Mi barrio es el último en un extremo de la ciudad, pero no
está aislado. Dispone de varias paradas de autobuses urbanos que lo comunican
directamente con el centro histórico o enlazan con otras líneas que llevan a
cualquier punto de la urbe. Aunque es un barrio pequeño, está dotado o cercano de lo necesario, desde colegios y un centro de salud hasta una ferretería y una
farmacia, además de bares, peluquerías, tienda de desavíos e incluso un
ultramarinos reducido a la mínima expresión. Por tener, tiene una tintorería y
una especie de club social en el que se ha acondicionado un hueco para alojar una
virgen, con sus cirios y sus flores. La situación periférica en que se ubica
le confiere al barrio tranquilidad y silencio, sin perder identidad urbana. Por
si fuera poco, linda con un gran parque que constituye un privilegio que otras
barriadas, de mayor prestigio inmobiliario, no disponen y anhelarían. Esa fronda
vegetal, atravesada por senderos y un lago poblado de patos y peces, ofrece la
oportunidad de pasear, respirar aire limpio, practicar deporte o dejar a los
niños desahogarse con sus juegos sin peligro de ser atropellados, cosa que sólo
se valora cuando, en vez de cruzar la calle, se está obligado a desplazarse en
un vehículo para disfrutar de un trozo de naturaleza semejante en cualquier
otro lugar distante.
Como todo barrio, máxime si es pequeño, sus cuatro calles
están atestadas de coches que se disputan cualquier aparcamiento libre. No deja
de ser una barriada dormitorio para unos habitantes que, antes que huir a esas viviendas
unifamiliares más asequibles que se pusieron de moda en los años 80 del siglo
pasado, prefirieron permanecer en la ciudad donde crecieron y mantienen lazos
familiares. No les importaba el precio de conformarse con una zona periférica,
si al menos continuaban empadronados en su ciudad natal. En este nuevo nido del
extrarradio criaron a sus hijos y acabaron peinando canas hasta que, tras
décadas de apenas pisarlo nada más que para entrar y salir, se convierte en refugio sosegado en el que pasear y entretener la jubilación. Y descubren que
tienen un tesoro.
Porque, aparte de lo descrito, hallan en este rincón de la
periferia aquello que no sabían que buscaban: comodidad, servicios, descanso, distracción,
tranquilidad y convivencia. Y tropiezan con los vecinos que antes esquivaban
por esa absurda competición de parecer más que nadie, cuando todos fueron asalariados
que sólo pudieron elegir este rincón perdido de la ciudad. Con tiempo para
pasear sin ir a ningún sitio, encuentran ahora aceras de amistad y cafés para
la tertulia y los recuerdos. Y el placer de lo conseguido a base de ahínco y sacrificios.
Pero, sobre todo, esa felicidad indescriptible que ruboriza el rostro cuando los
hijos y los nietos te acompañan en el deambular por este rincón periférico que
ya es tu hogar. Y no lo cambiarías por nada, porque todo él alberga recuerdos
de tu existencia.
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