viernes, 26 de junio de 2020

Aliento verde de Marte

Exploramos otros planetas en busca de vida, no sólo para descubrir minerales u otros materiales que podrían ser de utilidad en la Tierra, esquilmada ya de sus riquezas naturales. Y uno de los rastros por los que se podría detectar algún vestigio de vida es la existencia de una tenue franja de color verde, visible desde el espacio y principalmente de noche, en las capas altas de la atmosfera de un planeta, como sucede en el que habitamos. Se trata de un efecto producido por la excitación de los átomos de oxígeno presentes en la atmósfera por acción de los rayos del Sol, un fenómeno parecido al que causa las auroras boreales. Y tal franja verde ha sido descubierta ahora, por primera vez, en la atmósfera de Marte, para interés de la comunidad científica y alborozo para los amantes de las especulaciones marcianas.

El hallazgo, a pesar de ser teóricamente predecible, nunca antes se había realizado por la improbabilidad de conseguir tales mediciones experimentales. Sin embargo, gracias al empecinamiento de investigadores españoles -como Juan José López Moreno, del Instituto de Astrofísica de Andalucía-, que trabajan para la misión ExoMars de las agencias espaciales europea y rusa, se ha logrado detectar por primera vez esa franja verde en la atmósfera de Marte, acometiendo simplemente una modificación en uno de los instrumentos que rastrean gases de la sonda que actualmente, desde 2016, orbita el planeta rojo. Ese instrumento está diseñado para analizar de manera vertical trozos de columnas de la atmósfera del planeta y detectar en ellas los distintos componentes que las forman, habitualmente nubes, gases y polvo. Pero, siguiendo las indicaciones de estos investigadores, se procedió a reorientar el NOMAD, el instrumento encargado de estas mediciones, para que observase el perfil de la atmosfera mirando hacia el horizonte en vez de hacerlo perpendicularmente, en vertical. De este modo, se ha podido confirmar la hipótesis sobre la probabilidad de que, también en la atmosfera de Marte, se produzca ese “aliento” que tiñe de verde una de sus capas más externas. Para algunos, tal franja verde podría indicar el rastro de algún tipo de vida capaz de realizar la función de la fotosíntesis con la que las plantan “fabrican” oxígeno.

Lejos de estas ensoñaciones con vida marciana, los propios investigadores del proyecto se han apresurado a racionalizar las expectativas, al asegurar que la raya verde se debe a la disociación de las moléculas de dióxido de carbono, abundantes en aquella atmósfera, lo que posibilitó que los átomos de oxígeno procedentes de la ruptura interactuasen con la luz solar, causando la franja verdosa. No obstante, ello no resta viabilidad al experimento como rastreador de indicios de vida en los exoplanetas en que se detecten franjas verdes mucho más intensas en su atmósfera, compatibles, en tal caso, con la produción de oxígeno mediante fotosíntesis. Y es que el sueño de la búsqueda de vida en el espacio jamás se rinde ante ninguna evidencia que lo desmienta. Porque, entre otros motivos, cada vez conocemos cosas que antes se ignoraban y vemos fenómenos que no éramos capaces de percibir, como ese aliento verde en el cielo de Marte.    

jueves, 25 de junio de 2020

Rincones del verano

Nos sorprende el calor como un amor espontáneo, casi sin buscarlo pero deseando que nos atrape con esa luz cautivadora que altera nuestras vidas a su antojo. Desamparados frente a los estragos que nos causa, no sólo en la piel sino también en nuestra voluntad, buscamos refugio en los ambientes que matizan su luminosidad cegadora y nos libran de su abrazo ardiente. Rincones protegidos por la penumbra quieta de bóvedas vegetales y la estrechez de una cintura pétrea, en los que el calor insoportable, como las pasiones impetuosas, aplaca su ímpetu voluptuoso por la placidez silente de la atmósfera que los envuelve y que contagia y serena el ánimo. No son callejuelas para esconderse, sino para dejar que la vida transcurra tranquila entre ventanas enrejadas de sombras que aíslan una intimidad temerosa de la luz. Abundan pasajes recónditos así, en esta ciudad enamorada del calor y de la luz, que semejan esas gafas que convierten los rayos del Sol en una caricia agradable para los ojos y el corazón. Espacios en los que el verano es domesticado para poder ser deseado y disfrutado, sin riesgo de que nos atolondre con su ardor.

martes, 23 de junio de 2020

Una cierta esperanza


Más por suerte que por voluntad soberana de los votantes, los españoles más vulnerables y débiles (entre los que incluyo a los trabajadores, las amas de casa, las personas dependientes y la mayoría de los jóvenes y los niños) pueden albergar motivos para una cierta esperanza en que el Gobierno de España intentará defender y proteger los intereses generales de la ciudadanía. Por suerte, el país está dirigido por un gobierno de izquierda, nada radical, que conjugará, si no traiciona sus promesas, el interés social con el económico, lo que significa que no doblegará el primero a las exigencias del segundo, como hace y ha hecho siempre la derecha para satisfacer intereses particulares muy poderosos.

Las clases más desfavorecidas, las primeras que son olvidadas y que tienen que cargar con todos los sacrificios, tienen motivos para una cierta confianza en que, en esta ocasión de emergencia sanitaria y crisis económica, no serán dejadas de la mano de Dios por un Gobierno que, a los pocos meses de su formación, ordenó una subida espectacular del Salario Mínimo Interprofesional, comenzó a compensar el salario de los empleados públicos (profundamente devaluados por la anterior crisis financiera) y ha derogado el despido de cualquier trabajador por causas médicas. Y que, enfrentado a la crisis sanitaria, ha facilitado los ERTE (Expedientes de Regulación Temporal de Empleos) por causa de fuerza mayor, que benefician tanto al trabajador (no agotan su derecho al paro) como a las empresas (no asumen la carga empresarial de la cotización), gracias a los cuales el trabajador no rompe su vinculación laboral con la empresa durante el actual parón de la actividad económica causado por la pandemia. Todas ellas son medidas de fuerte impacto para las cuentas del país que el Ejecutivo adopta priorizando las necesidades sociales a las estrictamente económicas, como se espera de un gobierno de izquierda, sin por ello renunciar al sistema capitalista ni a la economía de mercado, por mucho que la derecha lo acuse de actuar de manera radical y hasta revolucionaria.

Comparado con la actuación del anterior gobierno conservador durante la pasada crisis financiera, que practicó recortes drásticos en el gasto social, redujo a su mínima expresión al Estado de Bienestar y soló ayudó con el rescate europeo al sector financiero (los bancos) con préstamos a fondo perdido, el actual gobierno parece más preocupado por que las clases desfavorecidas no salgan perjudicadas por la emergencia sanitaria-económica. Ello es motivo de cierta esperanza en que las cargas no golpeen otra vez a los débiles y desafortunados de la sociedad, haciéndolos más pobres aún. Sus medidas han sido oportunas, necesarias y sensibles socialmente, diametralmente opuestas a las que tomaría un Ejecutivo preocupado exclusivamente por el interés económico y mercantil.

Muchos de los aplaudieron por las tardes a los que se enfrentaban “en primera línea” a la pandemia, exhibiendo así un agradecimiento público a la abnegada actitud profesional de los sanitarios y otros colectivos, más por entretenimiento que por verdadera empatía, fueron los mismos que apoyaron con su voto los recortes en la sanidad y en el resto de prestaciones sociales como si fueran gastos suntuarios. La ideología que considera elefantiásico al Estado y pugna por “adelgazarlo”, es la misma a la que se adscriben los que ahora se indignan de que el Gobierno no disponga de recursos materiales y humanos para afrontar la emergencia sanitaria con mayor diligencia y eficacia. Los que ahora apoyan de manera cómoda y nada comprometida (con aplausos) a los funcionarios públicos por su entrega en condiciones de carestía, son los que anteriormente defendieron la precariedad en sus condiciones y recursos. Los que privatizaron hospitales se quejan de falta de camas de cuidados intensivos (uci), y los que externalizaron servicios, porque eran más rentables prestados por la iniciativa privada, se sorprenden de que las residencias de ancianos hayan sido focos de contagio que diezmaron miles de vidas de nuestros mayores, a los que no se les permitió acudir a los hospitales para no colapsar las escasas camas de uci. Es la actitud cínica de los hipócritas que no son consecuentes con sus decisiones políticas.

Afortunadamente, por suerte más que por voluntad expresa, existen motivos para una cierta esperanza de que las cosas no sean tan insoportables para “los de siempre”, para los que dependen de los servicios públicos, y de que se protejan también las necesidades sociales tanto como las económicas. Hasta la derecha política, que no social, reclama ahora la potenciación de la sanidad y las redes de auxilio público de la población (sumándose incluso a la aprobación del ingreso mínimo vital), aunque sea por mera estrategia electoral y con la boca pequeña. Hay actualmente la oportunidad, simplemente coyuntural, de rediseñar y fortalecer la sanidad, la educación, las residencias de la tercera edad y demás servicios y prestaciones públicos en función de las necesidades de la población y no de su rentabilidad o sostenibilidad para las arcas del Estado, dejando de lado ese “darwinismo” social al que aspira el proyecto del neoliberalismo político-económico. Entre otros motivos, porque se ha demostrado que sólo el Estado social, dotado con poderosas herramientas de justicia y bienestar, es capaz de afrontar con éxito retos como los planteados por una emergencia sanitaria de la magnitud de la que hemos vivido, aunque todavía no la hayamos superado definitivamente.

Por eso queda una tímida esperanza de que, con un poco de suerte, conscientes de la necesidad de una imprescindible solidaridad social, se pueda invertir la tendencia que hace hegemónica la economía y subsidiaria a la sociedad. Y que las deficiencias de este modelo social, a la hora de “socializar” los costes cuando afronta crisis que son recurrentes, como la emergencia sanitaria o la pasada recesión económica, no afecten con mayor dureza a los estamentos más indefensos de la sociedad. Ya que, por fortuna, quienes hacen posible que un gobierno así pueda emprender tamaña transformación son los ciudadanos que en su mayor parte van a verse beneficiados de tales políticas: trabajadores, mujeres en general, amas de casa, jubilados y pensionistas, personas dependientes, jóvenes y niños. Y también, naturalmente, sus representantes políticos donde reside la soberanía popular a la hora de pactar y llegar a acuerdos que posibiliten disponer de leyes presupuestarias al efecto y del tiempo y estabilidad requeridos para ejecutarlos. Si se contempla el futuro desde la perspectiva que ha proporcionado la experiencia sufrida, la conclusión inevitable es la de fortalecer el modelo social del Estado de Bienestar. Y para lograrlo sólo existe un camino: el de apoyar a los partidos que lo defienden y no a los que intentan debilitarlo en nombre de la economía y el mercado. Es decir, contar con un poco de suerte y una cierta esperanza en no malograr tales expectativas.    

sábado, 20 de junio de 2020

Verano 2020


Transitamos un año extraño, insospechado. Un año como jamás podíamos imaginar porque, al poco de comenzar, nos obligó a enclaustrarnos en nuestras casas mientras la primavera pasaba de largo. Cuando finalmente nos permitió salir a respirar a través de unas mascarillas cual ladrones emboscados, tropezamos con el verano al doblar la esquina del almanaque. Hoy, precisamente, es el día en que astronómicamente arranca la estación calurosa del año. Hoy es el día más largo del año, pero no el que sentimos como tal. Muchos de los que permanecimos encerrados nos parecieron infinitamente más interminables que hoy. Pero la ciencia mide datos objetivos, no sensaciones. Y lo cierto es que hoy es el día que más horas de sol recibe el hemisferio de la Tierra en que nos hallamos, según los científicos, cuando el sol amanece más temprano y se recoge más tarde, alumbrándonos durante más de 15 horas, ya que está en su posición más alta con respecto a nuestros tejados. Siempre hemos deseado que el tiempo del calor irrumpiera en nuestras vidas por lo que significa de puertas abiertas, relajación de obligaciones y olvido de represiones. Pero, este año, el verano se presenta con el aroma del miedo perfumando el aire y la desconfianza colgada en los ojos de los demás. Un verano atípico, tan extraño como los meses anteriores. Estamos ansiosos de volver a disfrutarlo como solíamos, pero al mismo tiempo temerosos de cometer una imprudencia. No sabemos cómo comportarnos, aunque yo estoy dispuesto a vivir sin miedo y apurar los días con la libertad que me concedan quienes me rodean en casa o en la calle. Con o sin mascarillas, no pienso renunciar a disfrutar de la vida con el apremio que me brinda mi finitud. Y que sea lo que dios o un virus quiera.     

jueves, 18 de junio de 2020

Epitafio


Cuando descubrieron entre los papeles de su despacho la siguiente reflexión escrita de su puño y letra…

“El día que muera, no habré desaparecido. Al que enterréis no será más que la carcasa con la que pude deambular por el mundo, porque soy y seguiré siendo el que está presente cuando me recordais. Mi ser habita en la memoria de quienes me conocieron y acompañaron en la existencia orgánica. Lo que era y soy permanece en los que continúan acordándose de mí y en el legado de hechos, afectos, descendientes y palabras que he dejado como rastro de mi transitar por la vida. Ahí me encontrareis siempre tal como fui, tal como soy. No me busquéis en una lápida, abrazadme en vuestra mente. Y perdonadme las decepciones y afrentas que haya podido cometer. Nunca pude ser mejor de lo que deseaba. Pero mis sentimientos eran sinceros y os he querido cuanto me habéis permitido. Por eso les recordaré incluso más allá de la muerte.”

…fue entonces cuando lo lloraron como no habían hecho el día que le dieron sepultura.

miércoles, 17 de junio de 2020

Las tempestades de Trump


Reza el proverbio que quien siembra vientos recoge tempestades. Es lo que le está pasando a Donald Trump en la recta final de su mandato, durante el cual no ha dejado de provocar inestabilidad en cuantos asuntos ha metido mano. Y cuando más necesario le resulta presentar un balance tranquilizador, se desatan las tempestades que él mismo ha causado. Por ello no es sorprendente, aunque sea hasta cierto punto inesperado, lo que está sucediendo en las últimas fechas en Estados Unidos de América (USA, en sus siglas en inglés, o EE UU, en español). Son los brotes de las semillas que el propio Trump se encargó de esparcir desde que accedió a la presidencia del país más poderoso del mundo. Un cargo que le está grande y que pone en evidencia su escasa capacidad para cumplir con aquella promesa de “hacer América grande otra vez”. Porque, en vez de esa grandeza, lo que Trump está consiguiendo es que EE UU sea azotado por las tempestades de la desigualdad, el racismo, la impotencia de proteger a su población ante emergencias sanitarias, la creciente espiral de desconfianza que genera un país que fue faro del mundo, el desprestigio ante sus socios, el desbarajuste en el derecho internacional, la manipulación política y social, el deterioro de la democracia frente a la demagogia del populismo sectario y la ruptura de los consensos en un mundo multilateral e interdependiente.

En ese ambiente enrarecido que ha caracterizado la era Trump, ha bastado la chispa provocada por la enésima víctima de la violencia racial policial, acaecida el 25 de mayo pasado en Minneapolis, donde un ciudadano afroamericano murió por asfixia cuando estaba siendo detenido, para que una avalancha de manifestaciones y protestas se extendiera por todo el país y prendiera las llamas del descontento en más de 30 ciudades norteamericanas, generando en algunos casos actos vandálicos. Un conflicto al que un presidente visceral y bocazas quiso combatir, en un principio, mediante la fuerza y el autoritarismo, sintiéndose cuestionado y señalado por los manifestantes. Incapaz de contener sus constantes ofensas a través de las redes sociales, Trump no pudo evitar avivar las iras del descontento al glorificar la violencia mediante un tuit en el que aseguraba que “cuando comienzan los saqueos, comienzan los disparos”, tildando de “delincuentes” a los manifestantes.

No obstante, el mayor error que refleja su catadura moral y estatura política ha sido ordenar un despliegue impresionante de fuerzas de seguridad para contener unas concentraciones que llegaron ante las verjas de la Casa Blanca. Más de 84.000 efectivos de la Guardia Nacional fueron movilizados por Trump para apoyar a los cuerpos policiales de los Estados. Y hasta unidades de la 82º División Aerotransportada estuvieron acuartelados en Washington por si tenían que intervenir para “salvar” al presidente, atrincherado en un búnker de la mansión presidencial, ante un improbable asalto que la muchedumbre de “delincuentes” manifestantes pudiera emprender. Tal utilización del Ejército para sofocar protestas y disturbios ha sido cuestionado hasta por el propio Pentágono, que se ha desmarcado de tales iniciativas presidenciales. El jefe del Estado Mayor de EE UU, el general Mark Milley, y el secretario de Defensa, Mike Esper, así como el anterior exsecretario James Mattis, mostraron su desacuerdo con el despliegue del Ejército para dispersar a la población civil que se manifestaba pacíficamente. A ellos se unieron las voces de los senadores Ben Sasse (Nebraska), Tim Scott, el único senador negro republicano, Lisa Murkovsky (Alaska), Lindsey Graham (Carolina del Sur) y Benny Thompson (presidente del Comité de Seguridad de la Patria), contra lo que consideran una actuación inconstitucional al reprimir las protestas con medios militares.  

El caso es que este incendio antirracista que prendió en la sociedad norteamericana no fue sofocado como debiera por un presidente que se supone representa a todos los ciudadanos. Por el contrario, Donald Trump se ha pasado todo su mandato sembrando la cizaña del odio racial cada vez que tenía ocasión. Es lo que hizo cuando “comprendió” las agresiones racistas acaecidas en Charlottesville, en las que un simpatizante supremacista de extrema derecha lanzó su coche contra una manifestación de activistas de izquierdas, causando la muerte de una mujer y otras 19 personas heridas de diversa gravedad. Y es lo que hace ahora, cuando un policía de Minneapolis asfixió a George Floyd a la hora de detenerlo, lo que ha generado la actual avalancha de protestas que se ha extendido por todo el país y el resto del mundo. O cuando un manifestante de 75 años fue empujado contundentemente por otro policía, en Buffalo, haciéndolo caer al suelo y golpearse violentamente la cabeza, dejando un reguero de sangre sobre la acera, sin que ninguno de los agentes lo socorriera.  Y vuelve hacerlo cuando otro hombre afroamericano murió por disparos por la espalda de un policía, en Atlanta, tras resistirse a ser detenido por conducir ebrio y arrebatar, en el forcejeo, la pistola de descarga eléctrica del agente y huir corriendo. Ante tales hechos, que son reiterativos en la brutal y desproporcionada actuación policial, Donald Trump siempre interviene para expresar su apoyo y “comprensión” a una violencia que, en la mayoría de los casos, ejercen blancos contra negros.      

Estos hechos no hacen más que evidenciar los nubarrones tormentosos que se ciernen sobre el futuro resplandeciente que parecía aguardar a Trump. Y está nervioso. Su brillo languidece cuando más falta hacía que deslumbrase a sus conciudadanos. Sus mentiras, exageraciones, manipulaciones e insultos no parecen convencer ya a quienes una vez creyeron ver en él al líder que iba a convertir América grande otra vez. Y no hace más que equivocarse al pretender acallar todas estas muestras de descontento recurriendo a arrebatos de autoritarismo absurdo y soflamas incendiarias. La razón de tanta preocupación es que, a escasos cinco meses de las elecciones, este rechazo popular podría hacerle perder las probabilidades de revalidar su cargo el próximo noviembre. Por ello actúa desnortado y desbordado por las circunstancias, puesto que ya no hay tiempo de maquillar su gestión para volver a engatusar a los votantes.

Porque no es sólo la actual racha de manifestaciones y algaradas por un racismo enquistado en la sociedad estadounidense que él ha contribuido a exacerbar con su exhibición como un presidente supremacista que “comprende” la violencia racista, sino también el rechazo que ocasiona su nefasta actitud frente a la pandemia del coronavirus. Ni la trivialización con que asumió la emergencia sanitaria ni el triunfalismo que mostró sobre la capacidad de EE UU para afrontarla, gracias a su potencia en recursos técnicos y humanos, han podido sustraer a EE UU de ser el país que mayor número de contagiados y muertos suma en el mundo. Víctimas que en su mayor parte corresponden a la población negra y desfavorecida del país. Tal deplorable actuación, cuya responsabilidad por las vidas humanas truncadas está pendiente, se ve agravada por el ridículo de un mandatario que no se recata a la hora de exhibir su peligrosa ignorancia mediante declaraciones y bravuconadas, como cuando recomendó ingerir lejía para tratar la infección o el uso de la cloroquina, que él afirmaba tomar regularmente, como medicamento para la prevención de la enfermedad. La Administración del Alimentos y Medicamento de EE UU (FDA) ha desautorizado el uso de ese fármaco por los riesgos que acarrea y por no estar demostrada su eficacia contra la Covid-19.   

Si a este panorama se añade la crisis económica que ha acompañado a la pandemia y que ha destrozado millones de puestos de trabajo en el país más rico del mundo, el desbarajuste comercial de su particular “guerra” con China y otras naciones, con las que ha roto acuerdos y tratados comerciales arduamente elaborados, la desconfianza en unas relaciones internacionales en las que actúa movido por su intuición empresarial y el interés particular y no por el consenso multilateral que se rige mediante procedimientos diplomáticos, junto a sus balandronadas bélicas (en Siria, Corea del Norte, Golfo Pérsico, Venezuela, Rusia y en cualquier lugar donde amenaza con el botón más poderoso y la bomba más terrorífica) sin apenas efectividad, se comprende que no resulte extraño que los nubarrones empañen la carrera triunfal que Donald Trump pensaba emprender para repetir mandato. Él mismo se ha encargado no sólo de empañar su gestión con su incapacidad para gobernar con decoro y eficiencia su país, sino por su pertinaz contribución a incendiar América, como en los peores tiempos en los que imperaba el hampa, la segregación racial y la desigualdad social. Esas tempestades se ciernen hoy sobre un presidente que se resiste admitir su ocaso. Y lo que es peor, no acepta su fracaso.

viernes, 12 de junio de 2020

El crítico converso


Quien se dedica a la crítica, sobre todo política, no tiene que ajustarse a ser fiel a la realidad de los hechos ni a la verdad, sino que basta con expresar su particular opinión de lo que cree que sucede y se cuece en eso que se denomina “res pública”. No es lo recomendable, aunque sea lo que practica la mayoría de comentaristas. Peor aún que es que, para intentar ser original y que su parecer destaque de cualquier otra opinión, el columnista apueste por exagerar sus filias y fobias y se decante por un estilo que estime eficaz a sus propósitos, incluido el lenguaje procaz, el tremendismo exagerado, la falsedad manifiesta y hasta la provocación y el insulto a los incautos que disienten de sus comentarios. Mientras más controversia genere, más satisfecho se sentirá el crítico y quien remunere su trabajo. Pero, a la larga, cualquier seguidor de sus críticas acabará harto de su verborrea y vacunado de sus juicios apocalípticos. Descubrirá sus trucos y mañas por pretender ser el único que siempre está en posesión de la verdad absoluta, mientras los demás andan todos equivocados.

El riesgo que corre un crítico así es que caiga en la inverosimilitud y la incoherencia de lo que dice y pasa, lo que piensa y la realidad y entre lo que dice ser y su vida real. Corre el peligro de que quien lo conozca revele sus fantasías, máxime cuando presume de relaciones, contactos, amigos, experiencias, fuentes de información y hasta de lecturas que sirven de adorno literario a los asuntos sobre los que opina con total desparpajo, sin haber salido jamás de su cubículo periférico y con la simple cualificación de cierta habilidad narrativa. Pero las dotes para el cuento literario no son suficientes para la crítica política honesta, basada en datos reales y hechos verdaderos. Y, menos aún, si se ha mudado de opinión o tendencia ideológica a lo largo del tiempo, pasando del blanco al negro, del comunismo libertario al conservadurismo irredento, del internacionalismo al nacionalismo más aislacionista o de la diversidad cultural al particularismo racial o supremacista. Quien lo conozca descubrirá a un farsante.

Ello es lo que explica que, como corresponde a todo buen converso, un otrora comunista, revolucionario arrabalero que jamás osó levantar sus muletas delante de la policía, arremeta contra las minorías -y quienes las apoyan- que pugnan por ganar visibilidad en la sociedad para que sean reconocidos sus derechos y libertades. Para ese ¿nuevo? apóstol del “ultrasupremacismo” que representa Donald Trump, los negros, los hispanos, los mahometanos, los gais y lesbianas y cuantos colectivos no formen parte de su rebaño ideológico son simples bastardos que sólo persiguen la destrucción del “paraíso” de esa América grande otra vez que tanto pregona el actual mandatario de EE UU como lema electoral.

Sería motivo de risa tamaño deslizamiento senil hacia un conservadurismo sectario, antagónico a sus ideas en tiempos de esplendor lúcido y vital, a pesar de que siempre se valió de prótesis que le protegieran de sucumbir a la gravedad de la existencia y la realidad. En la actualidad, cualquier posicionamiento o reflexión que diverja del dogma imperialista de EE UU es reprobado con virulencia arrogancia por este novísimo defensor de las esencias neoliberales del capitalismo “sui géneris” que practica y trata de promover el gran patrón de pelo amarillo que manda en Washington y en el resto domesticado del mundo. Haga lo que haga Trump, siempre lo considerará correcto e iluminado por la razón que se adquiere al disponer del botón del mayor y más potente arsenal militar del planeta. Así, cualquier mequetrefe se rodea de aduladores incondicionales, como el profeta converso, aunque luzca completamente desnudo, no sólo de vestimenta, sino de ideas, valores o virtudes.

Basta el inaceptable uso de la violencia, de raíz racista, por parte de un policía que ocasionó la muerte de un ciudadano negro que pretendía detener, para arremeter contra los que se manifiestan en contra, desde el hartazgo por actos similares, de una deriva descontrolada en las fuerzas de seguridad del país. Que los propios norteamericanos, intransigentes con sus derechos, sean los que expresen en calles y ciudades su rechazo al racismo latente que evidencia aquella actuación policial, es objeto para que nuestro inefable defensor del “estatus trumpiano” no los vea como personas sensibles y sensatas, sino como auténticos descerebrados que han sucumbidos a una propaganda islamista que les ha inoculado un antiamericanismo y antijudaísmo intolerables.

Y ello porque, para el atento vigilante converso, todos estos fenómenos se circunscriben a una soterrada e inmensa conspiración mundial de elementos izquierdistas e islámicos que actúa contra el mundo civilizado occidental que encarna tanto EE UU, bajo la batuta de Trump, como Israel, bajo el gobierno sionista del corrupto Netanyahu. El resto del mundo, con China y Rusia como aldeas más o menos rebeldes, es una tierra baldía de envidiosos y avariciosos bárbaros, incluida la meliflua Europa.

Por eso tampoco hay que transigir con quienes se sienten preocupados de que su país se incline peligrosamente hacia actitudes “fascistoides” en la manera gobernar, con los que alertan del riesgo de que, en nombre de la democracia, se exalte al pueblo como una colectividad homogénea y virtuosa, como pretende el ultranacionalismo, se desprecie a las instituciones democráticas que sirven de contrapeso al poder, intentando incluso instrumentalizarlas, y se postule por la emergencia de un líder providencial que defienda la primacía nacional contra migrantes, naciones o culturas que se consideran hostiles. A quienes advierten de tales inclinaciones descaradamente filofascistas, se les tilda de locos anarquistas que odian América y a los americanos dignos de tal nombre.

Tanto para el taimado especulador inmobiliario que se ha aposentado en la Casa Blanca, gracias a mentiras y abusos, como para su minúsculo admirador en la distancia, el auténtico demonio y traidor de América ha sido -y es- el expresidente Barack Obama, negro por más señas, demócrata como no podía ser de otro modo puesto que el Partido Demócrata está infestado de traidores a la patria, y culto, como exige el arte de engatusar a las masas ignorantes que son propensas a caer en las redes de la verborrea y las ideas hermosas. Para el mandatario tuitero y su fiel adepto, Obama es un degenerado que fue capaz de perpetrar una escandalosa “sodomización intelectual” al pueblo llano, ese pueblo lleno de negros, de inmigrantes, de desviados sexuales, de burócratas militantes y de cuantos estómagos agradecidos se refocilan en las ciénagas inmundas de la América urbana y, por supuesto, de Washington. Por eso se dicen impulsados a “limpiar” la ciénaga de las alimañas que no piensan como ellos.

Así, el impulsor de iniciativas para extender el derecho a la sanidad entre los que no poseían recursos para sufragarse una medicina privada, que pretendía regularizar a los hijos nacidos en USA de inmigrantes totalmente integrados en la sociedad, que apostaba por la multilateralidad ecuánime en las relaciones internacionales y no por el imperialismo unilateral, y el que profesaba el respeto al Medio Ambiente y las políticas de sostenibilidad, ese inusual gobernante afroamericano y demócrata constituye la obsesión fóbica de Donald Trump y la ojeriza del aprendiz de demiurgo que emite sus soflamas desde la periferia de la periferia, tanto geográfica como académica.

Quien no perciba la nobleza y la heroica entrega del actual inquilino de la Casa Blanca y se deje seducir por la villanía islamizante de una socialdemocracia desnortada, es, para el crítico converso, un perfecto idiota, un ignorante hijo de puta que está socavando la república y destruyendo América. En su enajenación, el único que no se deja engañar es este advenedizo crítico que gusta demonizar e insultar a quien no comulga con sus ditirambos y paranoias. ¡Qué gran fabulador se ha perdido el mundo de la ficción literaria!

jueves, 11 de junio de 2020

La “paguita”


Me revienta la utilización del término “paguita” que emplean algunas personas para referirse, de manera peyorativa y despreciativa, al Ingreso Mínimo Vital (IMV) que ha incorporado el Gobierno de España a las prestaciones sociales que brinda el Estado a quienes carecen de recursos, justo en pleno azote de la actual crisis sanitaria y su derivada económica. Por el tono con que lo emplean, el diminutivo denota un profundo rechazo (más visceral que racional) a la concesión de una nueva ayuda pública, pero también la mentalidad de quien lo expresa, secundado críticas y argumentarios que, por lo general, no son suyos, sino que pertenecen a una ideología determinada que los difunde propagandísticamente.

Me enerva, como digo, el uso de esa palabra y el tono con que se pronuncia. Pero más me irrita la incapacidad de razonar por sí mismos de los que se limitan a repetir, como meros papagayos, consignas y eslóganes que escuchan de boca ajena. Máxime si, el que imita las posturas y el vocabulario de los reacios a todo progreso social, pertenece a estamentos de población que con mayor probabilidad van a necesitar de la solidaridad y el apoyo del conjunto de la sociedad, es decir, si quien la expresa son trabajadores y familias vulnerables que sobreviven de trabajos y salarios precarios con los que es imposible garantizar indefinidamente las necesidades básicas, como son la educación, la salud y, en primer lugar, la alimentación y sustento. Desgraciadamente, muchos de los que cuestionan el nuevo socorro están expuestos a depender en cualquier momento de un mínimo vital que les permita escapar de la miseria y, hasta cierto punto, vivir con dignidad. Los malintencionados dicen que esta prestación solo servirá para criar vagos. ¡Cuánta insensibilidad o ignorancia para insultar tan fácil y gratuitamente a los desfavorecidos!

Sin embargo, detrás de los detractores se esconde una ideología. Los que hoy se oponen a la nueva herramienta del Estado de Bienestar son los que ayer cuestionaron que se promulgara una Ley de Dependencia que aliviara la carga de los condenados a cuidar y mantener a sus mayores. Y los mismos que anteriormente criticaron que la sanidad se extendiera a toda la población e, incluso, que fuera un derecho y no un servicio garantizado a los que estaban cubiertos por mutuas o cartillas sanitarias. Los que consideraban excesivo las indemnizaciones por despido, la cuantía y duración de las prestaciones por desempleo, las subvenciones al empleo rural y hasta la última subida del salario mínimo interprofesional, pero no las nacionalizaciones de empresas en quiebra, el rescate de los bancos, las inversiones a fondo perdido en sectores industriales o la financiación pública de instituciones que no están sujetas a control democrático. Son los mismos que despotricaron, llevándose las manos a la cabeza, del matrimonio homosexual, el divorcio y el aborto cual afrentas a su concepción moral de la sociedad.

La preocupación que muestran por la capacidad económica del Estado para financiar la nueva prestación es, sin embargo, coherente con la aversión que tienen a una fiscalidad progresiva que les obliga pagar impuestos en función de la renta. Por ello votan a partidos que prometen bajarlos. Son acérrimos partidarios de “adelgazar” todo gasto social en las cuentas públicas. De ahí el desdén con el que esgrimen que la “paguita” será un despilfarro que alimentará la ociosidad de los desafortunados que están al borde de la pobreza y la exclusión. Son aquellos que comulgan con una ideología que considera que el mercado se basta para satisfacer las necesidades de los ciudadanos y que estos han de procurarse, sim importar las condiciones de origen, su propia viabilidad vital, sin ayuda del Estado. Los que, en definitiva, propugnan que la cohesión y la libertad de la sociedad descansan fundamentalmente en la existencia de un mercado que atienda las necesidades de la población y no de un Estado social que combata las desigualdades gracias a la solidaridad de todos sus miembros.

Esta renta mínima estatal, que garantiza un ingreso mínimo de 461,5 euros a los hogares atrapados en la pobreza, no es ninguna novedad en los países de nuestro entorno, aunque sea un derecho nuevo que se incorpora al Estado de Bienestar en España. En un país, como el nuestro, en el que la tasa de desempleo es estructuralmente irreductible por mucho que la economía sea boyante (lo que imposibilita el lema conservador de que el trabajo es la única forma de combatir la pobreza), era una necesidad prestar a las capas de población más vulnerables un recurso que les permita escapar de la pobreza extrema y la exclusión social. No se trata de repartir caridad, sino de mostrar justicia y solidaridad para que el beneficio que la sociedad genera también alcance a quienes, por infinidad de causas, no han tenido la oportunidad ni los medios para desarrollar sus proyectos de vida. Y son muchos. De hecho, España es el segundo país con mayor pobreza entre los 28 de la UE. Una de cada cinco personas está en riesgo de ser pobre e incapaz de sufragar sus necesidades básicas. Se trata, por tanto, de combatir esta situación y construir una sociedad cohesionada y justa que no deja en la orilla a ninguno de sus componentes. Para ello, nuestro Estado de Bienestar se dota de un nuevo derecho con el que poder reducir la pobreza severa.

Sólo los que consideran que el Estado no debe atender el interés mayoritario de la comunidad están en contra de cada nuevo derecho que se conquista por la ciudadanía. Y lo rechazan y desprecian, apelando incluso al miedo y el insulto. Los pertenecientes a esa mentalidad retrógrada, contraria a todo progreso, no pudieron impedir que ayer, miércoles, se aprobara en el Parlamento español la tramitación como proyecto de ley de esta iniciativa que viene a fortalecer nuestro Estado de Bienestar y, por tanto, al conjunto de la sociedad. Sólo los que descalifican como “paguita” el nuevo derecho social votaron en contra o se abstuvieron, como han hecho siempre que este país ha avanzado en libertades y progreso. Y se debería tomar nota de ello.

martes, 2 de junio de 2020

La reconquista de la derecha


La derecha política en España (que engloba a la derecha económica y social) nunca ha renegado de su herencia franquista ni de sus actitudes dogmáticas, aunque las haya camuflado en todas las ocasiones en que ha creído oportuno aparentar ser civilizada. Cada vez que se ha visto apartada del poder, recupera su verdadero rostro intransigente y sectario para desprestigiar y descalificar al adversario, sin obviar la manipulación, la mentira y cualquier otro método eficaz, pero poco leal y moral, de influir en la opinión pública y ganarse la confianza de la ciudadanía. Son actitudes recurrentes que la derecha española, desde la reinstauración de la democracia, ha exhibido siempre que se siente agraviada con la pérdida del poder, es decir, cada vez que ha tenido que pasar a la oposición. No tolera que la desalojen de “su cortijo” al pensar que posee título de propiedad de la Nación y méritos exclusivos para apropiarse de su bandera y arropar con ella su ideología.

Esa derecha autoritaria, máxime cuando una facción ultra se ha desgajado de ella y se ha organizado de manera autónoma, intenta querer ser la casa común del pensamiento conservador español, para atraer a esos hijastros díscolos, con mensajes y comportamientos más propios de la vieja derecha cavernícola y predemocrática, utilizando incluso las instituciones donde gobierna para cuestionar o socavar la legitimidad y el prestigio de los encargados por voluntad popular de dirigir el país. Y no duda, con tal fin, en hacer uso de la ofensa personal y la falsedad, convencida de que extender la infamia y la injuria sale rentable electoralmente, como ha sucedido otras veces.

La actual derecha política -pilotada hoy por un joven sin más “galones” que una licenciatura obtenida en una universidad que expide títulos a los cachorros de la élite dirigente, sin necesidad de asistir presencialmente a clases, y con la única experiencia de haber sido el encargado de portar el maletín al antiguo líder de la formación cuando resultó elegido presidente de Gobierno-, vuelve a las andadas de la descalificación y la deslegitimación del adversario en el poder. Sufre el sarpullido que le produce lo que califica de injusticia histórica, no gobernar, al creerse la única capacitada de hacerlo. Y retoma los añosos vicios descalificatorios y despreciativos.

Para esa derecha retrógrada, el actual Gobierno de España no tiene la misma legitimidad que cualquier otro emanado por decisión del Parlamento de la Nación, como establece la Constitución. Y percibe a sus miembros como conjurados de una secta de izquierdistas, separatistas, comunistas, filoterroristas y bolivarianos, epítetos con los que constantemente califica al Ejecutivo con el propósito de impregnar un efecto goebbeliano a sus mensajes para que puedan influir en la opinión pública. E incluso lo acusa de ser una “dictadura” democrática por ejercer competencias previstas para situaciones de emergencia que posibilitan el cumplimiento en todo el país de las medidas adoptadas para afrontarla. Ese juego semántico con términos antitéticos y contradictorios, usuales en la literatura (estruendoso silencio, calma tensa, lleno de vacío, etc.), chirría en política porque revela la pretensión de camuflar la carencia de argumentos sólidos que justifiquen tanta acritud y rechazo por la acción de gobierno. De hecho, sólo manifiestan, cual marca de la casa, la actitud de reconquista emprendida por la derecha, dispuesta a recuperar, a cualquier precio, el usufructo vitalicio del poder, que cree merecer por derecho natural. Se trata de una derecha entregada a comportarse como el perro del hortelano: que ni gobierna (porque no puede) ni deja gobernar (porque asimila como usurpador a todo el que le arrebate el poder).

Cualquier asunto le es válido para confrontar con el Gobierno. Y ningún tema le resulta meritorio para el consenso que precisa el interés del Estado y el bien general. Ni siquiera una situación excepcional como la emergencia sanitaria a escala global que representa la pandemia del Covid-19. Desde las primeras iniciativas implementadas por el Gobierno, la derecha ha buscado erosionar cuando no culpabilizar al Ejecutivo. Incluso ha llegado a responsabilizarlo de presunta tardanza en actuar, cuando ningún otro partido -y menos el que hace esta critica al Gobierno- hubiera decretado antes el estado de alarma, como reconoce la catedrática de sociología e investigadora del CSIC, Ángeles Durán, en una entrevista reciente en El País. Al contrario, la actitud de la derecha frente a la emergencia ha sido elocuente en los países donde gobierna, como, por ejemplo, el Reino Unido, Estados Unidos de América o Brasil, en los que ha pretendido restar importancia a la pandemia, minusvalorar su gravedad, decretar a regañadientes el confinamiento de la población y acelerar cuanto antes la desescalada, porque para ella lo prioritario es la economía y no la salud pública. Y cuando se ha sentido obligada a apoyar tales medidas en nuestro país, en esos primeros tiempos en que se contabilizaban cerca de mil muertos diarios, lo ha hecho procurando el reproche ante la supuesta ineficacia e irresponsabilidad del Gobierno por no prever lo que nadie había previsto en ningún sitio: la aparición de una epidemia mundial. Y por no saber gestionar ni disponer los recursos con los que combatirla y evitar su propagación descontrolada por todo el país.

Resultan cínicas tales acusaciones de la derecha cuando esa ideología ha sido la causante, con sus medidas neoliberales, del deterioro de los servicios públicos esenciales, en especial de la precariedad de los recursos humanos y materiales en la sanidad, y de la externalización al sector privado de la gestión de hospitales y residencias de ancianos. Que estos factores hayan favorecido en buena medida el agravamiento de las consecuencias de la epidemia en Madrid, no parece que frenen la hipocresía de una derecha que ignora la realidad cuando contraviene sus cálculos electoralistas y expectativas partidistas. De ahí, también, su machacona insistencia -con igual intención goebbeliana- en atribuir al Ejecutivo, al no prohibir la manifestación del Día de la Mujer de marzo pasado, la aparición del foco pandémico de Madrid, el más importante de los surgidos en España por número de contagios y muertos, a pesar de la cuota de responsabilidad que le corresponde a la derecha como formación que gobierna la región y su capital desde hace décadas. Era para permanecer callada y brindar un apoyo incondicional a la batalla gubernamental contra el virus. Por eso resulta incomprensible la crispación que alimenta el gobierno regional, con la anuencia de la dirección nacional del partido, incluso por cuestiones epidemiológicas decididas por un comité de expertos. Un enfrentamiento rabioso que responde a esa estrategia de negar toda colaboración y responsabilidad institucional. La derecha está empeñada en iniciar la reconquista del Gobierno, sin preocuparle asuntos de máxima gravedad como la actual emergencia sanitaria. Y se equivoca.

Pero mucho más grave es, aún, el cuestionamiento del sistema democrático que practica la derecha para hacer distinción “cualitativa” de los representantes de la soberanía popular que surgen de las urnas. Como si la democracia fuera válida según los que salgan elegidos y los votos no tuvieran el mismo valor democrático. Poner en solfa el sistema, como hace la derecha para deslegitimar acuerdos parlamentarios, es alinearse con quienes denuestan la democracia porque prefieren imponer sus criterios por vías menos deliberativas. Tal actitud es sumamente peligrosa por cuanto este país, que ha padecido la lacra del terrorismo, ha conseguido la hazaña cívica y moral, tras décadas de sufrimiento e ímprobo esfuerzo, de convencer a los disconformes y radicales de que cualquier ideal puede ser defendido legítimamente de manera pacífica y democrática. Atraer los violentos a la democracia ha sido el triunfo de la razón. Y se ha logrado gracias a una insoslayable defensa de la democracia y, por supuesto, a la labor de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Sin democracia no se hubiera podido derrotar al terrorismo.

Por tal motivo, causa estupor y verdadera preocupación la banalización de la democracia que hace la derecha cuando niega legitimidad y validez a pactos y acuerdos alcanzados entre las fuerzas parlamentarias, sospechando e insinuando concesiones espurias y no aquellas que permite el ordenamiento constitucional. Cada vez que esa derecha acusa al Ejecutivo de depender de los votos de independentistas, comunistas y herederos del terrorismo lo que hace es cuestionar el actual sistema democrático que ha proporcionado el mayor período de estabilidad, paz y progreso en la historia a nuestro país. Y todo por réditos electorales y cálculos partidistas para desprestigiar al adversario y reconquistar el Gobierno. Pero no todo vale y alguna vez, si no quiere seguir fragmentándose, deberá regirse de manera civilizada y con la responsabilidad que se le supone a un partido con posibilidad de gobernar.