viernes, 27 de junio de 2014

El túnel del tiempo


Hay veces que la realidad parece que viaja en el túnel del tiempo. Presenta situaciones ya superadas de épocas pasadas, como si retrocediéramos al inicio de un camino ya recorrido. Por mucho que se busquen huellas del presente, la realidad sólo ofrece una actualidad trufada de encrucijadas pretéritas, hechos repetidos y vueltos a revivir como si padeciéramos un déja vú. Sentimos entonces la sensación de caminar para atrás en vez de avanzar hacia el futuro. De esta forma incidimos en problemas que estaban resueltos y retomamos iniciativas que se apartan de la modernidad y el progreso al que creíamos dirigirnos. Es la reaparición de añejos problemas y replantearse aquellas soluciones lo que nos devuelve a tiempos que no dejan de condicionarnos, nos vuelve a llevar otra vez al pasado, como si girásemos en un eterno retorno del que no es posible escapar.

Sólo así se explica que las mujeres vuelvan a luchar por el derecho al aborto, vuelvan a exigir la capacidad de decidir sobre su cuerpo y reclamar la potestad de interrumpir un embarazo sin que agentes extraños -sean políticos o religiosos- decidan por ellas ni intervengan en decisiones que sólo a ellas competen. El túnel del tiempo nos hace otra vez reivindicar la libertad de abortar sin más restricciones que las establecidas por la ciencia en su concepto de la gestación humana. Un derecho no mediatizado por imperativos religiosos ni prejuicios morales o ideológicos que, en todo caso, debieran afectar a quienes abracen tales creencias y acepten voluntariamente guiarse por ellas, sin ser impuestas al conjunto de la sociedad.

Pero reincidimos en el problema y recuperamos actitudes punitivas contra el aborto, nos retrotraemos a legislaciones que niegan un derecho, lo constriñen a consideraciones morales y lo autorizan sólo en supuestos tan limitados que prácticamente lo imposibilitan si no se quiere correr el riesgo de acabar en la cárcel. Volvemos a plantarnos en una vieja encrucijada y conseguimos devolver otra vez el temor en las caras a muchas mujeres que se ven obligadas a peregrinar por médicos y clínicas o improvisar precipitados viajes al extranjero para suspender un embarazo no deseado. Un miedo que regresa de la mano intransigente de una moral que dicta leyes y tutela costumbres mediante la prohibición, la represión y el castigo, por simple imperativo religioso, en una sociedad aconfesional constitucionalmente. Se trata de un choque traumático con un pasado irremisible.

Un viaje de vuelta que nos lleva a la censura, a prohibir publicaciones, a controlar la libertad de expresión, a cercenar el producto elaborado por periodistas o dibujantes de viñetas, en definitiva, a desconfiar del crítico e impedir que difunda su pensamiento contrario a lo establecido mediante sutiles o groseras maneras de coacción. Revistas señeras, como El Jueves, dedicadas al humor, no pueden abordar ciertos temas porque ofenden a instituciones o personajes públicos que se consideran intocables, inviolables. Incluso medios que creíamos de una seriedad y un predicamento insobornables, como el digital The Huffington Post, recurren a la censura periodística para la redacción de determinados asuntos. Ya no hay expresas prohibiciones gubernamentales, pero persisten viejas actitudes entre los propietarios empresariales de la mayoría de los medios de comunicación que limitan el libre ejercicio de una profesión que, si tiene alguna virtualidad, es la de desconfiar de cualquier poder, de sacar sus trapos sucios y dar a conocer todo lo que se deseaba mantener muy oculto. Otro choque traumático de una involución que nos devuelve a épocas de pensamiento único y referendos ganados por unanimidad.

Pero si algo causa pavor en este retroceso en el tiempo, si algo provoca la alarma más preocupante, es el resurgir de la pobreza, la vuelta a la miseria de los más indefensos de la población: los niños. Volvemos a no poder darles de comer, a tener que recurrir a la limosna de organizaciones de carácter social y a la compasión de algunas administraciones para ofrecer almuerzos escolares que posibiliten, al menos, algún alimento en condiciones al día a nuestros hijos. Más de dos millones de niños se hallan bajo el umbral de la pobreza en nuestro país, según un informe sobre pobreza infantil de Save the Children que debería causarnos vergüenza. Y esta situación se produce no por culpa de alguna calamidad sobrevenida en las cosechas, alguna catástrofe natural, sino por la voluntad de decisiones políticas, por el sometimiento a unos dictados económicos que controlan la actuación de gobiernos sumisos y claudicantes para conseguir un modelo de sociedad en el que unos pocos ganan cantidades astronómicas a costa del empobrecimiento del resto de los ciudadanos. También de los niños. Y no importa, porque el Estado ahorra y cuadra las cuentas al invertir en niños 1,4 por ciento del PIB en vez del 2,2 de Europa. He ahí una de las causas.

Con tantos recortes y reformas que sólo precarizan trabajos, salarios y derechos, acabaremos precipitándonos en el pasado más indeseado, el de las cartillas de racionamiento, el de los harapientos pidiendo limosnas por las esquinas, el de los ricachones que ofenden con su sola presencia, una presencia que contrasta con la pobreza general, con los latifundios y los monopolios, con las porras de los policías y las redadas contra las libertades, con las censuras políticas, religiosas, económicas o de costumbres, con caciques y terratenientes omnímodos, con gobiernos autoritarios y sectarios, con imposiciones dogmáticas y aclamaciones absolutistas, con pueblos atemorizados y abandonados a su suerte para que unos pocos vivan como reyes, con la emigración como salida a tanta podredumbre, con la pérdida de nuestros mejores cerebros a causa de la intransigencia y la ceguera de unos gobernantes incapaces de atender a la gente, sólo al mercado. Volvemos a un pasado remoto que creíamos haber superado y que, sin embargo, resucita en cada hecho de la actualidad. Parece una pesadilla de la que no se puede despertar y que te hace vivir el presente con angustia y tristeza. Es un choque traumático viajar por el túnel del tiempo para avanzar hacia atrás.
Paren, que me bajo

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