lunes, 9 de junio de 2014

¿De quién es la Mezquita?

El Obispado de la Iglesia Católica de Córdoba ha emprendido una nueva cruzada, no contra el infiel sino contra el patrimonio cultural, para hacerse con la propiedad de la Mezquita, el universal y bellísimo monumento que simboliza la presencia musulmana en España desde que se iniciara su construcción en 785, hace 14 siglos, por Abderramán I, el primer emir omeya del Califato independiente de Córdoba. Tras la reconquista cristiana y la expulsión de los árabes, el monumento se reconvierte al culto católico a partir de 1236 y se construye en su interior una basílica renacentista que rompe los postulados espaciales islámicos. Con todo, el impresionante y magnífico ejemplar de arquitectura andalusí que queda en España, junto a la Alhambra de Granada, perdura compartiendo su origen islámico con la gestión confesional católica como objeto de atracción turística que brinda pingües beneficios a quien lo administra. Y lo administra la Iglesia –católica, por supuesto- sin tributar tales ingresos por considerarlos “donativos”.

Es esa misma Iglesia la que desea reescribir la historia y capturar la propiedad del edificio, sirviéndose de una modificación de la Ley Hipotecaria realizada en tiempos de Aznar y basándose en un derecho de uso, prolongado en el tiempo. Entre los motivos que le mueven a ello, confesados en parte, está la arrogancia de que todo el mundo conozca aquel monumento como Catedral de Córdoba y que se ignore lo que motivó su construcción y lo que simboliza la mayor parte de su espacio: ser una mezquita de origen musulmán.

No se conforma la Iglesia católica con demoler en el siglo XVI la parte central del interior de la mezquita, eliminando un buen número de columnas sobre las que se apoyan los arcos de herradura policromados en blanco y rojo que caracterizan el monumento, para construir una basílica cruciforme, de estilo plateresco, que rompe la unidad arquitectónica de aquel bosque de columnas. Una destrucción que al mismo Carlos V le parecía innecesaria, hasta el extremo de proferir el siguiente lamento: “Habéis destruido lo que era único en el mundo y habéis puesto en su lugar lo que se puede ver en todas partes”.

Con esa intransigencia excluyente que le caracteriza, la Iglesia católica no sólo tiene prohibido cualquier culto o rezo que no sea católico en la Mezquita-Catedral de Córdoba, sino que además instala inscripciones en mármol con el nombre de los sacerdotes fallecidos en la Guerra Civil española (1936-1939), en recuerdo sectario de los caídos sólo en el lado de los que se sublevaron y fusilaron hasta 1975 para mantenerse en el poder, gracias, entre otros apoyos, a esa misma Iglesia que paseaba bajo palio al dictador.

Ahora, además, pretende apropiarse de la propiedad de todo el monumento en virtud de una normativa que lo propicia y que le permite matricularla, por sólo 30 euros, en el Registro de la Propiedad. Aunque es cierto que la Mezquita, declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco en 1984, permanecía en un vacío legal al no estar inventariada, tampoco figuraba registrada como propiedad de la Iglesia. El Obispado esgrime oportunamente el argumento de una gestión confesional durante siglos para tener derecho de propiedad, pero silencia que ningún bien de dominio público puede cambiar de titularidad a favor de quien disfruta del derecho de uso, por muy dilatado en el tiempo que este haya sido. El patrimonio cultural es público porque pertenece a todos los españoles, no sólo a los que practican un determinado culto religioso. Por eso, el Estado se declara constitucionalmente aconfesional, con el fin de no privilegiar a ningún sector de la población, donde todos sus miembros tienen reconocida la igualdad en derechos y obligaciones, sin importar la religión que profesen ni ninguna otra razón que los discrimine.

Es, precisamente, ese interés de la Iglesia por acaparar la propiedad de un monumento que podría simbolizar la convivencia religiosa, su manera de gestionarlo (simple atracción turística, sin tributar los beneficios) y el sectarismo de no permitir más culto que el católico, lo que hace sospechar que se ponga en peligro, con el cambio de titularidad, un patrimonio que constituye un paradigma universal de concordia entre culturas y, ¿por qué no?, de creencias. Porque, aparte del inmenso valor arquitectónico del edificio andalusí y del hermoso legado que atesora de nuestro pasado musulmán, lo que la Iglesia católica persigue, al adquirir su propiedad y cambiar su nombre por el de Catedral, es que su significación histórica y cultural sea reescrita para hacer preponderar el rito religioso católico que allí se profesa, sin lealtad ni a la historia ni a la piedras.

De ahí que cause tanto revuelo esa desmedida ambición del Obispado cordobés por apropiarse de un bien terrenal, de propiedad pública por su valor cultural, cuya titularidad estatal no imposibilita a la Iglesia católica a seguir disfrutando de su derecho de uso, como viene haciendo desde la reconquista cristiana. Ahora quiere más, quiere las escrituras de propiedad ante el asombro de unos ciudadanos que se interrogan: ¿De quién es la Mezquita?

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