sábado, 29 de febrero de 2020

Un día extra


Hoy hacemos que el año dure un día más y sume 366 días en los últimos doce meses. Es lo que se conoce como año bisiesto, circunstancia que se produce cada cuatro años. El motivo astronómico es conocido y remite al movimiento de traslación de la Tierra, que no es tan exacto como para ser medido con la precisión que anhela la ciencia. El planeta tarda algo más de 365 días en completar un giro en torno al Sol, y ese pico de más suma un día extra cada cuatro años, que se añade al mes más corto, que es febrero. Tal anomalía métrica del tiempo no influye ni en el movimiento de los astros ni en el comportamiento de la naturaleza, incluyendo a todos sus seres vivos, todo lo cual es indiferente a nuestros intentos por racionalizar con leyes y normas la realidad, aunque a veces tengamos que corregir nuestros cálculos.

Los únicos que sufren alguna perturbación son los que nacen un día bisiesto, porque no pueden celebrar su cumpleaños con la regularidad anual acostumbrada, puesto que el 29 de febrero sólo aparece en los calendarios cada cuatro años. Cualquier registro humano que se base en este día, deberá hacer constar su excepcionalidad temporal para que sea tenida en cuenta en el futuro. Y es que disponer de un día extra, aunque sea cada cuatro años, trastorna nuestras rutinas y convenciones. Porque nacer o morir un 29 de febrero se convierte en una complicación, cuando no una extravagancia.  

viernes, 28 de febrero de 2020

Andalucía, 40 años de autonomía


El 28 de febrero de 1980 se celebró el referéndum por el que los andaluces ratificaron el acceso a la autonomía de Andalucía a través del artículo 151, el destinado a las regiones consideradas “históricas” (Cataluña, País Vasco y Galicia), y no por el previsto para las restantes regiones que conforman el mapa autonómico de España, que accederían a la autonomía por el trámite más lento del artículo 143 de la Constitución. Andalucía, por tanto, eludía el diseño original y rompía los esquemas previstos para intentar calmar las tensiones territoriales que, desde mucho antes de la restauración de la democracia, planteaban determinadas regiones, consideradas históricas, con ansias independentistas. Por eso, el proceso de descentralización no contemplaba el reparto equitativo de las herramientas de autogobierno en igualdad de condiciones a la totalidad de las regiones españolas. El referéndum andaluz hizo añicos aquel proyecto y obligó a Madrid, sede del Gobierno de la UCD de Adolfo Suárez, que aceptase el conocido “café para todos” con el que daba por válido una consulta que en Almería no alcanzó la mayoría suficiente. Quedaba, así, definitivamente configurado el mapa autonómico de España.

De aquello hace hoy, exactamente, 40 años, y el Gobierno andaluz, pilotado ahora por el conservador Partido Popular después de más de tres décadas en manos de los socialistas del PSOE, aprovecha la efemérides para la correspondiente campaña de loa y autobombo, tal vez para que no se recuerde que son herederos ideológicos de los conservadores que solicitaron en aquella fecha el voto en contra de la autonomía para Andalucía. La Junta de Andalucía, a la que sin demora se le cambia la imagen corporativa para diferenciarla de la que diseñaron los gobiernos socialistas, ha visto sentados en la Presidencia, durante todo este tiempo, a seis políticos, sin contar a Plácido Fernández Viagas que presidió la Junta preautonómica, que fueron organizando una Administración inexistente, exigiendo recursos y el traspaso de funcionarios, y asumiendo funciones cada vez más amplias para la necesaria modernización de un territorio que hoy, cuarenta años después, no se parece en nada al de antes.

Algunos de esos presidentes tuvieron, incluso, que realizar verdaderos sacrificios reivindicativos, como el ayuno emprendido por Rafael Escudero, primer presidente de Andalucía (1979-1984), para que el Gobierno nacional, en poder de compañeros de su propio partido, cediera competencias contempladas al autogobierno andaluz, que iniciaba su andadura después de las primeras elecciones autonómicas de 1982. Tras ellos, se aposentaron en el Palacio de San Telmo, sede de la Junta de Andalucía, José Rodríguez de la Borbolla (1984-1990), defenestrado sin contemplaciones por Alfonso Guerra, el temido secretario general del PSOE, cuando quiso defender Andalucía antes que a su partido; Manuel Chaves González (1990-2009), el más longevo en el cargo, pero que ha terminado condenado por el escándalo de corrupción de los ERE, igual que la persona que designó para sucederle, José Antonio Griñán (2009-2013), también condenado por el mismo caso. El lavado de cara emprendido por Susana Díaz (2013-2019), para asear a un PSOE ya identificado con el abuso y la patrimonialización de la Administración andaluza, no sirvió para evitar que, en 2019, Juan Manuel Moreno Bonilla accediera a gobernar Andalucía, procediendo a la primera alternancia de partidos en la Junta de Andalucía.

El balance de estas cuatro décadas de autogobierno difiere, según el color de quien lo realice, entre el medio vacía o el medio llena de la botella de logros. Lo cierto es que se han alcanzado cotas de progreso cuantificables que, sin embargo, no impulsan a Andalucía al pleno desarrollo económico, industrial, laboral, educativo, tecnológico o cultural que sería deseable. Del tercermundismo en el que se hallaba sumida, Andalucía ha pasado a contar con infraestructuras, servicios y recursos que han sido posibles por la existencia de un Gobierno autonómico, más cercano a las necesidades de la región y a las demandas de su población. Con todo, falta mucho por hacer para alcanzar esas metas en una región que el autogobierno ha ayudado a vertebrar, a arrancarla de la resignación a ser fuente de mano de obra barata para otras regiones desarrolladas y de combatir el prejuicio de la indolencia con que era tratada. De los latifundios a las cooperativas agrícolas y ganaderas, del señorito de cortijo a los trabajadores cualificados para la industria aeronáutica, de las carreteras bochornosas a las autovías y el tren de alta velocidad, los cambios han sido, aunque nos hayamos acostumbrados a ellos, espectaculares y amplios. Sólo exigen tener memoria, aunque los consideremos insuficientes.

Y nada mejor que la conmemoración de este 40ª aniversario del autogobierno andaluz para celebrar el avance que ha supuesto la descentralización del Estado que la democracia ha posibilitado en España. No es la panacea a todos los problemas que arrastra secularmente Andalucía, pero tampoco, ni mucho menos, el lastre que impide su desarrollo. Son 40 años que nos permiten recordar que debemos exigir más y exigirnos más, como ciudadanos comprometidos con su tierra, por el progreso y el bienestar de Andalucía y los andaluces. Y para que “sea por Andalucía libre, España y la humanidad”, como proclama su himno.   

jueves, 27 de febrero de 2020

Entre el miedo y la estafa


Las próximas elecciones presidenciales de Estados Unidos de América (EE UU) parecen moverse entre el bandazo ideológico y el continuismo, extremos que protagonizan un Bernie Sanders que va imponiéndose en las primarias del Partido Demócrata celebradas hasta la fecha, y el populismo ultranacionalista que supone la reelección de Donald Trump, el presidente más radical y heterodoxo que habita la Casa Blanca. Ambos extremos lo ocupan el miedo y el fracaso, representados por unos candidatos a las elecciones del próximo noviembre que, en sus prolegómenos, ya ofrecen un espectáculo de abrupta confrontación, como si defendieran dos EE UU diferentes y opuestos que buscan mutuamente anularse. Evidencian, así, una polarización que no es más que el resultado de la enorme fractura social que Trump se ha encargado de profundizar, desde el primer minuto en que ocupó el Despacho Oval, con sus exageraciones, extravagancias, mentiras y obsesiones.

De la maraña de candidatos demócratas sobresale, hasta ahora, el senador Sanders, que atrae el voto de los descontentos con las políticas de Trump, que son legión, como los hispanos, prácticamente el segundo segmento de población de EE UU, que se sienten víctimas de las restrictivas políticas sociales y migratorias de la actual Administración, y los jóvenes, quienes no comulgan con un mandatario que se orgullece de despreciar la diversidad, criticar la igualdad femenina, mofarse de la sostenibilidad medioambiental y de percibir la solidaridad como una debilidad, tanto en política como en los negocios y la convivencia, y no como un valor en sí misma o una virtud siempre recomendables. Su soberbia, rufianismo, falsedad y aprovechamiento del cargo para su interés particular y sus negocios son rasgos del inquilino de la Casa Blanca que no concuerdan con los valores de una generación que está acostumbrada al internacionalismo y las relaciones multiculturales, ámbitos en los que la confianza, el respeto, la sinceridad y la ecuanimidad son condiciones imprescindibles que evitan malinterpretaciones, roces y abusos.

Sin embargo, y a pesar de que encabeza los apoyos en las primarias demócratas, Sanders no las tiene todas consigo ni acaba de aglutinar en torno a su candidatura a todo el aparato del partido. El núcleo duro de este y, por descontado, sus contrincantes republicanos, lo consideran “rojo”, es decir, sumamente peligroso. Hasta Hillary Clinton desconfía de él y espera que surja otro candidato que consiga ganarse todo el apoyo del Partido Demócrata. Ese establishment recela de Sanders y no aprecia que sea el “ticket” con más posibilidades para enfrentarse a un Donald Trump crecido, envalentonado después de superar un impeachment que ni lo ha arañado, aunque ha sacado a la luz sus “malas artes”, y de apropiarse los éxitos de una economía que evoluciona según el ciclo. Tales son los elementos de una campaña presidencial norteamericana que oscila, aun en sus fases iniciales, entre el miedo y la estafa: el que provoca uno y el que caracteriza a otro.

Un miedo al senador que emerge de su propio partido y que se une al propalado por los republicanos, que lo atacan por ese punto débil que él mismo ofrece al considerarse “socialista”, un término que en EE UU equivale a comunista. De ahí que lo tachen de “rojo”. Pero Sanders no es, ni por asomo, lo que se entiende por socialista en Europa, sino simplemente un defensor de aquellas capas ciudadanas desfavorecidas que son orilladas por un sistema económico que deja en manos del mercado y la iniciativa privada la satisfacción de sus necesidades básicas, como la salud o la educación. Sanders, como mucho, es socialdemócrata, la corriente ideológica en la que se encuadran los que persiguen, sin “tocar” el sistema capitalista, construir una red de seguridad pública que proteja a los más débiles mediante ayudas sociales. Y para financiar esa red (Estado de Bienestar), promueven una fiscalidad progresiva, que obliga pagar más a los que más tienen, con objeto de que cada ciudadano contribuya en función de su capacidad económica. Sanders también apuesta por una educación pública gratuita, un salario mínimo más alto y más inversión pública en infraestructuras “verdes” o sostenibles, entre otras propuestas de su programa. Y, por lo que se ve, ello en EE UU es mentar a la bicha porque tales propuestas van en contra de la actual corriente neoliberal del capitalismo más descarnado, que excluye toda intervención y regulación por parte del Estado.

Ni qué decir tiene que las compañías de seguros médicos y otras por el estilo, de titularidad privada, afectadas por el programa del candidato demócrata, se oponen frontalmente a cualquier “socialización” que regule la actividad económica, aunque sirva para mejorar el bienestar de la mayoría.  Y quien más critica la propuesta es, precisamente, Donald Trump, que ya se encargó de derogar una medida similar de su predecesor, el “ObamaCare”. La propuesta de Sanders de extender del medicare sirve de pretexto para inocular el miedo entre los ingenuos que se asustan con la palabra “socialismo”. En una sociedad que nació preconizando el liberalismo individual y renegando de cualquier intervencionismo estatal, al considerarlo una injerencia o limitación en la libertad, los mensajes de Bernie Sanders son percibidos como una extravagancia o una insensatez.

Y Trump explota, con sus habituales tuits despreciativos, esas “ocurrencias” de un adversario al que considera débil. Contra Sanders, contrariamente a lo que consintió contra Hillary o ha intentado contra Biden, no precisa de la “ayuda” de potencias extranjeras que espíen a su favor cualquier asunto pudiera perjudicar a sus adversarios. Contra Sanders le bastan sus exabruptos.

El mayor peligro para Trump era el impeachment, no porque pudiera acabar destituyéndolo (lo que era imposible por la mayoría republicana del Senado), sino porque pudiera sacar a relucir sus trapicheos, sus abusos de poder, su obstrucción a la Justicia, su sectarismo o su nepotismo tan poco ilustrado como sus gustos áureos en la decoración de sus residencias. De un individuo acostumbrado a considerarse por encima de la ley, por encima de la democracia, por encima de la diplomacia y por encima del mundo, lo único que podría esperarse es la estafa, la promesa de buscar el “America first” como señuelo para su beneficio personal y el de los de su clase. Ni sus guerras comerciales, ni sus muros, ni sus aventuras militares persiguen otra cosa que el enriquecimiento de los ricos, como él, que, hartos de ganar dinero, ya sólo les distrae gobernar su país del mismo modo que dirigen sus empresas: con amenazas, despidos, explotación, abusos, chantajes y fraudes. No miran al futuro, ni a las gentes, ni al planeta. Están obsesionados con la rentabilidad inmediata y el resultado de beneficios a cualquier precio. Y el precio, en política, es el inmovilismo, el aislacionismo, el oportunismo y el desbarajuste, todo ello sazonado con mentiras, abusos y arbitrariedad. Por eso Trump representa la estafa. Una estafa con enormes posibilidades de imponerse y ganar en las próximas elecciones presidenciales de EE UU. Habrá que seguir atentos a lo que allí se cuece, porque afecta a todas las “colonias” del imperialismo yanqui, como bien saben los agricultores de aceituna y productores aceite españoles.

domingo, 23 de febrero de 2020

Rincón periférico


Mi barrio es el último en un extremo de la ciudad, pero no está aislado. Dispone de varias paradas de autobuses urbanos que lo comunican directamente con el centro histórico o enlazan con otras líneas que llevan a cualquier punto de la urbe. Aunque es un barrio pequeño, está dotado o cercano de lo necesario, desde colegios y un centro de salud hasta una ferretería y una farmacia, además de bares, peluquerías, tienda de desavíos e incluso un ultramarinos reducido a la mínima expresión. Por tener, tiene una tintorería y una especie de club social en el que se ha acondicionado un hueco para alojar una virgen, con sus cirios y sus flores. La situación periférica en que se ubica le confiere al barrio tranquilidad y silencio, sin perder identidad urbana. Por si fuera poco, linda con un gran parque que constituye un privilegio que otras barriadas, de mayor prestigio inmobiliario, no disponen y anhelarían. Esa fronda vegetal, atravesada por senderos y un lago poblado de patos y peces, ofrece la oportunidad de pasear, respirar aire limpio, practicar deporte o dejar a los niños desahogarse con sus juegos sin peligro de ser atropellados, cosa que sólo se valora cuando, en vez de cruzar la calle, se está obligado a desplazarse en un vehículo para disfrutar de un trozo de naturaleza semejante en cualquier otro lugar distante.

Como todo barrio, máxime si es pequeño, sus cuatro calles están atestadas de coches que se disputan cualquier aparcamiento libre. No deja de ser una barriada dormitorio para unos habitantes que, antes que huir a esas viviendas unifamiliares más asequibles que se pusieron de moda en los años 80 del siglo pasado, prefirieron permanecer en la ciudad donde crecieron y mantienen lazos familiares. No les importaba el precio de conformarse con una zona periférica, si al menos continuaban empadronados en su ciudad natal. En este nuevo nido del extrarradio criaron a sus hijos y acabaron peinando canas hasta que, tras décadas de apenas pisarlo nada más que para entrar y salir, se convierte en refugio sosegado en el que pasear y entretener la jubilación. Y descubren que tienen un tesoro.

Porque, aparte de lo descrito, hallan en este rincón de la periferia aquello que no sabían que buscaban: comodidad, servicios, descanso, distracción, tranquilidad y convivencia. Y tropiezan con los vecinos que antes esquivaban por esa absurda competición de parecer más que nadie, cuando todos fueron asalariados que sólo pudieron elegir este rincón perdido de la ciudad. Con tiempo para pasear sin ir a ningún sitio, encuentran ahora aceras de amistad y cafés para la tertulia y los recuerdos. Y el placer de lo conseguido a base de ahínco y sacrificios. Pero, sobre todo, esa felicidad indescriptible que ruboriza el rostro cuando los hijos y los nietos te acompañan en el deambular por este rincón periférico que ya es tu hogar. Y no lo cambiarías por nada, porque todo él alberga recuerdos de tu existencia.

miércoles, 19 de febrero de 2020

Difuminados naturales

Isla Cristina (Foto del autor)

En estos días anticipados de primavera con los que se distrae un invierno desanimado, ha sido frecuente en valles y zonas húmedas la persistencia de una niebla matutina que convertía en un difuminado blanco y negro lo que eran, bajo un sol radiante, paisajes luminosos de luz y color. Cubiertos por una perezosa neblina, el mar y el cielo se confunden blanquecinos, creando una atmósfera fantasmagórica en la que acaban desapareciendo los barcos, las gaviotas y los contornos del puerto. Una imagen pálida y gris no exenta de una belleza tan insólita como cautivadora. Son los difuminados con los que una paleta natural modifica la cotidianidad para que no se nos antoje aburrida y sosa.   

martes, 18 de febrero de 2020

Enésima humillación a Palestina


Que Palestina está condenada a su eliminación como nación y Estado, mediante una serie encadenada de hechos consumados que progresivamente la aíslan, la asfixian y la absorben cada vez más, no constituye ninguna novedad. Lo relevante, en la actualidad, es el descaro con que ello se produce y la desfachatez con la que los agresores (EE UU e Israel) lo realizan, sin ningún disimulo, ante los ojos del mundo y con total impunidad. Los que persiguen la eliminación de Palestina ni siquiera camuflan sus intenciones en la hipocresía. Se trata de la historia de una desaparición anunciada desde la propia creación de Palestina, en el año 1947, como un Estado no independiente, dividido, ocupado y constantemente reducido por la entidad que no acepta ni reconoce su presencia, Israel, y que debería compartir un territorio que ambiciona y se anexiona con claro desprecio a la legalidad internacional.

Los hechos consumados significan la desobediencia a las resoluciones de la ONU, la ignorancia de las fronteras acordadas, la ocupación de territorios, la colonización de enclaves palestinos con poblados israelíes, el aislamiento de la población con muros y vallas, la incautación y control de sus finanzas y economía por parte de Israel, el continuo hostigamiento y represión militar de su población para impedirle la libertad de movimientos y de manifestación, la prohibición al retorno del exilio de los refugiados palestinos y la permanente opresión social, política, cultural, económica y hasta racial que soporta el pueblo de Palestina, como constante de una relación desigual e injusta que sólo busca “barrer” a los palestinos de una tierra que Israel desea poseer de forma exclusiva. Pero, por si fuera poco, a todo ello se añade una última bofetada que el imperialismo de la opresión ha propinado a las esperanzas de paz del conflicto judío-palestino. Una bofetada materializada en el plan supuestamente de “paz” de Donald Trump. Todo un insulto a la inteligencia, la historia y la dignidad del pueblo palestino.

El mapa del plan de Trump
Ese “acuerdo del siglo” para Oriente Próximo, como fue calificado por el propio Donald Trump, tras casi tres años de elaboración por parte del Jared Kushner, yerno del mandatario norteamericano y amigo personal del primer ministro israelí Binyamin Netanyahu, nace sin que nadie, salvo Israel, lo apoye. Y es lógico que sólo Israel lo acepte puesto que el plan contempla todas sus demandas territoriales y de control, incluyendo el codiciado valle del río Jordán y la consagración como capital judía de Jerusalén, mientras que a los palestinos se los confina en “guetos” diseminados y sin continuidad territorial, lo que imposibilita el viejo acuerdo de “dos Estados”, a cambio de una inconcreta promesa de millones de dólares, durante diez años, para inversiones en Gaza y Cisjordania. Un “caramelo” monetario que a nadie engaña. Como el propio presidente norteamericano señaló en su presentación, seguramente sin darse cuenta de revelar sus verdaderas intenciones, el plan está concebido únicamente para resolver “el riesgo del Estado palestino para la seguridad de Israel”.

Todo acuerdo que una de las partes rechaza de manera rotunda es un acuerdo fallido. Para el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbás, el plan resulta tan insultante que, nada más conocerlo, dio por rotas las relaciones con Israel y EE UU. Además, solicitó ante el Consejo de Seguridad de la ONU que sea rechazado por ser un plan que plantea un Estado palestino inviable, con un territorio fragmentado como un queso suizo. Y para el primer ministro palestino, Mohammed Stayéh, la propuesta de Trump sólo “forma parte de las campañas electorales de estos dos líderes (Netanyahu y Trump), por lo que pronto será enterrado por la historia”. También la Unión Europea lo rechaza por no encajar con lo acordado internacionalmente para poner fin al conflicto. Según Josep Borrell, Alto Representante para la Política Exterior y Seguridad Común de la UE, Europa rechaza el plan por alejarse de las condiciones acordadas en la solución de “dos Estados” que toman las fronteras de 1967 como referencia, la parte oriental de Jerusalén como capital de Palestina y los intercambios equivalentes de territorio que sean necesarios para lograr la convivencia de dos Estados independientes, democráticos y que se reconozcan mutuamente. Incluso el antiguo negociador de EE UU para Oriente Próximo, Dennis Ross, advierte de que el plan de Trump “no tiene nada que ver con la paz”. Coincide con la apreciación de un predecesor en el cargo, Aaron David Miller, quien afirma que “esta es la primera iniciativa de paz cuyo objetivo no tiene nada que ver con los israelíes y los palestinos”. Y como cabía esperar, la Liga Árabe también se posiciona en contra del citado plan por “no cumplir con las aspiraciones de los palestinos, no tener en cuenta las referencias legales en relación con Jerusalén, los Altos del Golán, la ocupación israelí y la cuestión de los refugiados”.

En realidad, el plan Trump, descaradamente sesgado a favor de Israel, sólo ha sido aceptado por este último país y por los aliados de EE UU en la zona: Arabia Saudí y Egipto. Aún así, la Organización para la Cooperación Islámica (OCI), que cuenta con 57 miembros, entre ellos Arabia Saudita, Irán y Turquía, y que representa a más de 1.500 millones de musulmanes en el mundo, también rechaza el plan supuestamente de paz de Trump por no responder a las aspiraciones mínimas ni a los derechos legítimos del pueblo palestino”.

Trump y Netanyahu
Y es que la propuesta de la Casa Blanca sólo favorece los intereses de Israel en detrimento de los de Palestina, pues el reparto territorial contemplado permitiría la anexión de los asentamientos ilegales judíos de Cisjordania, donde ha construido 140 colonias y 127 puestos avanzados, en los que viven más de 600.000 judíos, y el valle del Jordán como frontera oriental judía a lo largo del río Jordán. Ello supondría, no sólo la fragmentación de Cisjordania en trozos rodeados por asentamientos sometidos a la soberanía israelí, lo que imposibilitaría la constitución de un Estado plenamente soberano, sino que además reduciría a la mitad un territorio que ya era un 22 por ciento de su espacio histórico, dejándolo sólo en el 11 por ciento. Tal propuesta va en contra de las aspiraciones palestinas de tener un Estado independiente propio, que incluya Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este como capital del mismo, conforme a las fronteras basadas en las resoluciones de la ONU y los acuerdos del alto el fuego en 1947 y 1967.

Otra de las controvertidas medidas es que no resuelve el problema de los refugiados palestinos esparcidos por Oriente Medio, por donde se diseminaron más de cinco millones de personas que huyeron o fueron expulsados por las fuerzas judías de sus tierras, en 1948, para crear el Estado de Israel. Los palestinos reclaman su derecho a regresar, pero los israelíes lo niegan porque tal aumento de la población les perjudicaría demográficamente y conduciría a su fin como Estado judío. De ahí, precisamente, la política de asentamientos judíos en territorios ocupados para contrarrestar el peso de la población árabe y mantenerla siempre en minoría.

El presidente de Palestina, Mahmud Abbás
Y el estatus de Jerusalén como guinda del enfrentamiento. El plan de Trump contempla que Jerusalén sea la capital indivisible de Israel. Los palestinos también aspiran que Jerusalén Este, donde viven más de 350.000 de ellos, sea la capital de su futuro Estado independiente. Pero por la fuerza de los hechos, Israel ya ha convertido unilateralmente, en 2017, Jerusalén en la capital judía, con el apoyo incondicional de EE UU, que trasladó allí inmediatamente su embajada. Ya antes, tras la Guerra de los Seis Días de 1967, Israel se había anexionado la parte Este de la ciudad, incluida la Ciudad Vieja hasta entonces bajo administración jordana, lo que llevó a la ONU a reiterar, en 2016, su Resolución 2334, que considera que Jerusalén Este es un “territorio ocupado”.  El plan de Trump, por tanto, consolida las pretensiones de Israel para que siga “salvaguardando los lugares sagrados de Jerusalén”, sin especificar dónde se ubicaría una posible capital palestina. La respuesta de Abbás ha sido contundente: “Jerusalén no está a la venta”.

Lo cierto es que el estatus internacional de Jerusalén hace tiempo que no se respeta ni este plan lo rescata. Una ciudad que, según la Resolución 181 de Naciones Unidas, tendría que haber sido desmilitarizada y controlada por la ONU hasta la celebración de un referéndum, cosa que jamás ha ocurrido, ha dejado de ser símbolo para la convivencia pacífica de las creencias religiosas y un enclave para la tolerancia. Pero ahora, con el plan de 181 páginas elaborado por Donald Trump y en el que no han participado los palestinos, será simplemente la capital del Estado judío, por obra y gracia de su exclusiva voluntad. No es de extrañar, pues, que el “acuerdo el siglo” para el conflicto palestino-israelí sea rechazado por todos, ya que sólo ratifica la imposición de los intereses de una parte sobre los de la otra. Se trata de la enésima humillación a Palestina.

domingo, 16 de febrero de 2020

…y, otra, hacia los confines del Sistema Solar


Casi simultáneamente al lanzamiento de una segunda sonda directamente hacia el Sol (que comentábamos en la entrada anterior), otra nave, que había sido lanzada en 2006, llegaba a las cercanías de un asteroide de forma extraña -como un muñeco de nieve-, de no más de 36 kilómetros de longitud, que se halla orbitando en los límites del Sistema Solar, más allá de Neptuno, en lo que se conoce como el “cinturón de Kuiper”, una zona poblada de escombros con formas y tamaños diversos, a más de 6.000 millones de kilómetros de la Tierra. Por aquellos límites exteriores también orbita Plutón, rebajado a la condición de “planeta enano”, aunque sea el más grande de los objetos que pululan por el espacio transneptuniano.

La New Horizons, que así se llama la nave de la NASA, ha sobrevolado recientemente Arrokoth, un asteroide gélido y rojizo, formado por dos grandes esferas irregulares unidas por un estrecho cuello, y que anteriormente se conocía como Ultima Thule. La sonda “rozó” ese extraño objeto sideral al pasar sólo a 3.500 kilómetros de su superficie, distancia suficiente para que las cámaras y demás instrumentos de la nave pudieran fotografiarlo y hacer otros estudios más detallados que desde la Tierra. El asteroide es tan pequeño que tiene una fuerza de gravedad muy leve, unas mil veces menor que la de la Tierra. Su superficie es lisa y presenta pocos cráteres por impacto, por lo que los científicos creen que esta “roca” ha debido permanecer tal y como se formó en sus inicios, lo que podría aportar información sobre cómo se formaron los planetas y el propio Sistema Solar. Su color rojizo señala la presencia de compuestos orgánicos, como el metanol, lo que explica la detección de hielo de metano, pero no de agua. Dada su distancia del Sol, es un cuerpo sumamente frío y con la particularidad de que describe una órbita circular, no elíptica como la de otros objetos del cinturón de Kuiper, lo que indica que no se ve afectada por la de ningún planeta. Todo ello convierte a Arrokoth en una especie de cápsula del tiempo con la composición original del Sistema Solar. De ahí el interés que despierta ese peñasco en los confines del Sistema Solar.

Pero eso no es todo. La nave New Horizons puede seguir alejándose del cinturón de Kuiper y adentrarse en el espacio interestelar, más allá del Sistema Solar. La sonda dispone de energía para seguir activa -y enviando datos- durante, al menos, una década más de tiempo, en la que podrá hacer muchos descubrimientos. ¿Qué hallará? El estudio cada vez más profundo de nuestros “alrededores” en el espacio, tanto hacia el interior -el Sol- como hacia el exterior -los límites del Sistema Solar-, nos reportará un mayor conocimiento de la formación de los planetas y una mejor comprensión sobre cómo surgió este “hábitat” en el que la vida se ha desarrollado hasta ser consciente de su existencia. Y es que el ánimo que empuja al ser humano a la ciencia es, simplemente, la ignorancia. Porque sabe que no sabe apenas nada de cuanto le rodea. Por eso se adentra hasta donde le permite su conocimiento y técnica: hacia el interior de un átomo como hacia el espacio profundo del Universo.

miércoles, 12 de febrero de 2020

Segunda nave al Sol


Una nueva sonda ha sido enviada hacia el Sol, esta vez a cargo de la Agencia Espacial Europea (ESA). Se trata de la nave Solar Orbiter (SO), construida por Airbus y lanzada al espacio desde Cabo Cañaveral (Florida, EE UU), el pasado 10 de febrero. Su intención es, después de diversas maniobras gravitatorias aprovechando atracción de Venus, situarse en una órbita inclinada en torno al Sol, que le permita acercarse a una distancia, en el perihelio, de tan sólo 42 millones de kilómetros. Para ello, tendrá que realizar una aproximación con órbitas cada vez más cercanas al astro rey, sobrevolando Venus, que no se completará hasta diciembre de 2026. Pero en febrero de 2021 se producirá el primer paso cercano al Sol, a una distancia de unos 75 millones de kilómetros. El objetivo de la misión es estudiar la actividad solar y analizar los mecanismos de formación del viento solar.

Es la segunda nave que se manda al espacio para estudiar nuestra estrella. En agosto de 2018, la NASA lanzaba la Parker Solar Probe (PSP) con una misión semejante y una técnica de aproximación idéntica. Sin embargo, ambas misiones no compiten, sino que se complementan para estudiar el Sol con instrumentos diferentes y desde ángulos y distancias distintos. Todos los resultados que se obtengan aportarán una información más completa y rigorosa del astro que nos alumbra. De hecho, ambas misiones forman parte del programa GHO (Great Heliophysics Observatory) de la NASA.

La sonda PSP volará más cerca del ecuador del Sol, en la llamada corona solar, para medir campos magnéticos y las partículas de plasma. La SO, por su parte, podrá “ver” y fotografiar por primera vez, desde una órbita algo más lejana e inclinada, los polos solares, las regiones del astro que desde la Tierra no se pueden contemplar. Pero ambas se enfrentan al mismo peligro de quedar “achicharradas” por la radiación solar, a pesar de los escudos térmicos con los que se protegen. El desafío es, pues, inmenso, tanto como las expectativas científicas que suponen las dos naves solares.  

martes, 11 de febrero de 2020

El éxito de la excepción


Acostumbrados a lo “normal”, esa regla que estandariza y homogeniza lo diverso en casi todos los órdenes de la existencia (moda, costumbres, ideas, cultura, economía, política, comercio, deportes, ocio, etc.), llama la atención el éxito que están obteniendo en los últimos tiempos las “excepciones”. En una sociedad, como la Occidental a la que pertenecemos, que se amolda a lo establecido y sirve de “modelo” al resto del mundo (desde su gorrita de beisbol, su música, su sistema de valores y hasta sus manías), están de un tiempo a esta parte emergiendo los que antes eran “invisibles”, los ignorados o excluidos que no se ajustaban a lo “normal”, entendiendo normal como sinónimo de “ mayoría”, lo que es mayoritario o común. Un concepto estadístico que sólo refleja porcentajes, aunque sean mayoritarios, de hábitos, costumbres y formas de ser en cada lugar y tiempo, y no como categoría ética o natural de lo correcto, bueno o sano. Es por eso que hubo una época en que fue considerado “normal” fumar, pero ni entonces ni hoy era bueno ni conveniente, desde el punto de vista de la salud, por mucho que esa aparente mayoría -y la industria que la incentiva- se empeñase en imponer un vicio nocivo para el fumador y para el no fumador.

Hoy día, las excepciones a la norma están teniendo éxito y reconocimiento. Van siendo valoradas como una opción tan legítima como la ortodoxa y, si acaso, mucho más efectiva para triunfar en algunos aspectos en que era considerada una extravagancia o un hándicap para alcanzar cualquier objetivo en la vida. En una sociedad que presume de “normalidad”, los discapacitados, los que sufren determinadas enfermedades y trastornos psíquicos, los dependientes de sustancias adictivas o los que se comportan contra las normas sociales, todos ellos están dejando de ser “raros” y llegan a convertirse en ejemplos dignos de admiración y seguimiento. Son modelos “heterodoxos” de lograr cualquier ambición o éxito que se desee.

Es el caso de la artista norteamericana Billie Eilish, una cantante y compositora adolescente a la que el síndrome de Tourette, un trastorno neuropsiquiátrico, la hace parecer indolente, inexpresiva o aburrida, lo que en otros tiempos la hubiera condenado a encerrarse en su casa y ocultarse de los demás. Hoy, sin embargo, ni sus tics ni su apariencia le impiden, no sólo ser todo un fenómeno musical que consigue los más codiciados galardones, como los premios Grammy, sino demostrar, ante los ojos cuadriculados de los demás, su inteligencia y capacidad para triunfar donde artistas “normales” les cuesta o fracasan. Aparte de sus dotes musicales, ha sabido utilizar su “excentricidad” para distinguirse con enorme acierto. Un éxito de la excepción.

Algo similar le ha sucedido a Jeremy Meeks, un exdelincuente que tiene todo el cuerpo lleno de tatuajes y que, en el pasado, si te hubieras tropezado con él en medio de la noche, habrías cambiado de acera. La verdad es que estuvo arrestado y preso en Los Ángeles por robar a mano armada, pero un rostro bien parecido y una excelente forma física le valieron para convertirse en un “top model” cotizado y un sex symbol masculino de las pasarelas. En su caso, no era una discapacidad lo que le apartaba de la “normalidad”, sino una tendencia antisocial hacia los bienes ajenos.  Cazadores de “belleza” para diseñadores y algo de suerte, le permitieron ingresar en el sofisticado mundo de la moda y olvidar aquella época en que era parte de los “otros”, de los rechazados o esquivados por la sociedad. Otro éxito de la excepción.

Pero el caso más significativo es el representado por Greta Thunberg, el icono del activismo juvenil contra el cambio climático y la lucha por el medio ambiente. Esta estudiante sueca de 17 años, que padece el síndrome de Asperger, un trastorno mental del espectro del autismo, ha conseguido ser referente mundial en la lucha contra el cambio climático e invitada imprescindible en los encuentros políticos o ecológicos del máximo nivel, como la Cumbre del Clima, la ONU y el foro de Davos, por ejemplo. Su aspecto delicado, la actitud convulsiva y sus discursos entre el enfado y la riña, exigiendo actuar más y mejor a los gobiernos para combatir la contaminación, reducir la huella de carbono de la actividad humana y potenciar más decididamente la sostenibilidad, es todo un símbolo mundial. Su incapacidad psíquica, con sus depresiones y su mutismo selectivo, le han servido para emprender una lucha que nadie, al principio, tomaba en serio. Pero desde que comenzó a faltar a clase para protestar todos los viernes, con un cartel elaborado a mano por ella misma invitando a una huelga escolar por el clima, otros jóvenes en diversos países la imitaron hasta constituir todo un movimiento ecológico global que ya es imposible ignorar. Un éxito indudable de la excepción en el activismo ecológico.

No son los únicos, pero los citados tal vez sean los ejemplos excepcionales más conocidos en todo el mundo. Sin embargo, historias similares se producen cada día en nuestras ciudades y en el anonimato de nuestros barrios, donde personas con el síndrome de Down consiguen trabajar y llevar una vida tan “normal” como la de cualquiera. O exdelincuentes y drogadictos que logran superar sus “baches” para incorporarse a la “normalidad” familiar y laboral que ambiciona cualquier ciudadano. Y muchos más. Todos y cada uno de ellos son ejemplos de que de la invisibilidad se puede salir, que ser “raro” no es un estigma que impida el desarrollo de la persona en su integridad y dignidad, y que la excepción también es una posibilidad de éxito. El triunfo de la excepción.

viernes, 7 de febrero de 2020

Veranillo invernal


En los últimos días hemos disfrutado de unas temperaturas más propias del verano que del invierno. Los termómetros escalaron cifras, no sólo en el Sur peninsular sino también en algunos puntos del Norte cantábrico y en el Levante mediterráneo, que rondaron los 30 grados Celsius y nos hicieron pensar en ese cambio climático que sólo Trump y otros charlatanes como él, satisfechos de su ignorancia, se empeñan en negar. Esta especie de veranillo invernal, si se me permite el oxímoron, nos recordó episodios parecidos de nuestra adolescencia, en que paseábamos en mangas cortas bajo el templado Sol de enero, exhibiendo una insultante juventud que era inconsciente de las consecuencias de los bruscos cambios de temperatura. En esa casuística existencial, basada en la subjetiva memoria antes que en datos objetivos, nos apoyamos para no desprendernos de las rebecas o los jerseis aunque los termómetros nos inviten a las playas en medio del invierno. Máxime si, sólo transitar del sol a la sombra, ya nos hace estornudar y temer a una gripe estacional que nos acecha puntual como las Navidades. Con la edad, nos hemos olvidado de nuestras chanzas con el refranero cuando lo utilizaban para aconsejarnos que “hasta el 40 de mayo, no te quites el sayo”. ¡Qué pena!

miércoles, 5 de febrero de 2020

¿Para qué sirve Davos?


Como cada año, a finales del pasado mes de enero se celebró en el bello paraje alpino de Davos la cumbre económica que lleva el nombre de esa localidad suiza, en la que se reúnen todas las cabezas relevantes del mundo, tanto de la política como de la cultura o los movimientos sociales, que creen que tienen algo que aportar en un foro que debate la salud del capitalismo. Muchos de los asistentes, en su mayoría, van a mirar y dejarse ver. Otros, sueltan un medido discurso más hipócrita que sincero, y una ilustre minoría, que se cuenta con los dedos de una mano, señala los problemas que afectan a un sistema económico que se basa en las injusticias y el máximo beneficio. ¿Qué cabía esperar del encuentro de este año? Humo, como siempre.

Con todo, la Cumbre anual de Davos causa expectación mediática y atrae la atención de los curiosos, a pesar de que sus propuestas sean más bienintencionadas que efectivas, ya que ninguno de sus participantes las pone en práctica cuando regresan a sus respectivos países. Y eso que allí acude un ramillete de los principales líderes del mundo, como Donald Trump, Angela Merkel o Pedro Sánchez, entre otros. También van los más grandes empresarios, comerciantes, financieros, multimillonarios, filántropos y activistas del mundo mundial a exponer sus diagnósticos y desgranar sus consejos. Se limitan, en puridad, a quedar bien para la foto de familia, saludarse entre ellos y retornar a sus casas, satisfechos de la cuota de internacionalismo intelectual conseguida. Pero resolver, lo que se dice resolver problemas, se logra poco en Davos. Entre otras cosas, porque el objetivo perseguido suele ser ambicioso: llegar a acuerdos para “construir un mundo más sostenible e inclusivo”. Un objetivo tal vez contradictorio e irrealista desde la óptica del capitalismo que representan los allí reunidos.

Y es que el capitalismo, por definición, es poco sostenible y nada inclusivo, pues su exclusivo fin es el beneficio y la rentabilidad. También es verdad que, desde el impulso neoliberal que le imprimieron Reagan y Thatcher, durante sus mandatos, la economía capitalista ha cosechado mayor desigualdad social, concentración de la riqueza en pocas manos y la esquilmación de los recursos, todo ello favorecido por una regulación escasa e. incluso, desregulación, y un ineficaz cuando no nulo control democrático por parte de los Estados. Así hemos llegado a un planeta arrasado, una contaminación creciente de tierras, aguas y aire, un cambio climático acelerado, un comercio dominado por las grandes empresas transnacionales, y unas tasas de injusticia, pobreza y conflictos que lejos de desaparecer, aumentan, generando el caldo de cultivo ideal para que resurjan los fenómenos más extremistas, ultranacionalistas, racistas y misóginos que creíamos haber dejado atrás, junto al nazismo, el fascismo, el comunismo, los regímenes autoritarios y las dictaduras.   

Las cerca de 3.000 personalidades reunidas en Davos pretendían marcar un nuevo rumbo a un capitalismo que se siente amenazado y profundamente cuestionado. Cosa que no es de extrañar cuando ni siquiera es capaz de lograr una posición de consenso sobre las medidas más convenientes para combatir el cambio climático. Entre un Trump que niega el problema y una Merkel que lo considera una cuestión de supervivencia, la única propuesta de Davos fue que hay que seguir con los esfuerzos y los acuerdos, a pesar de que los resultados sean pobres e insuficientes, como quedó de manifiesto en la Cumbre del Clima celebrada en Madrid. Pero para Davos lo que está en juego es el comercio y la viabilidad de empresas que podrían ser rechazadas por los consumidores por su poca sostenibilidad medioambiental y por una futura regulación más estricta al respecto. Algo tendría que hacer el capitalismo para amoldarse a estas nuevas exigencias sociales. De momento, más de lo mismo: nada.

Parece mentira que, a estas alturas, tras cumplirse el 50 aniversario de estos encuentros, el objetivo del Foro Económico Mundial sea el de renovar un stakeholder capitalism que permita un mundo cohesionado y sostenible, a través de una fiscalidad justa, tolerancia cero con la corrupción y el respeto de los derechos humanos. ¿Acaso no era eso exigible desde un principio? Mucho me temo que no. Esta hipócrita exigencia de responsabilidad social a las empresas es un palo al agua, ya que la desigualdad, la acumulación de riqueza en unos pocos y el desmantelamiento de lo que queda del Estado de Bienestar son consecuencias de un sistema económico cuyo objetivo es el progresivo aumento de los beneficios a costa del bienestar y el interés de la mayoría de la población.

Con un comercio mundial sometido a crecientes tensiones debido a guerras comerciales, el debilitamiento de los organismos internacionales de regulación (OMC, BM, FMI, etc.), el incumplimiento o ruptura de acuerdos y tratados regionales, la desvinculación de las leyes internacionales para afianzar mecanismos bilaterales y la implantación coercitiva de aranceles en las negociaciones comerciales, las propuestas de Davos resultan exiguas. La credibilidad del capitalismo queda, de este modo, cuestionada por la práctica habitual y sostenida del mismo, tendente a la explotación y la rapacidad más descaradas, con sus constantes exigencias de precariedad, inestabilidad laboral, recorte de derechos sindicales y laborales, desubicación empresarial, elusión fiscal, etc.

En definitiva, de la cumbre de Davos 2020 sólo queda el humo fugaz de su inanidad.   

sábado, 1 de febrero de 2020

Bye England


En la medianoche del 31 de enero se fueron los ingleses. Nos abandonaron porque quisieron y no nos aguantaban. Llenábamos su país con nuestros maternos acentos románicos y un inglés chapurreado con el que buscábamos alguna posibilidad de vida mejor. Más de un millón de súbditos de Su Graciosa Majestad deambulaban por la Unión Europea e invadían las costas soleadas de las riberas mediterráneas. Podían en nuestro país aprovecharse de una sanidad menos pendiente del coste y más atenta a la salud y sus quebrantos, algo inaudito en sus neblinosas tierras. A pesar de todo, se quejaban de que pagaban mucho a Europa y que Bruselas se metía demasiado en sus cosas y regulaba en exceso sus recursos. No querían las normas de todos. Se alistaron al club europeo hace 47 años, abonando una cuota más económica que la del resto de los socios. Eran pudientes, distantes y soberbios que sólo se mezclaban con los de su élite germánica. Más que cooperar en un proyecto común, pretendían hacer negocio. Y achacaban sus problemas internos a las obligaciones europeas. El siempre fácil recurso de echar las culpas a otro les dio resultado: los descontentos, los desconfiados y los castigados por todas las crisis eligieron salirse del club. Un 37 por ciento de la población supuso mayoría suficiente para tomarles la palabra y abandonar el lazo político que les unía a la vieja Europa continental, históricamente más lejana de la Gran Bretaña que de América, aunque un túnel bajo el Canal de la Mancha estableciera un enlace ferroviario permanente. Así que ya dieron el portazo, dejándonos compuestos y sin novio. Con su marcha, creen que los vamos a buscar porque no podemos vivir sin ellos. Hoy ondean en Londres las banderas de la separación, en medio del regocijo de los alérgicos a Europa. Todavía no saben qué harán mañana cuando no se les permita el acceso a las instalaciones y servicios del club europeo. Tampoco nosotros sabemos qué haremos sin ellos, tan acostumbrados como estábamos a su flemático proceder estirado y al fish & chips, regado con un buen y frío escocés. Seguro que unos y otros nos arrepentiremos, pero ya todo no será igual. Además de tarde, sucederá como cuando nos peleamos con algún familiar: la confianza se quebrará y el resquemor no habrá forma de eliminarlo. Pero es lo que han querido. Bye England.