas que encienden esas protestas, la violencia policial, los disturbios y las manifestaciones multitudinarias que actualmente se extienden por toda la geografía estadounidense. Y que hacen que, por su intensidad y extensión, constituyan la reacción racial más grave de la historia de EE UU, como la califica el experto en movimientos sociales Neal Caren, profesor de Sociología de la Universidad de Carolina del Norte. ¿Cómo se explica esto?

En primer lugar, no hay que olvidar que, desde su fundación, ha existido racismo en EE UU. Se trata de una sociedad construida por sucesivas oleadas de inmigrantes que, para su arraigo y prosperidad, siempre han procurado imponer sus valores e intereses sobre los demás. Tanto es así que, al poco de establecerse el primer asentamiento de ingleses en Norteamérica, ya se descubren documentos que evidencian la existencia de esclavitud negra en la construcción de la nueva nación. Y durante la conquista, hacia el oeste, de aquel amplio territorio, esos primeros colonos no dudaron en arrebatar terrenos y expulsar a sus nativos, eliminándolos o confinándolos en reservas, en lo que se asemeja a un auténtico genocidio de los indios nativos norteamericanos. Que lo que queda de la cultura y rituales de esas comunidades nativas sea la versión edulcorada que los blancos ofrecen como espectáculo al mundo, con John Wayne como un icono del supremacismo blanco, es la evidencia palpable del exterminio de un pueblo y su aniquilación cultural por motivos raciales. La única identificación del ciudadano actual con los nativos norteamericanos es la industria cinematográfica del Far West. Un cliché.

Y, en segundo lugar, en la expansión de la colonización de EE UU, los terratenientes anglosajones necesitaron de la esclavitud para laborar y explotar aquellas tierras, ya libres de nativos. Desde un primer momento, comenzaron a traer y comprar prisioneros africanos para esclavizarlos y someterlos a trabajos pesados. La explicación es sencilla: la esclavitud les resultaba más rentable y “productiva” que contratar a trabajadores blancos. A partir de entonces, la “marginación” de los nativos americanos, la esclavitud de los africanos y sus descendientes y la segregación racial de los negros siempre han estado presente, de manera más o menos latente, en la sociedad de EE UU. Y, a pesar de los esfuerzos que ha llevado a cabo para combatir este racismo, como la abolición de la esclavitud (Lincoln, 1865) y la derogación de la segregación racial (Ley de Derechos Civiles, 1964), lo cierto es que perduran en EE UU ramalazos racistas entre la mayoritaria blanca protestante, que aún desconfía del crecimiento e influencia de las minorías étnicas de su población.

Como afirma el escritor Colson Whitehead, ganador de los premios National Book Award y Pulitzer, “ha habido supremacistas blancos, racistas y corruptos en la historia estadounidense durante 400 años. Lo que sucede es que ahora uno ha sido elegido presidente…” Es incuestionable que el “comburente” del incendio racista de la actualidad en EE UU lo proporciona en cantidades ingentes un presidente que no es reacio a utilizar la xenofobia y el racismo por intereses electorales, exacerbando a la supremacía blanca, “comprendiendo” la violencia policial, amparando la posesión y el uso de armas de fuego y discriminando a las minorías negras, hispanas o musulmanas, entre otras, a las que criminaliza de todos los males que padece la sociedad norteamericana. Un presidente así no está exento de responsabilidad por el resurgir del fenómeno de racismo que parece estructural de la sociedad norteamericana, incapaz de erradicarlo definitivamente.  

Al agitar ese racismo larvado cada vez que cree le favorece, como, de hecho, hace cuando propaga la duda sobre la nacionalidad de Barack Obama, anteriormente, y de Kamala Harris, hace poco, por el color de su piel y no por el lugar de nacimiento, y cuando no cuestiona, alineándose con los que deshonran el uniforme, los casos de violencia policial contra la población negra que se multiplican por toda la nación, no puede resultar extraño que los manifestantes y los movimientos sociales de derechos civiles personalicen en Donald Trump su ira y descontento. Hasta uno de cada diez estadounidenses han participado en alguna de esas manifestaciones. Se trata, bajo el lema Black Lives Matter (las vidas negras importan), del movimiento de protestas sociales más relevante desde los tiempos de Martin Luther King, que por desgracia coincide con los meses decisivos de la campaña electoral en la que Trump busca su reelección.

Desde que resultó elegido, el presidente no ha dejado de sembrar la cizaña del odio racial, “comprendiendo”, en unos casos, las agresiones racistas de Charlottesville, o siendo “equidistante” en todos los actos de violencia policial contra los afroamericanos acaecidos durante su mandato, como el que generó las actuales protestas por la muerte por asfixia del ciudadano George Floyd. No sería la última víctima ni la primera. Antes y después se han producido otros episodios de abusos policiales, como el de Ahmaud Arbery, disparado por un expolicía, Breonna Taylor, muerta en el asalto de su casa por la policía, y Jacob Blake, tiroteado por la espalda al ser arrestado, entre otros. La gravedad de este racismo sistémico contra los negros en EE UU es evidente con un dato: el 24 por ciento de los muertos a manos de la policía son personas afroamericanas, a pesar de que su población no representa más del 13 por ciento del total. Es decir, un ciudadano negro tiene más del doble de posibilidades de morir en un enfrentamiento con la policía que uno blanco, según datos de la ONG Mapping Police Violence. Trump lo sabe y no le importa utilizarlo a su favor.

La realidad es que Donald Trump es el representante de los supremacistas blancos y de los poderes económicos de las industrias de armas, las farmacéuticas y las petroquímicas del país. También lo es de los nostálgicos del Ku Klux Klan, de los populistas del ultranacionalismo que aspiran a un aislacionismo endogámico en la economía y el comercio, y de todos los reaccionarios del ultraliberalismo que desprecian el multiculturalismo y la multilateralidad en las relaciones internacionales. Con semejante mentalidad racista, negacionista, misógina, ultraconservadora y neofascista con que Trump ha “desbaratado” el orden mundial, ha emprendido “guerras” comerciales, ha “deshecho” consensos internacionales, ha “torpedeado” organismos mundiales y ha “polarizado” a la sociedad norteamericana, exacerbando el odio y el sectarismo racial, no resulta descabellado que medio país se levante para protestar contra un resurgir del racismo y la violencia que achacan a su particular gestión como presidente.

Aunque condicionado por ella, la historia no lo explica todo. Mucho de lo que pasa en la actualidad, en un país que favoreció las libertades, los derechos civiles, la democracia, el libre comercio, la igualdad de oportunidades, los organismos de regulación y control internacional, y la globalización, entre otros avances, es debido a la mediocridad e ignorancia de dirigentes contemporáneos y a la irresponsabilidad de sus decisiones. A populistas sin escrúpulos que no dudan en mentir y revivir fantasmas de la discordia con tal ganar un puñado de votos. Gente que, en vez de hacer pedagogía de valores cívicos que unan a los ciudadanos en una convivencia pacífica, superando lacras históricas, se dedican a profundizar la división y el enfrentamiento entre ellos. Y a falsear a su conveniencia la realidad y sus retos. A valerse de la “posverdad” (mentira emotiva) para conseguir fines que sólo buscan la propaganda mediática en vez de la solución de los problemas. Y a plantear falsas disyuntivas, como cuando se contrapone seguridad frente a libertades para tratar el fenómeno de la migración, o ley y orden frente a anarquía para describir unas manifestaciones públicas que en más del 93 por ciento son pacíficas.

El racismo y la intolerancia social que convulsiona a EE UU hoy en día es fruto de la demagogia y la manipulación malintencionada de gobernantes del presente y no, exclusivamente, de herencias del pasado. Pero serán los propios norteamericanos los que paguen, como se está viendo, las consecuencias incendiarias de quienes avivan las llamas del odio y el racismo en su país. Aunque el resto del mundo también salga chamuscado.

viernes, 4 de septiembre de 2020

Las velocidades de la Justicia

Casi de manera simultánea, dos recientes noticias han puesto de relieve las distintas velocidades con las que actúa la Justicia. Una, el inicio en París del juicio a los acusados de haber colaborado en los atentados contra la revista satírica Charlie Hebdo, contra la policía y contra el supermercado judío Hyper Cacher; y otra, la sentencia de una magistrada de La Coruña, que ha declarado nula la compra-venta del Pazo de Meirás, un fraude para poder escriturar a su nombre aquel inmueble, con el que el dictador Francisco Franco se “apoderó” de la antigua residencia de Emilia Pardo Bazán. La sentencia falla que el palacio es propiedad del Estado.

Son dos asuntos que evidencian las distintas velocidades con las que se mueve la justicia: la primera se produce a los cinco años de los hechos terroristas; la segunda, ochenta y dos años después de una apropiación caprichosa. En cualquier caso, y a velocidades distintas, la acción de la justicia logra hacer prevalecer la ley en actuaciones penales o que intentan burlar la legalidad.

Devolver la propiedad al Estado, como falla en su sentencia la magistrada de la Audiencia Provincial de La Coruña, declarando nula la supuesta “donación” que en 1938 hizo el pueblo gallego al general victorioso de la sublevación que provocó una Guerra Civil en España, es restituir la verdad y la justicia sobre un acto de apropiación indebida, movido por mero lucro personal, de un inmueble considerado histórico. Sin entrar a valorar la supuesta “voluntariedad” por la que se obligó a los gallegos, “desde el más potentado al más humilde”, a participar en una amañada “suscripción pública”, promovida por las autoridades del emergente régimen  franquista para agasajar al Caudillo “regalándole” aquel palacio, la magistrada se limita a estimar la demanda interpuesta por el Estado de que la propiedad del inmueble le pertenece, puesto que la “donación” se efectuó al autoproclamado Jefe del Estado y no al individuo particular.

Desestima, de ese modo, los argumentos de los descendientes de Franco, que consideran el inmueble una propiedad heredada, puesto que disponen del documento de compra-venta, datado en mayo de 1941, que atestigua estar escriturado a nombre del dictador. En la sentencia, la magistrada declara la nulidad de dicho documento y califica de “ficción” el trámite llevado a cabo con él, pues se utilizó con el único propósito de poner el bien a nombre del dictador.

Lo que siempre ha sido evidente para la ciudadanía, excepto para la familia Franco y sus acólitos, es ahora reconocido de manera judicial, gracias a esa sentencia de la Audiencia de La Coruña. Y aunque el fallo no es firme, puesto que puede ser recurrido en apelación por las partes y la recuperación definitiva tardará en producirse, se trata de un logro indudable de la Justicia por hacer valer la verdad, a pesar del tiempo transcurrido, en lo que fue uno de los muchos atropellos que cometió Franco cuando su régimen dictatorial empezaba a oprimir una España recién arrasada por la guerra. Algo de lo que no se quieren enterar los nietos del dictador y actuales herederos de sus motines y expolios. En este caso, la velocidad de la Justicia ha sido desesperadamente lenta.

Sin embargo, el juicio que acaba de comenzar en París contra los colaboracionistas necesarios de los terribles atentados de 2015, nos hace percibir una velocidad de la Justicia mucho más diligente. Es verdad que en el caso Meirás se tuvo que aguardar a la muerte del dictador y la restauración de la democracia, mientras que en Francia los hechos acontecieron en una democracia y un Estado de Derecho plenamente consolidados desde hacía décadas. La independencia, en democracia, de la Justicia respecto del poder Legislativo y Ejecutivo permite que ésta actúe incluso contra gobernantes y autoridades de cualquiera de tales poderes, mientras que durante la dictadura franquista ningún juez osaba siquiera sospechar indicios de delito entre los vencedores de aquella guerra fratricida, fueran estos franquistas, falangistas, requetés o meros fascistas convencidos o de conveniencia. Su función consistía en hacer valer las Leyes Fundamentales del Movimiento, purgando a cuantos “rojos” quedaran en el país.

Aunque hayan pasado ya más de cuarenta años de la democracia que actualmente disfrutamos, a la que algunos denostan como la del “régimen del 78”, porque en esa fecha se aprobó la Constitución que la ampara, todavía quedan muchos residuos del franquismo económico, político, judicial, religioso, militar y social en nuestros tiempos. Desmontar todo aquel tinglado, al que muchos deben su actual posición privilegiada, no fue ni es fácil. Es lo que explica la tardanza de cuarenta años en exhumar la tumba del mausoleo que el dictador se hizo construir en la Basílica del valle de los Caídos, donde era exaltado periódicamente, y el que la Justicia repare ahora el expolio del palacete del Pazo de Meirás, en Galicia, para devolvérselo a Patrimonio del Estado, su legítimo propietario. Pero, también, es la causa que genera el rechazo a la Ley de Memoria Histórica entre los nostálgicos de la dictadura, con excusa de que sería mejor olvidar, no recordar y menos aún condenar, aquel régimen sanguinario para no abrir “heridas” todavía cicatrizantes. Se refieren, naturalmente, a las heridas de los que resultaron beneficiados con los motines de guerra, y no a las de los que realmente soportaron en sus carnes y pagaron con su vida las atrocidades del franquismo. Todavía hoy se les niega el reconocimiento de la dignidad arrebatada a las víctimas de la dictadura. Lo tachan de “revanchismo”.

Pero, a pesar de los obstáculos que ponen los que aún justifican la dictadura gracias a una democracia que permite la pluralidad de ideas, la creación de partidos reaccionarios como Vox y la libertad de expresión de quienes, incluso, derogarían la Constitución, la Justicia ha podido avanzar con pies de plomo y paso de tortuga, no vaya ser que se desaten las iras incendiarias de los fanáticos de tirarse al monte y que todavía apelan al tutelaje del Ejército Con 82 años de retraso, algo tan simbólico como el capricho inmobiliario del dictador será devuelto al Estado. Y reconoce que aquello no fue una donación “altruista”, sino una apropiación a la fuerza, facilitada por la coacción y el miedo que provocaba entre los “vencidos” un régimen que actuaba con arbitraria violencia, como se deduce de las fosas de desaparecidos violentamente que aún no es fácil descubrir.

En comparación, mucho más diligente se muestra la Justicia francesa resolviendo sus causas. Después de cinco años de investigación, el Tribunal Judicial de París empieza a juzgar a los supuestos cómplices de los autores de uno de los atentados terroristas más dolorosos de la historia reciente de Francia. Un fatídico 7 de enero de 2015, dos fanáticos islamistas atacaron la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo, en París, porque había publicado unas caricaturas de Mahoma. Dejaron 12 periodistas muertos a balazos. En su huida, y con la ayuda de otro cómplice, mataron a un policía municipal de otra ciudad cercana a París y asesinaron a cuatro clientes de un supermercado de productos judíos. En vez de entregarse, prefirieron enfrentarse a las fuerzas de seguridad y acabar abatidos.

Ahora se juzga a 14 presuntos cómplices, acusados de haber prestado ayuda a los autores de los ataques. De los 14, tres siguen huidos y bajo orden de busca y captura. Se estima que el juicio se prolongue hasta el mes de noviembre, bajo fuertes medidas de seguridad, para que el Tribunal pueda escuchar el testimonio de 144 testigos y las alegaciones de más de 90 abogados de las partes. Como es de esperar, allí se juzgan hechos delictivos que perseguían amordazar la libertad de expresión en una sociedad en la que está permitido criticar a los gobernantes, las religiones y cualquier convencionalismo y estereotipo social o cultural. Un país donde es posible blasfemar porque no es delito, al contrario que en España, por ejemplo, en que un subjetivo y etéreo sentimiento religioso impide toda crítica a ritos, costumbres y privilegios de la iglesia católica, como saben muy bien las organizadoras de la manifestación del coño insumiso.

La celeridad de la Justicia francesa en abordar causas tan complejas como este caso indica la independencia del poder judicial, la confianza en las instituciones y el arraigo de un sistema de libertades mucho más sólido que el español. Por eso, la justicia avanza a diferentes velocidades, según se trate de un país u otro. Desgraciadamente, la española es una justicia maniatada por asuntos tabú y condicionantes políticos que la enlentecen hasta hacerla prácticamente ineficaz. Porque cuando llega es demasiado tarde y apenas ningún culpable, sobre todo aquellos que ostentan privilegios y aforamientos, paga por sus delitos.

martes, 1 de septiembre de 2020

Septiembre de desasosiego

Llega septiembre, el temido y deseado septiembre. Este año retorna envuelto en la bruma del desasosiego. Siempre fue un mes de tránsito, en el que el verano daba sus últimas bocanadas empujado por el aliento de un otoño que cada vez con más frecuencia avisaba de su próxima llegada. Pero en este año inaudito, detenido en su día a día y que ha frenado toda actividad y rutina, obligándonos a estar encerrados y a desconfiar unos de otros, septiembre viene acompañado del desasosiego y la incertidumbre. El mes del inicio de un nuevo ciclo laboral, estudiantil, comercial y económico, no brinda esta vez ni confianza ni ánimos para comenzar nada. Sólo nos despierta temores e inquietudes. Miedo por los hijos y nietos que han de intentar regresar a los colegios y guarderías. Miedo al trabajo y a los compañeros que también temen nuestro regreso. Miedo a las aglomeraciones y concentraciones en la calle, en el transporte, en los bares, en las tiendas. Miedo a los viajes y a las visitas. Todo y todos son sospechosos de un mal que nos atenaza y paraliza. El pánico aflora a nuestros ojos, parapetados tras unas mascarillas que difuminan nuestros rostros e identidad.

Llega septiembre, pero no es igual a ninguno anterior. No nos trae esperanzas de cambio, a pesar de que las brisas frescas amanezcan algunas mañanas. Seguimos instalados en la misma incertidumbre que caracterizó a la primavera y al verano. Y continuaremos con ese desasosiego en el cuerpo que nos provoca una versión moderna de la peste, con sus cuarentenas y sus apestados. Intentamos olvidarnos de esa epidemia durante el verano y septiembre llega para recordarnos que el peligro sigue acechando. Maldito año que no nos deja disfrutar de sus estaciones ni de nuestras vidas. Septiembre sigue alimentando nuestro desasosiego.

domingo, 30 de agosto de 2020

La vida es fortuita

Y llamo vida a lo que existe, desde el Universo hasta el ser humano, la única criatura conocida con plena consciencia de su existencia y dotada de inteligencia para plantearse la realidad, llegando incluso a cuestionar el sentido de la vida. Pero dejando al margen las especulaciones religiosas y otros desvaríos filosóficos con los que el hombre ha explorado alguna explicación que satisfaga su curiosidad, lo que su raciocinio descubre es que la vida es un hecho contingente que en modo alguno estaba predeterminado en el origen del universo. No tiene más sentido que el puro azar, en el que el ser humano, por mucho que su antropocentrismo sea irrefragable, es un accidente fortuito.

Es lo que la ciencia nos va desvelando poco a poco, descubriéndonos una realidad más prosaica, menos trascendente, pero sumamente fascinante del probable relato de nuestro origen, en el que participamos con una humildad próxima a la insignificancia. Y nos sorprende al evidenciar que nuestra imagen y semejanza no constituye ningún molde de lo creado. Ni siquiera que la vida formase parte de ningún diseño, sino que es fruto de un accidente surgido del material de desecho en la formación de las primeras partículas que dieron lugar al universo primitivo. Que somos simples cenizas de una explosión.

La teoría del Big Bang, como se califica a la explosión primigenia que dio origen al universo, llenando el espacio de partículas elementales de materia que se alejaban rápidamente entre sí, y que explica su actual estado de expansión, supone el modelo físico más convincente y fundamentado sobre la génesis de todo lo existente. Según esa teoría, al parecer es pura chamba que de aquella explosión, en la que también se formó la antimateria, pudiera derivarse la vida que nos posibilita contemplar hoy la magnificencia de un cielo estrellado, puesto que la colisión entre partículas de materia y antimateria provoca la desintegración de ambas. Tal colisión imposibilitaría la formación de átomos y otras estructuras más complejas que son los rudimentos con los que se edifica el mundo existente, incluida la vida. Gracias a que no sucedió así, estamos aquí para contarlo.

Lo que se sabe, con más o menos certeza científica, es que aquel petardazo sideral generó, en la primera centésima de segundo, una temperatura en el universo de unos cien mil millones de grados centígrados. Un calor más elevado que el de cualquier estrella, y tan grande que imposibilitaría que ningún componente de la materia ordinaria -moléculas, átomos, etc.- pudiera mantenerse unido. Pero otras partículas elementales, que en la actualidad son objeto de estudio por parte de la física nuclear de altas energías, como el electrón, el positrón, los neutrinos y los fotones, junto a pequeñas cantidades de protones y neutrones, pudieron unirse y formar núcleos más complejos, conforme la temperatura del universo iba descendiendo.

Estas transformaciones de la materia acontecieron durante los tres primeros minutos de la explosión, según describe el Nobel de Física Steve Weinberg en un libro (véase bibliografía adjunta), cuando el enfriamiento del universo hizo posible que protones y neutrones comenzaran a formar núcleos de hidrógeno pesado (deuterio) y, más tarde, de helio. De esa sopa cósmica, que llenaba todo el universo de luz (partículas energéticas sin masa), fue surgiendo la materia, el cosmos y lo existente tal como lo conocemos. Esta explicación racional y lógica del origen de la realidad, mediante la aportación de datos empíricos, es la teoría más creíble y aceptada de nuestro origen. Además, es, hasta cierto punto, demostrable mediante pruebas tan contundentes como la detección del rastro de aquella explosión, que la física puede valorar midiendo la magnitud de la radiación de fondo cósmica. Ello no impide que muchos formulen la típica pregunta: ¿Qué hubo antes del Big Bang? Lo mismo que había antes de Dios: nada, para nuestra capacidad de comprensión.

En todo caso, a partir de esa explosión se fue formando el universo que contemplamos y todo lo que integra, incluida la Tierra. Nuestro planeta se formaría, eones de tiempo después, por la acumulación de materiales procedentes de la nebulosa de la que también surgió el Sistema Solar. Un planeta sólido como el nuestro, formado por materiales agregados a lo largo del tiempo y en su mayor parte procedentes de las proximidades del Sol, como las condritas de enstatita, era inviable que albergara agua, y menos en la abundancia que contienen los océanos. Pero unos investigadores acaban de revelar, en un trabajo reciente, que la suerte volvería a sonreírnos cuando, hace unos 3.900 millones de años, la Tierra recibió un bombardeo de asteroides y cometas que trajeron con ellos agua y otros elementos orgánicos que, 400 millones de años más tarde, posibilitaron que la vida pudiese surgir, haciendo el recorrido inverso al de la muerte: de lo inorgánico inanimado a lo orgánico animado.

En el citado trabajo, publicado en la revista Science, se señala que aquellas rocas primigenias que se estrellaron contra la Tierra contenían grandes cantidades de isótopos de hidrógeno y deuterio suficientes como para reaccionar con el oxígeno y producir agua. Tales elementos, descubiertos en contra de lo esperado en meteoritos provenientes de asteroides de enstatita, coinciden con los hallados en el manto terrestre. Se trata, por tanto, de otro afortunado evento que facilitaría la aparición de vida en nuestro mundo. Y por el que, ahora, aparte de cenizas, podemos concebir que también somos polvo de estrellas.

Hasta entonces, la física había hecho su aparición en lo creado. Y, sin que sepamos cómo, de ella derivaría la química y el mundo biológico, puesto que los componentes atómicos son comunes. De átomos a moléculas y de éstas a proteínas es cuestión de tiempo… y suerte. En cualquier caso, de una simple célula, el “átomo” de la vida, a un ser pensante y autoconsciente, como el hombre, hay un largo trecho que recorrer, que la evolución se encargaría de completar. Tampoco esta vez se sigue un diseño prestablecido y, menos aún, teledirigido por la divinidad, hasta llegar al ser humano. Pero la continua complejidad del proceso evolutivo acaba encumbrando a un homínido en la cúspide del reino animal, gracias al desarrollo de su inteligencia.

El reino de los seres vivos evoluciona para preservar la especie, adaptarse al medio y por la limitación de los recursos. La evolución por selección natural, las leyes de la genética y la herencia son indiscutibles hoy en día, haciendo compatible nuestro origen con las leyes de la física. De hecho, se ha constatado que la vida surgió en el agua del mar, al que empezó a poblar, primero, de seres unicelulares, bacterias y arqueas, después algas, esponjas o medusas, y más tarde de artrópodos y primeros anfibios que, hace unos 370 millones de años, empezaron a salir del mar. Algunos de los que abandonaron el agua se adaptaron a la vida terrestre, dando lugar a las tortugas, lagartos, serpientes, aves y mamíferos. Se sabe que la evolución biológica de los mamíferos se inició hace más de 100 millones de años. Y el más sobresaliente de esos mamíferos, desde nuestro punto de vista, es el humano.

Nos guste o no, provenimos del primate (término nada negativo, por otra parte, puesto que Linné lo usó para describir, atendiendo a su importancia y primacía, a los humanos y otros mamíferos que se les parecían: primates, del latín primus, primero). Se estima que, hace unos 2,5 millones de años, animales con rasgos homínidos aparecieron por primera vez sobre la faz de la Tierra, más concretamente en África. La evolución hizo que de un ancestro común se derivaran varias ramas, desde una de las cuales -la de los grandes simios- surgiría la especie “Homo” (Australopithecus, Ergaster, Erectus, Neanderthal, Sapiens, etc.). Es decir, el género Homo surge a partir de homínidos anteriores. La posición erguida y la marcha bípeda constituye la característica fundadora de los homininos, homínidos que bajaron de los árboles y se pusieron a andar erguidos sobre sus patas traseras por la selva, pasando de ser cuadrúpedos arborícolas a bípedos terrestres.

El camino evolutivo tan singular del ser humano radica en su desarrollo cognitivo, lo que ocasionó el aumento del volumen de su cerebro, permitiéndole adquirir diversas técnicas y habilidades en su continua adaptación al medio ambiente, en sus relaciones y para la supervivencia, pudiendo, además, transmitirlas culturalmente a sus congéneres. Ese aumento de la capacidad craneal es ya evidente en los primeros miembros del género Homo, que tenían el mismo tamaño de los Australopithecus, de los que descendían, pero con un cerebro un 50 por ciento mayor. Además, ocasiona cambios en la morfología de la mano, al alargar el pulgar en oposición a los demás dedos para conseguir la pinza de precisión humana de la mano, un agarre que combina fuerza y delicadeza. Y lo que es más exclusivo del homo sapiens, en el hecho de dirigir y compartir la atención con los otros, esa propensión a aprender de otros prestándoles una atención compartida, de la que surgió el lenguaje, la capacidad privativa del humán para articular en palabras sus pensamientos, sentimientos, deseos y conocimientos para comunicarlos a los demás. Con razón, Aristóteles caracterizó al humano por el lenguaje. Gracias a esa capacidad cognitiva, el ser humano no sólo comenzó a acumular conocimientos de lo que aprendía de otros, a ponerse en el lugar del otro y comunicarse mediante sonidos y palabras con él, sino también a ser consciente de su propia existencia y, de alguna manera, a intuir que era algo más que un simple animal o mero cuerpo material. Se singularizó del resto de la creación y se creyó la finalidad de un proceso que ni acaba en él ni se inicia por él.

La ciencia consigue excavar en la historia genética del homo sapiens y seguir su pista evolutiva, casi con más precisión que la paleontología. De ahí que pueda asegurarse su nacimiento en África y que otras especies Homo, como la Heidelbergensis o Neanderthalensis, hayan migrado hacia Europa y Asia desde hace unos 600.000 a 120.000 años. Aunque todavía algunos fundamentalistas del creacionismo renieguen del origen evolutivo de los humanos, el estudio del DNA mitocondrial permite rastrear toda la cadena de cambios y mutaciones sufrida en el genoma humano desde un resto fósil mitocondrial de nuestros ancestros.

Suprimir la superchería y la superstición en el relato del origen de la vida no resta fascinación ni misterio a algo que todavía escapa, en gran medida, a nuestra capacidad cognitiva. Al contrario, lo embellece con el fulgor de lo verificable y verdadero, con la realidad de los hechos científicos. Con la única parafernalia de la razón, la ciencia desbroza de elucubraciones el camino del entendimiento sobre el origen del mundo y del hombre, engrandeciendo aún más, si cabe, la aventura de la vida y el lugar que ha conquistado el hombre, por méritos propios y no por voluntad divina, en la cima de lo existente. Y todo ello, a pesar de que la vida sea un episodio contingente, un accidente fortuito.

Bibliografía:

Los tres primeros minutos del Universo, de Steven Weinberg. Alianza Editorial, 1996.

La naturaleza humana, de Jesús Mosterín. Esapa Calpe, 2006.

El hombre de Neandertal, de Svante Pääbo. Alianza Editorial, 2018.

Sapiens, de animales a dioses, de Yuval Noah Harari. Debate editorial, 2019

Dios, una historia humana, de Reza Aslan. Taurus ediciones, 2019..

viernes, 28 de agosto de 2020

Aforismos (10)

>Mi nombre me identifica, pero no me define. Más bien me singulariza e intenta limitarme a un cliché semántico que comparten listos y tontos, feos y guapos, ancianos y niños, incluso hombres y mujeres. Un nombre no expresa lo que soy, apenas me esboza.

>El sentimiento religioso surge de la orfandad del ser humano en el mundo. El hombre, que rehúye dejarse guiar por los instintos como los demás animales, se siente ajeno a la naturaleza. Por eso, la religión -toda religión- escarba y fomenta el infantilismo psíquico del ser humano -como apuntaba Freud- que añora la figura de un padre protector. Y crea el delirio colectivo de Dios, un chupete que consuela nuestra angustia existencial.

>El ser humano es egoísta, agresivo y antisocial por naturaleza. Sólo la cultura, con su capacidad coercitiva de los instintos, ha conseguido que el hombre sea un ser moral y social. Ha logrado domesticar al animal que llevamos dentro.

miércoles, 26 de agosto de 2020

El “ticket” ultranacionalista de EE UU

El Partido Republicano presenta a Donald Trump como su candidato a las elecciones del próximo 3 de noviembre. El controvertido, imprevisible y ególatra empresario metido en política aspira a revalidar el cargo de Presidente de los Estados Unidos de América (EE UU), la nación más poderosa del planeta, en contra, incluso, del parecer de algunos de sus pares del Congreso y el Senado. Todo presidente norteamericano puede prolongar su mandato una segunda legislatura, como máximo, si los electores le renuevan su confianza en las urnas. Se le brinda, así, la posibilidad de consolidar las iniciativas y proyectos que ha puesto en marcha en los primeros cuatro años de presidencia, sin preocuparse, en ese segundo mandato, ni de las encuestas ni de la opinión de los ciudadanos. Y Trump no iba a ser una excepción, pero lo hace movido antes por un afán personalista que por refrendar sus políticas.

A sólo una semana de la de los demócratas, los republicanos han celebrado su inevitable convención nacional para hacer oficial, en un auditorio de Charlotte, en Carolina del Norte, la nominación de Donald Trump como candidato a la presidencia. Y, desde el primer día, Trump ha impuesto su sello personal a un evento que, aunque se organiza para dotar de impulso al aspirante en su campaña electoral, se desarrolla, no obstante, ateniéndose a un tradicional protocolo de intervenciones que dejan para el final el discurso de aceptación y programático del candidato, ya oficialmente ratificado. Trump ha obviado olímpicamente este trámite, apareciendo desde el principio para acaparar absolutamente todo protagonismo, siendo fiel a su estilo convulsivo, desenfrenado e impetuoso, como suele cuando alardea de su labor o arremete contra sus adversarios en Twitter.

No es ninguna extravagancia en el personaje, porque del mismo modo en que acometió su anterior campaña electoral en 2016, sin atenerse ni al respeto ni a la verdad esperada en el comportamiento entre contrincantes que se disputan la adhesión de los ciudadanos, también ahora Trump asume de manera unipersonal y hasta desde el Despacho Oval esta nueva y atípica campaña para permanecer cuatro años más en la Casa Blanca. Es decir, lo hace desde su consolidado protagonismo visceral y sin renunciar a verter falsedades, tergiversaciones e insidias, más o menos groseras, incluso sobre el sistema electoral de su propio país, el mismo sistema que posibilitó su triunfo en 2016 y que permite el voto no presencial. Ahora, temeroso de un voto más reflexivo y no presencial a causa de la pandemia, ha pretendido instalar la sospecha en el servicio postal, manipulando a su beneficio un recorte de su financiación presupuestaria y propalando la probabilidad de fraude en el voto por correo. Tanto es así que, por sistema, Trump no vacila en utilizar su posición privilegiada como inquilino de la Casa Blanca para difundir mensajes propagandísticos sobre su candidatura o para confrontar y demonizar al adversario, algo insólito en los hábitos electorales norteamericanos, acostumbrados a no mezclar la función institucional del presidente con la del candidato en campaña electoral.

El ticket republicano es, pues, exclusivamente Donald Trump y él constituye la única imagen física e ideológica del Partido Republicano, al que ha moldeado a su imagen y semejanza. El histórico partido conservador ha sido absorbido por la impronta de Trump hasta el extremo de que, por primera vez en su historia, ni siquiera elaborará un programa electoral que ofrecer a los ciudadanos, sino que se limitará a apoyar entusiásticamente las propuestas que se le ocurran a su candidato y sus reiteradas soflamas sobre “America first”. No queda otra, por consiguiente, que resignarse a asistir al permanente y bochornoso “show” de Donald Trump, a quien ni la pandemia, ni el revés de la economía, ni las imputaciones judiciales en torno a sus tejemanejes, acaso siquiera ni un resultado adverso, podrán disuadirlo de intentar continuar, por todos los medios, irradiando su populismo ultranacionalista desde el sillón presidencial del Palacete de la avenida Pensilvania de Washington. Y para ello se muestra dispuesto a romper las costuras de lo permitido en campañas electorales de la democracia estadounidense, hasta ahora modélica en ofrecer contrapesos a las tendencias omnímodas de sus tres poderes. Algo que a Trump le fastidia sobremanera y que percibe como obstrucción a su labor o “caza de brujas” contra él.

Y es que Donald Trump no persigue sólo su reelección, sino aparecer como un ser providencial y la única persona capaz de levantar a América de su decaimiento imperial. Y lo hará recurriendo a la estrategia que ya usó en su primera elección. Volverá a valerse de la distracción (construcción de un muro en la frontera con México), la tergiversación (criminalización de la inmigración), el racismo (ley y orden contra las protestas sociales), sus obsesiones (China y su emergencia como potencia mundial), la falsedad (Obama y la izquierda radical), su interés particular (aislacionismo comercial y unilateralismo político) y su capacidad intelectual (suficiente para tuitear compulsivamente). A ello añade su inclinación y facilidad para el espectáculo mediático con el que satisface las demandas de sus seguidores, basado en “fake news” y exageraciones de los problemas y en recetas milagrosas.

De este modo, tildará a los adversarios demócratas de ser radicales “socialistas” al apostar por combatir la desigualdad y la injusticia con, por ejemplo, el proyecto de una sanidad básica universal de carácter público, pero ignorando que la “radicalidad” izquierdista la representa un comunismo que aboga por la abolición de la propiedad privada como fuente de desigualdad, abusos y opresión contra los excluidos de toda pertenencia. También ignora Trump, en su obrar, que utiliza inconscientemente el recurso psicológico, ya señalado por Freud en su ensayo El malestar en la cultura, de culpabilizar de sus frustraciones (personales, políticas) siempre en el otro, en un chivo expiatorio sobre quien poder descargar las tendencias agresivas que nos provocan. Lo hicieron los nazis con los judíos, los cristianos con los gentiles, los comunistas con los burgueses y, actualmente, las opulentas sociedades consumistas de Occidente con los inmigrantes y los diferentes que anhelan compartir los recursos de este mundo.  

Pero nada de hacer balance ni autocrítica de su gestión, ni reconocimiento de sus mentiras, estafas y fracasos políticos, de sus engaños y su descarado nepotismo. Ni de su tendencia a la manipulación y al sectarismo en la actuación gubernamental. Ni de los continuos abandonos de personas de su equipo a causa de su arbitrariedad, ignorancia y petulancia. Tampoco de la nula transparencia en su proceder particular y público, que incluye el ocultamiento de las declaraciones fiscales de su fortuna, ni sus pagos a prostitutas con fondos electorales. Ninguna disculpa por el comportamiento miserable de su amigo y anterior jefe de campaña electoral y exconsejero de Seguridad de la Casa Blanca, Steve Bannon, imputado y detenido por lucrarse con las aportaciones privadas solicitadas por el propio Trump para la construcción del famoso muro con México. Para Trump, la política es el arte de hacer olvidar lo prometido para entusiasmar con nuevas promesas que volverán a incumplirse. Y lo hace groseramente, con total descaro. Porque ni el muro se construirá, ni lo pagará México, ni blindará a EE UU del fenómeno de la migración, ni conseguirá un saldo positivo en todas las transacciones económicas del país, ni vencerá a la pandemia despreciando las indicaciones de expertos y epidemiólogos, ni eliminará la violencia de las calles, ni calmará el hartazgo de las minorías por la discriminación racial, ni podrá evitar que la Justicia acabe alcanzándolo por sus abusos y desmanes recurrentes. Ni siquiera podrá impedir que su recuerdo se diluya entre lo insignificante y anecdótico en la historia de los EE UU.

Este es el ticket ultranacionalista del Partido Republicano que encumbra a un personaje como Donald Trump. Él es el preciado y único valor de la propuesta republicana, aunque le acompañe para el puesto de vicepresidente quien ya ostenta el cargo y cuyo nombre es totalmente indiferente a efectos propagandísticos, políticos y electorales. Mike Pence es, simplemente, el clásico segundón que siempre maniobra a la sombra del jefe, al que presta lealtad incondicional y absoluto servilismo, sin pretender destacar en nada ni contradecir en ningún caso.

Lo verdaderamente relevante del ticket republicano es que presenta a Donald Trump a la reelección para que siga haciendo de las suyas, movido por su populismo ultranacionalista y su neoliberalismo unilateralista y aislacionista, bajo el señuelo de “hacer América grande, otra vez”, sin que nadie le pregunte qué América ni a qué modelo de América se refiere.