domingo, 29 de junio de 2014

Pongamos que hablo de ti


Pongamos que alcanzo el verano, que descubro el descanso tras el agotador invierno y que recalo en tus playas generosas y limpias donde me entrego a confundirme con tu piel de arena tibia y me dejo acariciar por tus manos frescas de mar y brisa. Pongamos que mis párpados se entornan para no deslumbrarse con la luz de tu hermosura y que mis labios se entreabren para saborear tu aliento húmedo y marino. Pongamos que mis oídos me adormecen con el rumor de olas que acunan el mar y que mi nariz se embriaga con el olor del viento y la vida. Pongamos que sueño paraísos perdidos bajo el sopor del sol y que balbuceo dormido palabras que erizan el vello. Pongamos que el calor y la tranquilidad engañan a mis sentidos y que mi mente se extravía por rincones de inconsciencia. Pongamos, entonces, que hablo de ti, benditas vacaciones.

sábado, 28 de junio de 2014

El llanto de un hijo


No nació en plena guerra, ni lo aquejaba enfermedad alguna. No sufría taras físicas o psíquicas que invalidaran su desarrollo, ni crecía en un hogar desestructurado en el que faltara un progenitor o escaseara el sustento. Sus necesidades estaban cubiertas con creces y la dedicación que le profesaban era absoluta, convirtiéndolo en el centro de atención de cuántos le rodeaban. Sin embargo, cada vez que lloraba y no se calmaba parecía el niño más vulnerable e indefenso del mundo. Esa era la sensación que embargaba a su madre por mucho que le describieran todas las circunstancias de las que se había librado su hijo. Aquel llanto rasgaba el silencio como un afilado cuchillo sonoro que se agita en el aire contra todos los males que acechan a un hijo, el lamento más desesperante cuando no se acierta responder lo que demanda. Simplemente, el llanto de un recién nacido y las preocupaciones de una madre primeriza.

viernes, 27 de junio de 2014

El túnel del tiempo


Hay veces que la realidad parece que viaja en el túnel del tiempo. Presenta situaciones ya superadas de épocas pasadas, como si retrocediéramos al inicio de un camino ya recorrido. Por mucho que se busquen huellas del presente, la realidad sólo ofrece una actualidad trufada de encrucijadas pretéritas, hechos repetidos y vueltos a revivir como si padeciéramos un déja vú. Sentimos entonces la sensación de caminar para atrás en vez de avanzar hacia el futuro. De esta forma incidimos en problemas que estaban resueltos y retomamos iniciativas que se apartan de la modernidad y el progreso al que creíamos dirigirnos. Es la reaparición de añejos problemas y replantearse aquellas soluciones lo que nos devuelve a tiempos que no dejan de condicionarnos, nos vuelve a llevar otra vez al pasado, como si girásemos en un eterno retorno del que no es posible escapar.

Sólo así se explica que las mujeres vuelvan a luchar por el derecho al aborto, vuelvan a exigir la capacidad de decidir sobre su cuerpo y reclamar la potestad de interrumpir un embarazo sin que agentes extraños -sean políticos o religiosos- decidan por ellas ni intervengan en decisiones que sólo a ellas competen. El túnel del tiempo nos hace otra vez reivindicar la libertad de abortar sin más restricciones que las establecidas por la ciencia en su concepto de la gestación humana. Un derecho no mediatizado por imperativos religiosos ni prejuicios morales o ideológicos que, en todo caso, debieran afectar a quienes abracen tales creencias y acepten voluntariamente guiarse por ellas, sin ser impuestas al conjunto de la sociedad.

Pero reincidimos en el problema y recuperamos actitudes punitivas contra el aborto, nos retrotraemos a legislaciones que niegan un derecho, lo constriñen a consideraciones morales y lo autorizan sólo en supuestos tan limitados que prácticamente lo imposibilitan si no se quiere correr el riesgo de acabar en la cárcel. Volvemos a plantarnos en una vieja encrucijada y conseguimos devolver otra vez el temor en las caras a muchas mujeres que se ven obligadas a peregrinar por médicos y clínicas o improvisar precipitados viajes al extranjero para suspender un embarazo no deseado. Un miedo que regresa de la mano intransigente de una moral que dicta leyes y tutela costumbres mediante la prohibición, la represión y el castigo, por simple imperativo religioso, en una sociedad aconfesional constitucionalmente. Se trata de un choque traumático con un pasado irremisible.

Un viaje de vuelta que nos lleva a la censura, a prohibir publicaciones, a controlar la libertad de expresión, a cercenar el producto elaborado por periodistas o dibujantes de viñetas, en definitiva, a desconfiar del crítico e impedir que difunda su pensamiento contrario a lo establecido mediante sutiles o groseras maneras de coacción. Revistas señeras, como El Jueves, dedicadas al humor, no pueden abordar ciertos temas porque ofenden a instituciones o personajes públicos que se consideran intocables, inviolables. Incluso medios que creíamos de una seriedad y un predicamento insobornables, como el digital The Huffington Post, recurren a la censura periodística para la redacción de determinados asuntos. Ya no hay expresas prohibiciones gubernamentales, pero persisten viejas actitudes entre los propietarios empresariales de la mayoría de los medios de comunicación que limitan el libre ejercicio de una profesión que, si tiene alguna virtualidad, es la de desconfiar de cualquier poder, de sacar sus trapos sucios y dar a conocer todo lo que se deseaba mantener muy oculto. Otro choque traumático de una involución que nos devuelve a épocas de pensamiento único y referendos ganados por unanimidad.

Pero si algo causa pavor en este retroceso en el tiempo, si algo provoca la alarma más preocupante, es el resurgir de la pobreza, la vuelta a la miseria de los más indefensos de la población: los niños. Volvemos a no poder darles de comer, a tener que recurrir a la limosna de organizaciones de carácter social y a la compasión de algunas administraciones para ofrecer almuerzos escolares que posibiliten, al menos, algún alimento en condiciones al día a nuestros hijos. Más de dos millones de niños se hallan bajo el umbral de la pobreza en nuestro país, según un informe sobre pobreza infantil de Save the Children que debería causarnos vergüenza. Y esta situación se produce no por culpa de alguna calamidad sobrevenida en las cosechas, alguna catástrofe natural, sino por la voluntad de decisiones políticas, por el sometimiento a unos dictados económicos que controlan la actuación de gobiernos sumisos y claudicantes para conseguir un modelo de sociedad en el que unos pocos ganan cantidades astronómicas a costa del empobrecimiento del resto de los ciudadanos. También de los niños. Y no importa, porque el Estado ahorra y cuadra las cuentas al invertir en niños 1,4 por ciento del PIB en vez del 2,2 de Europa. He ahí una de las causas.

Con tantos recortes y reformas que sólo precarizan trabajos, salarios y derechos, acabaremos precipitándonos en el pasado más indeseado, el de las cartillas de racionamiento, el de los harapientos pidiendo limosnas por las esquinas, el de los ricachones que ofenden con su sola presencia, una presencia que contrasta con la pobreza general, con los latifundios y los monopolios, con las porras de los policías y las redadas contra las libertades, con las censuras políticas, religiosas, económicas o de costumbres, con caciques y terratenientes omnímodos, con gobiernos autoritarios y sectarios, con imposiciones dogmáticas y aclamaciones absolutistas, con pueblos atemorizados y abandonados a su suerte para que unos pocos vivan como reyes, con la emigración como salida a tanta podredumbre, con la pérdida de nuestros mejores cerebros a causa de la intransigencia y la ceguera de unos gobernantes incapaces de atender a la gente, sólo al mercado. Volvemos a un pasado remoto que creíamos haber superado y que, sin embargo, resucita en cada hecho de la actualidad. Parece una pesadilla de la que no se puede despertar y que te hace vivir el presente con angustia y tristeza. Es un choque traumático viajar por el túnel del tiempo para avanzar hacia atrás.
Paren, que me bajo

martes, 24 de junio de 2014

Soledad sin identidad

La Seguridad Social continuó pagándole la pensión y los bancos cobrándole las facturas con la automática rutina de las domiciliaciones, sin necesidad de ver el rostro en el que podían iluminarse o entristecerse unas pupilas ante tantos papeles llenos de cifras y números.

Los vecinos sabían de su existencia por los esporádicos saludos de cortesía que se intercambiaban en la escalera, sin que nunca hubieran establecido más diálogo que un sucinto adiós o buenos días. La puerta de su vivienda encerraba el misterio de una soledad huraña, reacia a compartir compañía con nadie. Ni su familia había podido nunca localizarlo en su deambular por pisos de alquiler, a pesar de haber comunicado su ausencia a probos funcionarios que se limitaron a registrar su nombre en la lista de personas desaparecidas.

Supieron que había muerto cuando un okupa allanó su vivienda creyéndola vacía. Su cadáver medio momificado continuaba sentado frente al televisor desde que un infarto decidiera terminar con aquel aburrimiento de vida. Llevaba cerca de dos años sin alma y ni los bancos ni la Seguridad Social se habían percatado de estar pagando una pensión y cobrando las facturas a un muerto. Nadie lo había echado de menos, ni siquiera él mismo se había enterado de su fallecimiento. Sólo la soledad en la que se había refugiado pudo conocer la visita de la muerte con su silente indiferencia, semejante a la que le habían mostrado todos cuando estuvo vivo. Para morir no requirió más acompañamiento que el de su voluntario aislamiento de un mundo burócrata que cursa impresos sin importar las personas. Ahora buscan un culpable al que exigir la devolución de las pensiones indebidamente abonadas. Y sólo hallan el silencioso vacío que no supieron advertir a tiempo. Ni el okupa desea quedarse en aquella casa donde sólo mora una soledad tan fría como el cadáver que la habitaba.

lunes, 23 de junio de 2014

Un caramelito electoral

El Gobierno acaba de presentar un proyecto de  reforma fiscal que vende como una rebaja de impuestos que intenta compensar las enormes subidas de hace dos años. El momento no ha podido ser más oportuno, ya que la reducción impositiva entrará en vigor en el ejercicio de 2015, año electoral en que se convocarán elecciones municipales y autonómicas y en las que el Partido Popular espera revalidar los resultados que le dispensaron el poder en la mayoría de comunidades autónomas y ayuntamientos. Se trata de aflojar el lazo fiscal que asfixia a los contribuyentes cuando les toque acercarse a las urnas, con la ilusión de más calderilla en los bolsillos.

Y es que, más que una verdadera reforma fiscal, se trata de una reducción del impuesto sobre la renta (IRPF), eliminando algunos tramos del mismo (de siete a cinco), que favorece fundamentalmente a las rentas más altas, pues salen claramente beneficiadas al soportar una menor presión fiscal. Ahí se produce la primera crítica de la reforma: pierde progresividad donde debía serlo con más rotundidad. Según técnicos del Ministerio de Hacienda, las rentas menores a 11.200 euros al año no gozarán de ninguna rebaja, mientras que los que perciben más de 150.000 euros conseguirán una sustancial reducción de sus impuestos.

De esta manera, aquellos contribuyentes que ganen más de 60.000 euros al año cotizarán al 47 por ciento, cuando hasta ahora lo hacían al 51 % a partir de 175.000 euros, y al 52 % si ganaban más de 300.000 euros. Para esos afortunados contribuyentes (un 0,3 % del total, pero con un enorme poder adquisitivo), la reducción del 52 al 47 % representará un importante ahorro que podrá dedicar a especular y engordar el patrimonio, como suele ser habitual. Ya se les premió con una amnistía fiscal que por un módico precio les permitía regularizar el dinero evadido a paraísos fiscales. Ahora, además, se les vuelve a premiar para que paguen aún menos impuestos.

Como queda dicho, las rentas más bajas de la tabla apenas detectarán ahorro alguno. Los “mileuristas” y los que cobran el salario mínimo, aunque formalmente cotizarán con un tipo menor (del 24,76 % al 20 %), la bajada se verá contrarrestada con los mínimos personales o con la posibilidad de no tener que presentar declaración de renta. El grupo más numeroso de contribuyentes, los que engrosan los tramos comprendidos entre los 12.450 hasta los 60.000 euros anuales de ingresos (tres tramos), pertenecientes a esas clases medias cada vez más machacadas y empobrecidas, sólo disfrutarán de una rebaja de 1 % de media. Es más, entre los 20.200 y 33.007 euros, el tipo será igual al actual e incluso aumentará en 2015 al 31 %. La gran recorte fiscal será para las rentas superiores, como hemos señalado, que verán reducir sus aportes a la Hacienda pública del 52 % al 47 % en 2015, y al 45 % en 2016. ¡Menuda rebaja para los que más ganan!

Si ya la OCDE había advertido, precisamente el día previo a que Cristóbal Montoro presentara la reforma fiscal, sobre las desigualdades que se producen a la hora de distribuir la factura de la crisis entre los ciudadanos, situando a nuestro país como el que  más desigualdades fomentaba, superando incluso a los intervenidos Grecia, Irlanda y Portugal, ahora con la nueva reforma fiscal se ahonda esa brecha que incide en castigar con mayor dureza a los que menos tienen. Mientras aumenta el número de ricos y sus remuneraciones apenas se ven erosionadas, las clases medias y los pobres ven mermar sus ingresos progresivamente, no sólo por la falta de trabajo, la precariedad laboral y la reducción de salarios, sino también por el afán recaudatorio del Gobierno y sus políticas para mantener los ingresos a costa de las masas trabajadoras y las rentas del trabajo, fundamentalmente.

Es el IRPF el que aporta más ingresos a la Hacienda pública, mucho más que las grandes empresas. Las más importantes del Ibex 35 sólo pagan el 18 % de su beneficio, un 5% los bancos, y los patrimonios de muchos dígitos, un 1 % si operan a través de una Sicav. Es decir, la financiación de los servicios públicos en España corre a cuenta de los asalariados, quienes contribuyen de manera directa e indirecta al sostenimiento tantas veces esgrimido en su mantenimiento. No sólo aportan la mayor parte de los recursos para su sostén con impuestos directos, sino que además participan a través de  impuestos indirectos sumamente injustos, como el IVA, que han de pagarse sin importar el nivel de renta.

Reducir los tramos de renta en el IRPF en beneficio de las más altas evidencia la “música” de esta última reforma fiscal del Gobierno, ya que la pérdida de progresividad del impuesto reducirá la aportación de los más ricos, quienes menos necesitan de los servicios públicos y, por tanto, no se sienten concernidos a colaborar en la financiación de los mismos. Ello incidirá en su deterioro o en un mayor coste, vía copagos y repagos, cuando no en la deseada privatización tan apetecida por la iniciativa privada, que hace cargar los gastos al usuario, a pesar de que sigan pagando simultáneamente sus impuestos.

La rebaja de impuestos queda, pues, en una mera ilusión de cara a los próximos comicios, por mucho que el Gobierno se empeñe en querer vendernos la moto. A pesar de su afición a las reformas “estructurales”, el proyecto presentado por el ministro de Hacienda dista mucho de ser una reforma fiscal en profundidad, que busque una mayor justicia fiscal y un reparto más equitativo del gasto público. No sólo renuncia a una verdadera progresividad fiscal, sino que ni siquiera actúa sobre la economía sumergida, donde se genera la mayor bolsa de fraude fiscal (estimado en cerca del 10% del PIB), ni equilibra las cargas con una mayor fiscalidad de las rentas del Capital, que gozan de numerosas exenciones y bonificaciones. Es bochornoso que en este país una familia soporte mayor presión fiscal que una empresa y pague mucho más, proporcionalmente a sus ingresos, que un rico. En ese contexto, hablar de rebaja de impuestos por parte del Gobierno es una ofensa a quienes de verdad pagan impuestos en España: a los que se los descuentan directamente de la nómina. Todos los demás se escaquean de sus obligaciones fiscales con la ayuda del Gobierno.

Así que el año que viene, con este caramelito, vaya usted a votar, si se deja engañar. Y prepárese para cuando vengan nuevos recortes después de las elecciones, no se vaya atragantar con el caramelito.

sábado, 21 de junio de 2014

Hoy comienza el verano


Según los astrónomos, desde hoy estamos en la estación de verano, cuando más calor hace en el hemisferio norte del planeta, un calor que achicharra a los que tienen la “suerte” de vivir en el sur del hemisferio, más cerca del ecuador, como Andalucía, que de tan al sur hace frontera con África, del que lo separa el Estrecho de Gibraltar, una delgada verja de agua que se puede saltar con un bote neumático.

Oficialmente, desde las 12 horas y 51 minutos, de hoy sábado 21 de junio, será verano, una estación que durará 93 días y sucumbirá, para dejar paso al otoño, el 23 de septiembre próximo. Para muchos -también para mí-, una eternidad. Porque el calor no empieza a partir de hoy, sino que lleva con nosotros desde hace semanas, y lo que hará será incrementarse hasta convertir los días en calderas donde se cuecen al sol los que les gusta sentirse sardinas a la parrilla, apretujaditos sobre la arena expuestos a una insolación.

El verano es un período seco, árido, insoportable si no estás constantemente a remojo, por fuera y por dentro, que sólo se disfruta porque es cuando conceden las vacaciones a niños y adultos, y que se aprovecha para pasarlo bien en embotellamientos en la carretera, exprimir la cartera en chiringuitos que hacen su agosto y regresar exhaustos de tanta inactividad agotadora. Tan extenuante que algunos se divorcian tras esa experiencia veraniega.  

Así que quedan advertidos: hoy arranca el verano y habrá que protegerse de sus peligros. Embadúrnense de cremas solares, consuman lo que no está escrito y hagan vida vampira de salir por las noches. Yo les espero como aguardo el otoño, con paciencia y resignación. Qué quiere que les diga, prefiero la tranquilidad del campo en  otoño que las playas abarrotadas del verano. Cuestión de gustos. ¡Que disfruten!

Imaginación

La existencia más aburrida puede permitirse el lujo de soñar, de escapar de las paredes físicas y morales que constriñen su libertad. Justo cuando más espesa es la atmósfera que nos asfixia, más ansias por respirar agitan nuestro estado. Por pesadas que sean las cadenas que nos atan a todos los convencionalismos, mayor es el impulso de la imaginación por librarse de ataduras y volar hacia paraísos que siempre nos han estado vedados, ocultos tras nubes de dogmas y represiones. Sólo es cuestión de echarle imaginación, esa que sólo tú despiertas.

viernes, 20 de junio de 2014

¿Qué se puede esperar?


Hay veces que la realidad se vuelve tan tenebrosa que el pesimismo acaba contagiando el ánimo del más ingenuo optimista. Por mucho que te afanes por buscar alguna rendija de esperanza, sólo consigues encontrar tinieblas que cubren el presente y que amenazan con extender su negra espesura sobre el futuro. Entonces te preguntas qué se puede esperar si todo lo das prácticamente por perdido, cuando las certezas de ayer se volatizan cual humo a causa de los vientos que arrasan con todas las conquistas que daban cobijo a los desheredados y humildes.

Fueron muchos los signos que preconizaron esta derrota, señales desde todos los ámbitos que apuntaban a la actual situación, y no les hicimos caso. Confiamos en la solidez de lo construido y nos relajamos. Caímos en la dejadez para que nos convencieran que era necesario optar por la seguridad frente a la libertad si queríamos defender nuestra forma de vida, y transformamos el Estado de Derecho en uno policial. Consentimos muchas mentiras y miramos hacia otro lado en los abusos y la corrupción, sin exigir responsabilidades, antes al contrario, premiando a los listillos para que siguieran gozando de impunidad en los puestos donde los aupábamos. Fuimos retrocediendo en derechos, bienestar y servicios en aras de una economía de cuyo desequilibrio no éramos responsables para que los culpables se libraran de las consecuencias y las endosaran a los ciudadanos.

Qué esperar de un Presidente que es capaz de mentir al Parlamento cuando asegura desconocer la financiación ilegal que se practica en su propio partido. Un presidente que niega en público la amistad con el tesorero de su formación cuando éste ya está en presidio, lo que no obsta para que le envíe mensajes telefónicos justo una semana antes de que declare su desconocimiento en el Parlamento, muestre ignorancia de lo que se cocía en su partido y en sus narices. Qué se puede esperar de un partido donde los sobres engrasaban conciencias y doblegaban voluntades hasta blanquear la memoria y la honestidad de tantísimos dirigentes como los que figuran en la contabilidad del tesorero traidor engominado.

Qué se puede esperar de presidentes de autonomías que consiguieron mayorías absolutas para estafar, enriquecer a propios y amigos, nunca a extraños, y saquear las arcas públicas, si sólo son juzgados cuando el daño es irreversible y el hedor insoportable, y cuando hasta el sastre testifica que los trajes de finos paños que confeccionó al Poder eran abonados por una red mafiosa que obtenía pingues contratos con la administración, sin necesidad de más concurso que el de la amistad sobornada. O de aquellos que dejan que los subalternos administren sin control los recursos presupuestados para alimentar un clientelismo político y la ambición de unos cuantos desaprensivos. Incluso esos otros que autorizan acuerdos presuntamente sin ánimo de lucro pero que acaban engordando el patrimonio de altísimas personalidades por el mero hecho de sus relaciones y apellidos.

Qué se puede esperar de una Administración donde los excesos salpican incluso las altas instancias del Estado y obligan a un rey abdicar por el deterioro y la desconfianza que corroe a las instituciones. Qué esperar de un monarca que, al entregar la corona, está siendo solícitamente compensado por el Gobierno para que, ni siquiera como simple ciudadano, se le pueda imputar delito alguno gracias a un aforamiento judicial a la carta que casi preserva la inviolabilidad que lo protegía. Qué esperar de un país donde los privilegios se heredan y las leyes no son iguales para todos.

Qué esperar de esas leyes que penalizan a los manifestantes, criminalizan el descontento y castigan la discrepancia, para permitir que la policía cargue contra bachilleres que protestan por la falta de calefacción en los colegios, trabajadores en paro de empresas sin pérdidas, familias acorraladas por la avaricia de los bancos o de los patronos y que se rebelan cuando son desahuciados, ahorradores estafados que exigen la devolución de sus pequeños capitales, estudiantes que claman contra el encarecimiento de las matrículas y los recortes en las becas, campesinos en tractoradas por la falta de ayudas a un campo que se muere de abandono, inmigrantes que huyen de la miseria para dejarse la piel en alambradas del miedo con púas de odio xenófobo, funcionarios hartos de ser vapuleados y criticados por optar a una plaza de empleo público, mujeres que se tiran a la calle para exigir el derecho a decidir sobre su propio cuerpo sin que curas y meapilas, aunque sean ministros, decidan por ellas, ancianos que desean conservar su pensión para apurar sus últimos días sin sobresaltos, ciudadanos en general cada vez más hartos y que añoran la libertad.

Qué se puede esperar de una Justicia benévola con los poderosos, que aparta antes a un juez de su profesión que encarcelar un banquero, aunque sean conocidos los correos que evidencian su participación en una enorme trampa para atrapar a miles de pequeños clientes, abusando de su buena fe y su ignorancia, con productos financieros de alto riesgo que sirven paras desplumarlos; una Justicia que ampara al acaudalado hábilmente relacionado con la política, pero que vigila, sanciona, aparta y condena a jueces que osen investigar las tramas corruptas de los partidos y las “ingenierías financieras” de la banca. Una justicia laxa con el rico y extremadamente rigurosa e intimidatoria con el trabajador que reclama trabajo y un salario.

Qué se puede esperar si ya se criminalizan los sindicatos y los movimientos sociales, si comienzan a dictarse penas de cárcel -como en épocas infaustas- contra piquetes de huelga que ejercen el derecho al pataleo, defienden derechos laborales y contrarrestan la presión de comerciantes y empresarios cuando impiden a sus trabajadores sumarse al paro bajo coacciones y amenazas. Qué esperar si la fiscalía solicita tres años entre rejas, como condena “intimidatoria”, a los que se “extralimiten” en una huelga, no a los empresarios que esclavizan al trabajador y hacen tabla rasa de sus derechos laborales. Unas penas tan excesivas que hasta los denunciantes las consideran desproporcionadas porque castigan a dos ciudadanos sin antecedentes que se alinearon a favor de los humildes y los perdedores, dos activistas surgidos de la misma inquietud social que se manifestaron en una huelga contra los recortes y el empobrecimiento de la población, y por ello han sido condenados, por participar en un piquete. Uno es un estudiante de medicina de 25 años, y el otro, una mujer de 56 años, parada, como millones de personas en este país. Materializaron el grito de los desafortunados, y eso molesta: hay que callarlo sin contemplaciones.

Qué se puede esperar de estos tiempos de penurias y calamidades, de recortes y empobrecimientos generalizados, de desmantelamiento controlado de prestaciones públicas con tal de que la iniciativa privada haga negocio con las necesidades de la gente, de imposiciones ideológicas en los usos y costumbres de las personas, de retroceso en los derechos, de pérdidas de libertades, de fanatismos religiosos, de racismo y xenofobia, de machismo asesino, de atropellos al débil, de desigualdad y egoísmos, de erosión de la democracia y de la vuelta a los feudalismos.

¿Qué cabe esperar sino la desesperanza y la apatía, la frustración y el descontento, el desapego a una realidad dolorosa y triste que nos aplasta como una losa que nosotros mismos hemos fabricado pesada? ¿Qué se puede esperar de nuestra desidia y renuncia al compromiso?

lunes, 16 de junio de 2014

Don Felipe, ¿un rey republicano?

La reinstauración monárquica de España, decidida por el general Franco en tiempos de la dictadura, tendrá continuidad con la sucesión al trono del Príncipe Felipe, hijo del rey Juan Carlos I, el próximo 19 de Junio. Es un hecho previsto en el ordenamiento legal de nuestro país, tras aprobarse en referéndum la Constitución de 1982, que establece la monarquía parlamentaria como forma de Gobierno de un Estado Social y Democrático de Derecho.

En principio, y aún no siendo simpatizante de la monarquía, la figura de don Felipe de Borbón y Grecia, de 46 años, no me causa animadversión en sí misma, ya que el Príncipe siempre ha sido discreto, no se ha arropado de boatos innecesarios y lleva preparándose durante toda su vida para asumir lo que el próximo día 19 conseguirá: acceder al trono del Reino de España tras la abdicación de su padre, quien ha estado cerca de 40 años portando la Corona. Como muchos cientos de miles de jóvenes universitarios de nuestro país, el futuro monarca está suficientemente preparado para enfrentarse a los retos de una España moderna y dinámica que aspira conquistar mayores cotas de progreso, riqueza y bienestar. No se le niega, pues, al nuevo rey capacidad, formación y experiencia necesarios para ejercer la Jefatura del Estado con la dignidad y “auctoritas” que requiere el cargo de representar a todos los españoles sin distinción y para actuar de árbitro neutral entre los poderes del Estado. Don Felipe, de hecho, puede llegar a ser, si se lo propone, un excelente rey ya que cuenta con el ejemplo de su padre para evitar los errores y excesos que aquel cometió y que empañaron los últimos años de su reinado, erosionando el prestigio que la institución consiguió durante la Transición, y el desapego de los ciudadanos.

Para empezar, el próximo rey deberá despojar a la monarquía de los lastres que anclan la institución en tradiciones trasnochadas y hábitos caducos que la convierten en rémora superada de un pasado feudal. El mismo don Felipe rompe con su conducta personal, al casarse con una divorciada a la que convertirá en Reina consorte, muchos de aquellos estereotipos hipócritas de rectitud moral en las apariencias. También lo hace al desechar la celebración de una misa religiosa tras los actos de su proclamación, al objeto de respetar la aconfesionalidad constitucional del Estado. Ambos hechos evidencian rasgos de adecuación de la monarquía a los tiempos presentes.

Sin embargo, ni el futuro rey ni la institución monárquica parecen poder desprenderse de todas las servidumbres a las que están obligados por intereses, tradición e imperativos diversos. En ese sentido, y aunque es protocolario que su majestad le traspase el fajín de capitán general al heredar la Corona, no debería sentirse obligado don Felipe a vestir el uniforme de gala de tal rango del Ejército de Tierra para jurar su cargo en el Congreso de los Diputados, pues su investidura como rey responde a un procedimiento del poder civil, al que se subordinan todos los demás poderes, incluido el militar. De la misma manera que evita connotaciones religiosas al suprimir la misa, podría obviar también las militares, a fin de alejar los fantasmas que evocan tutelas ajenas que condicionan la función del monarca.

Es cierto que estos son aspectos anecdóticos de la ceremonia de sucesión en una institución que, no obstante, tiene una absoluta significación simbólica. Si la monarquía no fuera símbolo, no sería nada, ya que sólo sirve para representar la unidad de nuestro país y encarnar la Jefatura del Estado. Algo así como la bandera: un trozo de tela que simboliza a la Nación. De ahí la importancia de los signos que exhiba durante su proclamación don Felipe de Borbón. Si prevalecen los de su condición militar durante la ceremonia política de su coronación, lejos de expresar control sobre los ejércitos transmiten sumisión y tutelaje a los mismos, pues el mensaje del uniforme se presta a múltiples interpretaciones fuera de los cuarteles.

En cualquier caso, el mayor reto al que debería enfrentarse el futuro rey Felipe VI es el de legitimar la monarquía. Como aclara el catedrático de Derecho Constitucional Javier Pérez Royo, la monarquía no se sometió a discusión de los españoles, pues el referéndum del 6 de diciembre de 1978 sirvió para liquidar las Leyes Fundamentales franquistas, no para legitimar la monarquía como fórmula de Gobierno. La institución monárquica tiene esa falta de legitimidad democrática de origen que sólo puede conseguir mediante un referéndum. Don Felipe, si fuera sensible a este recelo que provoca el magisterio que ahora asume en, al menos, la mitad de la población, podría convocar esa consulta cuando más adhesiones despierte su labor y más libre de hipotecas antiguas se sienta. En definitiva, sólo cuando el nuevo rey se comporte como un presidente de república, sin fueros ni privilegios que lo distingan del resto de los ciudadanos, y su legitimidad no sea hereditaria sino otorgada por las urnas, será cuando verdaderamente don Felipe de Borbón y Grecia podrá reinar con tranquilidad y autoridad como Felipe VI. Mientras tanto, siempre tendrá que soportar ser cuestionado, haga lo que haga, incluso si suprime esa adherencia machista de las monarquías absolutistas, la ley sálica: una norma incoherente que lesiona los derechos de la mujer, a la que ampara la Constitución para no sufrir discriminación por razón del sexo. Otro signo arcaico que también puede y debe evitarse.

No aplaudo su proclamación como rey de España, pero le deseo a don Felipe que el éxito acompañe su reinado, no por la institución que representa, sino por el bien de todos los españoles, de la misma forma que lo haría con un presidente de república, si esa fuera la voluntad de los ciudadanos, y salvando las distancias que los diferencian: un presidente se sustituye democráticamente; un rey permanece hasta que un hijo hereda el cargo. Ello no impide que Felipe VI sea un rey republicano en valores, conducta y actitud. Algunos signos dan muestra de ello. ¡Ojalá cumpla las expectativas!. 

sábado, 14 de junio de 2014

Hedonismo sabático

A estas alturas del año, cuando los días comienzan a alcanzar temperaturas de ebullición, nos movemos en busca del placer para sentirnos a gusto, evitando padecer los azotes inclementes que nos propinan, desde dentro y fuera, la edad y el ambiente. Aunque es difícil sustraerse de las obligaciones ineludibles y de las calamidades que hay que soportar por aquello de que no somos dueños de nuestros destinos ni de los imponderables que los acompañan, sino meros administradores del presente, la satisfacción de los apetitos nos guía por caminos que conducen a un hedonismo sabático, justo como hoy, para que alcancemos la cima en la que olvidamos aflicciones y agobios. Son momentos fugaces que apuramos como si fueran eternos, con esa desinhibición vitalista con la que Frankie goes to Hollywood nos da la bienvenida a la cumbre de un placer que los coros transforman en explosión orgásmica, como si estallara una supernova y se llenara el cielo de estrellas fugaces. Y es que, puesto que somos mortales, aprovechemos para disfrutar, no sufrir. Inténtelo.


jueves, 12 de junio de 2014

Flagrante divorcio político


La gran paradoja de la política es que ya no representa a los ciudadanos, puesto que el 85 por ciento de los que aprobaron la abdicación del rey y la consiguiente sucesión monárquica, ayer en el Congreso de los Diputados, al votar favorablemente la tramitación de la ley orgánica que regula el proceso, no se corresponde con el porcentaje popular que apoya esta forma de Estado, ni mucho menos a los que desean ser consultados directamente acerca de su opinión sobre el particular.

Cuesta trabajo admitir y aceptar este divorcio flagrante de la política con la ciudadanía cuando en democracia, como se denomina nuestro sistema político, lo apropiado sea someter a consideración del pueblo, presuntamente soberano, los asuntos trascendentales que afectan a la convivencia de todos. Máxime si, por mucha legitimidad constitucional que disponga, la monarquía nunca ha sido asumida por voluntad popular, sino que ha venido impuesta, primero, por capricho dictatorial y, más tarde, como un todo inseparable del paquete de la Constitución, como si refrendar este asunto causara miedo a quienes prefieren imaginar un respaldo unánime jamás confirmado.

A pesar del resultado obtenido en las Cortes, no existe entre la población ese 85 por ciento de ciudadanos –como pretenden hacernos creer los que juegan a establecer equivalencias- favorables a la monarquía hereditaria, ni a una sucesión sujeta a antiguallas leyes sálicas que discriminan a la mujer, ni por supuesto a una Jefatura de Estado de espaldas al sentir de quienes no se consideran súbditos, sino ciudadanos de un Estado democrático.

Es probable que sean mayoritarios los monárquicos existentes en España, incluidas esas personas a las que poco les importa el modelo de Estado con tal de que no provoque enfrentamientos violentos, no genere una aristocracia parásita y privilegiada y no se muestre inmovilista ante los usos y costumbres de una sociedad que no deja de avanzar y cambiar para adecuarse a los tiempos. Monarquía o república, en cualquier caso, alcanzarán una sólida legitimidad indiscutible cuando ésta emane de la voluntad expresa de los ciudadanos, manifestada de la única manera posible en democracia: a través del voto.

Todo lo demás, como esa ley orgánica de abdicación, son subterfugios con los que se pretende esquivar la sanción popular sobre lo que más importa en este momento histórico a los ciudadanos, justo cuando se produce una sucesión en la Jefatura del Estado: determinar el régimen bajo el que pretenden convivir todos juntos como sociedad, de acuerdo a sus deseos. De ahí que la propaganda oficial que subraya el apoyo parlamentario a esa ley no refleje en absoluto el sentir de los españoles, sino la brecha que se ensancha entre la política y los ciudadanos, una separación que más parece un auténtico divorcio. Se trata de una ruptura tan traumática en las parejas como en la sociedad, cuyas repercusiones resultan impredecibles, pero imaginables. Confío equivocarme.

miércoles, 11 de junio de 2014

Cervantes, entre su obra y sus huesos

El autor clásico de la literatura española, Miguel de Cervantes Saavedra, murió en Madrid en 1616, a los 68 años de edad, después de una vida azarosa que queda reflejada en apuntes biográficos en sus obras. Por su expreso deseo, fue enterrado en el Convento de la Trinitarias Descalzas, donde desde 2011 se buscan sus restos para, en teoría, localizar la tumba e investigar las causas reales de su muerte.

Un equipo de 10 forenses, encabezado por el antropólogo Francisco Etxeberría, presidente de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, examinará las muestras óseas de la treintena de nichos hallados bajo la cripta del convento e identificará y seleccionará las pertenecientes al autor de El Quijote. Entonces, mediante análisis genéticos y biológicos, siempre que el estado de las muestras lo permita, se podrá determinar con mayor fiabilidad si Cervantes murió de diabetes o de cualquier otra causa desconocida hasta la fecha. Tal acontecimiento, con toda probabilidad, aportará un dato valioso que abundará en el conocimiento del genial escritor de nuestra lengua y motivará a quienes no lo hayan hecho a leer y descubrir el inmenso talento de “el manco de Lepanto”. Incluso podrán promocionarse, reubicando convenientemente en un lugar más accesible sus manoseados huesos, multitudinarias visitas turísticas a esa iglesia donde reposa Cervantes. No hay duda de que todo ello contribuirá a difundir su obra en mayor medida que la mera edición entre escolares de sus novelas, poesía y teatro, aún cuando El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha sea considerado una novela universal, la primera novela moderna que rompe moldes por su novedad y originalidad, y cuya lectura debiera ser obligatoria en la enseñanza del castellano, tanto a propios como a extraños que deseen aprender nuestra lengua.

Sin cuestionar el interés antropológico de los investigadores por hallar los restos de una de las más ilustres figuras españolas de la literatura de todos los tiempos, habrá que ponderar que, entre los huesos y la obra de Miguel de Cervantes, debería prevalecer el conocimiento y difusión de su obra a la hora de dispensar recursos públicos. La ciencia ha de explorar todo lo ignoto y desconocido para encontrar las causas que explican la realidad, siempre y cuando ello acarree un enriquecimiento al caudal de conocimientos adquiridos. Identificar la tumba de Cervantes entre los nichos que alberga el convento donde está enterrado el genial escritor poco añade, aparte de la exactitud física del lugar y de sus restos osteológicos, al legado literario que lo hace brillar con luz propia en la cultura universal.

Miguel de Cervantes fue un aventurero y un conflictivo personaje que, en su vida personal, tuvo diversos enfrentamientos con la justicia. Por ese motivo huyó a Roma donde se familiarizó con la literatura italiana. Allí se alistó como soldado en el tercio de don Juan de Austria y combatió en la batalla de Lepanto, resultando herido de dos arcabuzazos en el pecho y la mano izquierda, que quedó anquilosada, pese a lo cual fue tildado como "el manco de Lepanto”. De vuelta a España fue capturado por los turcos y estuvo cinco años cautivo en Argel, lo que se evidencia en datos autobiográficos en La Galatea, en el Persiles y en las comedias El trato de Argel y Los baños de Argel.

Quiere decirse que, más allá de las circunstancias de su vida o muerte, la importancia histórica de Miguel de Cervantes es su obra literaria y su influencia en la literatura universal, a la que aporta la originalidad de su escritura y la crítica satírica que hace de la sociedad de su época. Ello es lo que vuelve clásicos a El Quijote y las Novelas ejemplares -doce narraciones breves-, obras de un interés permanente que trasciende fronteras. El secreto, según el profesor Francisco Rico, filólogo y académico de la lengua, estriba en que Cervantes “escribe como habla, con una gran naturalidad y, aunque la sintaxis ortodoxa no lo admita, es de una eficacia y de una clarividencia extraordinarias”.

De ahí que, puestos a escoger entre dónde reposan sus restos y conocer su obra, yo prefiera lo segundo, y que todo el interés mediático, científico y cultural que despierta Cervantes fuera por su literatura, no su tumba. Será que, a semejanza del excéntrico hidalgo, a algunos nos da por combatir contra molinos de viento, transformados ahora en georradares: cosas veredes, amigo Sancho, que farán fablar las piedras, como nunca dijera don Quijote, sino cualquier otro.

lunes, 9 de junio de 2014

¿De quién es la Mezquita?

El Obispado de la Iglesia Católica de Córdoba ha emprendido una nueva cruzada, no contra el infiel sino contra el patrimonio cultural, para hacerse con la propiedad de la Mezquita, el universal y bellísimo monumento que simboliza la presencia musulmana en España desde que se iniciara su construcción en 785, hace 14 siglos, por Abderramán I, el primer emir omeya del Califato independiente de Córdoba. Tras la reconquista cristiana y la expulsión de los árabes, el monumento se reconvierte al culto católico a partir de 1236 y se construye en su interior una basílica renacentista que rompe los postulados espaciales islámicos. Con todo, el impresionante y magnífico ejemplar de arquitectura andalusí que queda en España, junto a la Alhambra de Granada, perdura compartiendo su origen islámico con la gestión confesional católica como objeto de atracción turística que brinda pingües beneficios a quien lo administra. Y lo administra la Iglesia –católica, por supuesto- sin tributar tales ingresos por considerarlos “donativos”.

Es esa misma Iglesia la que desea reescribir la historia y capturar la propiedad del edificio, sirviéndose de una modificación de la Ley Hipotecaria realizada en tiempos de Aznar y basándose en un derecho de uso, prolongado en el tiempo. Entre los motivos que le mueven a ello, confesados en parte, está la arrogancia de que todo el mundo conozca aquel monumento como Catedral de Córdoba y que se ignore lo que motivó su construcción y lo que simboliza la mayor parte de su espacio: ser una mezquita de origen musulmán.

No se conforma la Iglesia católica con demoler en el siglo XVI la parte central del interior de la mezquita, eliminando un buen número de columnas sobre las que se apoyan los arcos de herradura policromados en blanco y rojo que caracterizan el monumento, para construir una basílica cruciforme, de estilo plateresco, que rompe la unidad arquitectónica de aquel bosque de columnas. Una destrucción que al mismo Carlos V le parecía innecesaria, hasta el extremo de proferir el siguiente lamento: “Habéis destruido lo que era único en el mundo y habéis puesto en su lugar lo que se puede ver en todas partes”.

Con esa intransigencia excluyente que le caracteriza, la Iglesia católica no sólo tiene prohibido cualquier culto o rezo que no sea católico en la Mezquita-Catedral de Córdoba, sino que además instala inscripciones en mármol con el nombre de los sacerdotes fallecidos en la Guerra Civil española (1936-1939), en recuerdo sectario de los caídos sólo en el lado de los que se sublevaron y fusilaron hasta 1975 para mantenerse en el poder, gracias, entre otros apoyos, a esa misma Iglesia que paseaba bajo palio al dictador.

Ahora, además, pretende apropiarse de la propiedad de todo el monumento en virtud de una normativa que lo propicia y que le permite matricularla, por sólo 30 euros, en el Registro de la Propiedad. Aunque es cierto que la Mezquita, declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco en 1984, permanecía en un vacío legal al no estar inventariada, tampoco figuraba registrada como propiedad de la Iglesia. El Obispado esgrime oportunamente el argumento de una gestión confesional durante siglos para tener derecho de propiedad, pero silencia que ningún bien de dominio público puede cambiar de titularidad a favor de quien disfruta del derecho de uso, por muy dilatado en el tiempo que este haya sido. El patrimonio cultural es público porque pertenece a todos los españoles, no sólo a los que practican un determinado culto religioso. Por eso, el Estado se declara constitucionalmente aconfesional, con el fin de no privilegiar a ningún sector de la población, donde todos sus miembros tienen reconocida la igualdad en derechos y obligaciones, sin importar la religión que profesen ni ninguna otra razón que los discrimine.

Es, precisamente, ese interés de la Iglesia por acaparar la propiedad de un monumento que podría simbolizar la convivencia religiosa, su manera de gestionarlo (simple atracción turística, sin tributar los beneficios) y el sectarismo de no permitir más culto que el católico, lo que hace sospechar que se ponga en peligro, con el cambio de titularidad, un patrimonio que constituye un paradigma universal de concordia entre culturas y, ¿por qué no?, de creencias. Porque, aparte del inmenso valor arquitectónico del edificio andalusí y del hermoso legado que atesora de nuestro pasado musulmán, lo que la Iglesia católica persigue, al adquirir su propiedad y cambiar su nombre por el de Catedral, es que su significación histórica y cultural sea reescrita para hacer preponderar el rito religioso católico que allí se profesa, sin lealtad ni a la historia ni a la piedras.

De ahí que cause tanto revuelo esa desmedida ambición del Obispado cordobés por apropiarse de un bien terrenal, de propiedad pública por su valor cultural, cuya titularidad estatal no imposibilita a la Iglesia católica a seguir disfrutando de su derecho de uso, como viene haciendo desde la reconquista cristiana. Ahora quiere más, quiere las escrituras de propiedad ante el asombro de unos ciudadanos que se interrogan: ¿De quién es la Mezquita?

sábado, 7 de junio de 2014

Sábado ecléctico a mi manera


Este sábado de junio, tan próximo a las deseadas vacaciones, se presenta ecléctico, pues lo mismo provoca un ensimismamiento que nos aísla del fragor callejero, que nos entregamos a compartir compañías y charlas con amigos y familia. Todo depende de estados de ánimo que a veces lucen radiantes como un sol de playa o apagados como un día gris en medio de la sierra. Pero siempre responden a una voluntad que distingue entre la soledad o el alboroto según le apetezca. Este día a las puertas del verano, revoltoso de viento y nubes, se presta vivirlo de forma ecléctica, a mi manera. La única manera de poder disfrutarlo con placer. Y escuchando a Nina Simone, que también canta a su manera.

miércoles, 4 de junio de 2014

Un reino de ficción

En pleno desprestigio de la política y las instituciones, cuando más desconfianza generan los políticos y la Jefatura del Estado por una corrupción que contamina partidos y administraciones sin dejar apenas ningún resquicio, ni local ni autonómico ni estatal, libre de sospecha, cuando los ciudadanos expresan abiertamente su desacuerdo y desafección por un sistema que se presta al clientelismo en vez de dedicarse a resolver los problemas de la gente, cuando emergen iniciativas espontáneas que nacen del movimiento ciudadano para configurar alternativas de participación ajenas a la “casta” política, cuando más arrinconada se halla una democracia traicionada por quienes debían velar por ella y permitir la pluralidad en las decisiones, cuando ya nadie cree las promesas de los incumplidores profesionales que se alternan en las poltronas, justo entonces va el rey y presenta su abdicación. Renuncia a la corona en favor de su hijo, el príncipe de Asturias, hermano de una infanta a punto de ser imputada y cuñado de un avaricioso del que sólo se discute cuántos años cumplirá en la cárcel.

No se trata de un cuento de hadas, sino de la narración de la actualidad en España que hace que nos olvidemos por unas semanas de la podredumbre en la que estamos hundidos hasta las cejas. Nos vuelven a entretener con un espectáculo maquiavélico de reyes, reinas, princesitas y proclamaciones solemnes y llenas de boato para que nada cambie y continúen los mismos personajes disfrutando de sus viejos privilegios, mientras parados y desahuciados aguardan sin esperanza el socorro a tanto infortunio. Las prisas son ahora para la monarquía, aquejada de la misma falta de apoyo y credibilidad que carcome a la política. Y la solución diseñada es una sucesión dinástica para que el apellido borbónico continúe representando un reino ficticio.

Hay prisas porque se llega tarde y mal a atajar el daño causado a la institución monárquica, que si tiene algún mérito es el de servir de espejo de las virtudes de este país, no de sus defectos. Y lo segundo es lo que ha representado la corona en estos últimos tiempos, cuando se ha confiado en unos aciertos que eran ineludibles –defender la democracia frente a un golpe de estado era lo que correspondía- y no ha mantenido la transparencia, el decoro y la utilidad que debía irradiar hacia su pueblo, al que simboliza en la Jefatura del Estado. Ha confiado en que su palacio se asentaba sobre un reino inmutable. Y se ha equivocado.

Se ha equivocado porque España es un reino de ficción, coyuntural. Este país se define reino porque así lo imaginan los narradores de mitos y leyendas históricas. Sólo porque así se nombra en la Constitución, sin más alternativa, se proclama la reinstauración del reino de España, relacionándolo hábilmente con una nostalgia de recuerdos imperiales. Tan fantástico es el relato monárquico que quien decide que España se constituya en reino fue un dictador que escoge al hijo de una persona que se consideraba con derechos dinásticos, pero que nunca llegó a reinar. Es precisamente ese dictador el que se encarga de educar a su sucesor como futuro rey, dejando todo atado y bien atado mediante un cambio de rostros y nomenclaturas que preservan el poder en las manos –y las de sus herederos- que lo detentaban.  Para cumplir esa voluntad sólo hubo que jurar fidelidad a los Principios y Leyes Fundamentales del Movimiento, que más tarde evolucionarían, sin rupturas, en una monarquía parlamentaria.

El gran consenso hipócrita que se fragua para evitar revanchismos y justicia entre los herederos de aquel régimen fascista y sus oponentes, invitados a compartir la miel del pastel, se denominó Transición, ejemplo camaleónico de maquillaje que deja intacto la titularidad del poder en una élite que sabe adaptarse a las circunstancias, controlando su transformación en algo parecido a una democracia, estrictamente tutelada por el ejército, la iglesia y los poderes económicos hijos del régimen totalitario. Allí se pactó preservar el legado del dictador y la elaboración de una constitución que en nada repara las injusticias de una sublevación militar que mantuvo como botín de guerra al país con la fuerza de la violencia y la represión.

España se convierte en un reino ficticio por imperativo dictatorial, que los herederos mantienen para no jugarse los cuartos con propuestas que pudieran surgir de un pueblo sin corsés ni miedos. Se busca la “estabilidad y gobernabilidad” que conviene a los poderes fácticos. Y se hace un salto dinástico, otro más en la historia de este país, para nombrar heredero al hijo del pretendiente de la corona, un conde que era el tercer hijo varón de otro rey que tuvo que exiliarse tras ser acusado de alta traición por una república. De esta manera se transita desde la dictadura a una monarquía en una elección en que no cabe más que reforma, no ruptura, para llegar a una democracia lastrada de rigideces. Un reparto proporcional de escaños consolida en esa democracia un bipartidismo que no ofrece distingos ni al sistema capitalista, ni al modelo social, ni a los asuntos que ellos llaman “de Estado”, salvo matices que pulen las aristas.

Cuando en esta monarquía parlamentaria un rey designado, que no elegido, cuyo trono se asienta en un reino fabulado, se ve impelido a abdicar para eludir las críticas, tiene que improvisar su sucesión porque el reino de ficción carece de mecanismos consolidados en la tradición para llevarla a cabo. A estas alturas del cuento no se sabe el papel que desempeñará a partir de ahora el monarca “jubilado”, ni su encaje en la estructura administrativa del Estado, ni el aforamiento legal que pudiera corresponderle. Por no existir, no existe la ley que ha de regular la sucesión en la corona, una ley orgánica que deberá elaborarse a toda prisa para evitar vacíos legales que estimulen la impaciencia de los ciudadanos por fórmulas menos arcaicas de jefaturas de Estado. Hay miedos y prisas tras las elecciones al Parlamento de Europa, por los escándalos que rodean a la figura del rey, por los presuntos delitos que puedan imputarse a miembros de su familia y por los derroteros por los que parecen decantarse los ciudadanos en su voluntad de cambios y participación en la “cosa pública”. 

Los “súbditos” de este reino de mentirijillas quieren recuperar su protagonismo para decidir el modelo de convivencia, quieren participar en la elección de la forma de Estado y hasta en el nombramiento de quién encarnará su Jefatura simbólica. La legitimación de la monarquía o la república descansa en la soberanía popular y su expresión a través del voto. Mientras no se proceda de esta manera, España será un reino ficticio, y el rey, una marioneta que nos dejó en herencia un dictador.  

lunes, 2 de junio de 2014

Jaque al rey

Tras esquivar muchas jugadas prácticamente “ahogado”, sin ningún movimiento con el que hallar alguna ventaja, se produce al fin jaque al rey. Así ha sido la partida en la que la monarquía española ha tenido que entregar la abdicación del rey para asegurar la continuidad sucesoria de la institución. No ha sido un relevo natural, puesto que ningún rey se jubila voluntariamente, sino forzado por unas circunstancias adversas que han deteriorando la corona hasta límites insoportables.

La credibilidad de la monarquía borbónica estaba en entredicho y fuertemente cuestionada por los súbditos de su majestad, ciudadanos capaces de valorar la confianza de quien debía representar la Jefatura del Estado. Esa confianza ha ido destruyéndose por los escándalos y extralimitaciones del propio monarca, incapaz de controlar sus apetitos predadores con lo que se pusiera a tiro, refrenar las avaricias de sus allegados y vigilar su propia salud, llena de tropezones. Finalmente abdica para que su hijo Felipe acceda al trono de España antes de que la exigencia democrática rija la elección de quien ha de simbolizar la cúspide del Estado.

Se agradecen los servicios prestados y se conceden las pensiones que sean menester, sin tener en cuenta la grave situación de penurias por las que pasa el resto de mortales en este país. En su hoja de servicios se resaltarán los aciertos y se disimularán los errores cometidos para que la Historia sea magnánima con una figura que, iniciado el saque en la dictadura, acabó la partida sin que ninguna guerra interrumpiera el juego. Pero el campeonato es largo y otra jugada, con rey nuevo, está presto a comenzar.

Muchos de los que asisten al encuentro discuten la legitimidad para celebrarlo, aunque otros dispensan esa imposición legal si contribuye a la concordia y cohesión de un juego aburrido, pero pacífico, que permite entretener la convivencia. Sin embargo, el público va impacientándose por una mayor participación, puesto que no desea servir de comparsa como simple espectador frente a un tablero donde puede propinarse todo un jaque al rey. ¿Cómo calmarlo?