viernes, 29 de septiembre de 2017

Solidaridad con Puerto Rico

El huracán María que ha pasado de lleno sobre Puerto Rico ha causado más estragos y víctimas de lo previsto y deseado. Ha barrido literalmente la isla con una fuerza tan descomunal que pocas cosas han podido resistírsele. El sistema eléctrico fue de las primeras infraestructuras que rompió como si fuera un hilito de coser. Y las conducciones de agua reventaron dejando a más de la mitad de la población sin agua corriente. Las lluvias torrenciales desbordaron ríos, pantanos y zonas urbanas, anegándolas sin compasión y arrasando, con furia destructora, gran parte de la red vial de la isla caribeña. Decenas de miles de personas tuvieron que dejar sus casas para acudir a refugios donde era más seguro aguantar la embestida del huracán. A pesar de las precauciones, 16 personas fueron víctimas directas de la fuerza mortal del peor huracán del último siglo en Puerto Rico. La Perla del Caribe ha sufrido tal abrasión que ahora toca recomponerla y “abrillantarla” para que vuelva a lucir todo su esplendor.

No puede haber romanticismo en el recuerdo infantil de los huracanes, ni cabe la banalización de su capacidad destructiva y mortífera. Hay que asumir con realismo su embestida como una catástrofe natural, a la que hay que enfrentarse intentando prevenir sus efectos y reparando inmediatamente los daños ocasionados. Y lo primero que hay que atender es a la población, a las personas damnificadas por el paso de un huracán. Y, después, todo lo demás, los daños materiales. En esa tarea todo esfuerzo y colaboración es poco, por lo que la participación de la sociedad civil junto a las autoridades es fundamental para recuperar la normalidad lo más pronto posible. Por eso me invade la angustia al no poder contribuir más activamente con la ayuda imprescindible que exige la situación actual de Puerto Rico, sumido en una catástrofe natural y financiera que complica enormemente la restauración de la cotidianeidad en la vida de su gente y en el funcionamiento de industrias, servicios, empresas e instituciones puertorriqueñas. Quede, al menos, mi aportación informativa desde esta bitácora como muestra de mi solidaridad con Puerto Rico.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

Divorcio con cadena perpetua


Cuando, por el motivo que sea, el matrimonio no funciona en una pareja y es causa de problemas irreconciliables entre ellos, lo mejor es rescindirlo por mutuo acuerdo o con el consentimiento de una de las partes, si ello es posible, o de forma unilateral por falta de acuerdo. La disolución del matrimonio se consigue mediante el divorcio en nuestras sociedades modernas, pues el vínculo civil, que no el religioso, que unía a la pareja puede ser anulado judicialmente por expresa petición de cualquiera de las partes. En cualquier caso, todo divorcio, con o sin acuerdo, implica consecuencias y responsabilidades que hay que asumir, sobre todo cuando existen hijos por medio y patrimonios compartidos que repartir. Nunca es una decisión fácil ni agradable, a veces incluso injusta debido a las complicaciones que puede acarrear, a pesar de la mejor voluntad que todos los concernidos pongan en el asunto.

No hay que descartar, empero, la mala suerte, es decir, que no haya esa buena voluntad en una de las partes y que, además, las decisiones judiciales vengan impregnadas por estereotipos de género que imposibilitan la necesaria objetividad a la hora de impartir justicia. Es lo que le ha pasado a un amigo que buscó en el divorcio la solución a problemas en su matrimonio que lo hicieron inviable. De eso hace ya más de veinte años, pero continúa purgando una condena que es indefinida y, al parecer, eterna. La única razón que explica esta injustificable situación es el prejuicio que considera, en toda relación, que el hombre es siempre el opresor y la mujer, la víctima. No hay otro argumento, aunque sí resquicios legales, que justifique el mantenimiento de una situación culposa a una de las partes, obligada a continuar facilitando una compensación económica a la otra, después de una separación que ya es más prolongada que el tiempo que convivieron juntos, y en la que los hijos son ya adultos, independientes y cercanos a la cuarentena.

Es verdad que el cónyuge al que el divorcio le produce un desequilibrio económico que implique un empeoramiento de su situación anterior en el matrimonio, la ley le reconoce el derecho a una compensación en forma de pensión (alimenticia, gastos del hogar, interconyugal, etc.) con la que se intenta corregir el desequilibrio producido por la separación. Nadie cuestiona que, tras una crisis matrimonial, la parte más pudiente compense a la desfavorecida con una ayuda económica (pensión) y material (uso y disfrute de la vivienda habitual, etc.) hasta que los hijos alcanzan la edad adulta y los divorciados logran rehacer sus vidas por separado. Lo que se cuestiona es que esa compensación no se extinga pasado un plazo suficientemente extenso para que ambas partes se adapten a las nuevas circunstancias. Se cuestiona que una compensación indefinida en el tiempo contribuye, más que ayudar, a crear una dependencia en la parte favorecida por la misma, por poco cuantiosa que sea ésta. Y que, en no pocos casos, posibilita que quien la cobra no intente corregir el desequilibrio que justifica la pensión con el malicioso propósito de perpetuar una especie de “castigo”, en este caso económico, sobre la parte que tiene que satisfacerla. Se cuestiona, en fin, que, en vez de combatir la subordinación de la mujer respecto del hombre, esta medida sin limitación no haga más que reforzarla. En todo caso, es un juez quien establece la limitación temporal o indefinida de estas pensiones, la modificación de sus cuantías e, incluso, la extinción de ellas, atendiendo cada caso en concreto y en función de las alteraciones en la fortuna de uno u otro cónyuge.

Pero a mi amigo, al que esta situación le supone una afrenta a su dignidad personal, no le reconocen ninguna alteración que lo exima de seguir abonando una pensión a su exmujer después de llevar más de veinte años pagándola puntualmente, de que uno de sus dos hijos se fuera a vivir con él cuando se produjo el divorcio, de que su exmujer se quedara disfrutando de la vivienda que él había adquirido y de la que sigue haciéndose cargo de los impuestos municipales que la gravan, de que sus ingresos económicos hayan disminuidos en los últimos años y de que su exmujer disponga de recursos económicos más que suficientes para atender sus necesidades. Nada de lo anterior ha sido tenido en cuenta cuando ha pretendido que la Justicia revisara su caso a la vista de las nuevas circunstancias y tras haber transcurrido más de veinte años de su divorcio.  Al parecer, su condena es perpetua.

Y es perpetua porque una de las partes se conforma con esa dependencia, sólo material y en absoluto sentimental, que le permite mantener el “castigo” sobre la otra, una “pena” que recae sobre quien ha rehecho su vida, evolucionando formativa, laboral y personalmente, y premia al que prefiere acomodarse en el desequilibrio. Tal voluntad de instalarse en el conformismo obedece muchas veces a la intención de causar daño, un daño moral más que económico, pues impide la total desvinculación con un pasado que se resiste caer en el olvido. Por eso, el mantenimiento de semejante situación es, a todas luces, injusto porque veinte años, el período temporal de una generación, es plazo más que suficiente para saldar las deudas con el pasado y enjugar los errores entonces cometidos.

De hecho, la modificación de la antigua ley de divorcio de 1981 así lo contempla aunque no deroga las sentencias con pensión indefinida falladas con anterioridad, como es el caso que comentamos. Hay que acudir a instancias judiciales para determinar las alteraciones en la fortuna entre los cónyuges y solicitar la extinción o limitación temporal de las compensaciones. Pero esas decisiones judiciales pueden verse influidas por estereotipos de género que hacen prevalecer la culpa y el castigo en el varón, ya que la mujer es siempre una víctima indefensa e inocente. De ahí que la resolución judicial así contaminada sea, además de injusta, rocambolesca y desproporcionada, ya que establece la cadena perpetua en forma de compensación para un divorcio mientras que un asesinato, un delito infinitamente más grave, se solventa con unos años de cárcel que, encima, pueden verse rebajados por la buena conducta del reo.

A mi amigo, en cambio, no le ha beneficiado ni su buena conducta ni su honestidad, tampoco el cumplimiento formal y puntual de las correspondientes compensaciones, ni la cesión de su vivienda habitual para su disfrute por la otra parte, ni siquiera sus desvelos por afrontar los problemas que se han cebado sobre sus hijos. Nada de eso se ha tenido en cuenta porque su delito es imperecedero: es un hombre y se ha divorciado. Tiene que pagar por ello. De por vida. Lo siento por ti, amigo.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Cataluña, Azaña y la farsa

Era impensable que la situación catalana, con un gobierno regional en abierta rebeldía contra la legalidad vigente, llegara a los extremos a que ha llegado por su afán en independizarse de España y proclamar una república catalana de manera unilateral, mediante fraude de ley y sin garantías democráticas que avalen ninguna de las iniciativas adoptadas al respecto. La “desconexión” de España, un Estado descentralizado, conformado por Comunidades Autónomas que gozan de gobierno y parlamento propios, se ha pretendido llevar a cabo por la fuerza de los hechos y no por la fuerza de la ley, actuando, además, sin respeto alguno ni al Estatuto catalán ni a la Constitución española. Las fuerzas soberanistas del Parlamento catalán, donde detentan una mayoría que no se corresponde con la mayoría social, han diseñado un proceso, de común acuerdo con el gobierno de la Generalitat, que persigue la independencia a través de un referéndum, para cuya convocatoria el gobierno regional no tiene competencias, pero que de todas formas se ha convocado y organizado en claro desafío a la legalidad vigente y a pesar de haber sido declarado ilegal por el Tribunal Constitucional, junto a otras leyes catalanas (ley de transitoriedad, ley del referéndum) en tal sentido. Y ante esa permanente desobediencia a las leyes y el desacato a las sentencias del Constitucional por parte de la Generalitat y del Parlament, el Gobierno de España ha procedido al cierre de la caja de la Comunidad y ha congelado todas sus cuentas, para evitar que se destinen recursos a iniciativas declaradas ilegales. Y la Justicia, por su parte, dictando órdenes a la Guardia Civil y Policía Nacional en funciones de policía judicial, se ha incautado del material previsto (papeletas, carteles, folletos, cartas) para la realización del referéndum y ha detenido a los personalidades no electas de diferentes consejerías e instituciones catalanas, como responsables directos de la “maquinaria” para llevarlo a cabo, además de citar a declarar a todos los alcaldes dispuestos a facilitar instalaciones para el referéndum. Una situación, por tanto, sumamente tensa y conflictiva.

Todos parecen sobrepasados por las reacciones porque, a menos de una semana de la presunta consulta, ni los soberanistas que mantienen este pulso creían que el Estado respondería con tanto rigor para mantener la legalidad, ni el Estado esperaba que los soberanistas llegaran tan lejos en su desobediencia a la ley. Tanto es así que el Gobierno estudia, llegados a este extremo, suspender la Generalitat y también, incluso, a la Cámara Baja catalana si finalmente deciden, con o sin referéndum, proclamar la independencia de Cataluña. La terca actitud del Gobierno regional es manifiesta y parece encaminada a llegar hasta la sedición en su pulso al Estado. Sin que lo ampare la historia, ni las leyes ni, por supuesto, ningún derecho democrático (el primer derecho democrático es el respeto a las leyes con las que la democracia se dota), los secesionistas apuestan el todo o nada a un envite definitivo por la independencia de Cataluña.

Sin embargo, no es la primera vez que provocan un enfrentamiento tan grave. Esta historia de desencuentros entre España y Cataluña no es ninguna novedad, pero, como dijo Marx, la historia cuando se repite se convierte en una farsa. Una farsa que trágicamente está dividiendo a la sociedad catalana en dos bandos excluyentes e intolerantes, en los que  podrían desencadenarse odios y enfrentamientos que, sin duda, perdurarán en el tiempo y afectarán negativamente a la convivencia. Un precio demasiado alto para una ensoñación independentista.

El caso es que esta situación ya la había advertido hace tiempo Manuel Azaña, el último presidente de la II República española, al principio defensor de los deseos catalanes por su autogobierno, pero profundamente defraudado después por las deslealtades de éstos tras conseguir el Estatuto de Nuria. Como si fuera testigo de lo que hoy sucede, Azaña no dudó en acusar a la Generalitat de irredenta por actuar “en franca rebelión e insubordinación, y si no ha tomado las armas para hacer la guerra al Estado, será o porque no las tiene o por falta de decisión, o por ambas cosas, pero no por falta de ganas”.  Son palabras pronunciadas en 1934 que parecen describir la realidad actual.

Por aquel entonces, tras proclamarse la II República española (1931-1939), el Gobierno provisional republicano negocia con los catalanes el Estatuto de Nuria, el primero que dota de autonomía a Cataluña y le reconoce gobierno y parlamento propios. Pero, como pretende hacer Puigdemont en la actualidad, el entonces presidente de la Generalitat, Lluis Companys, aprovechando la inestabilidad política en España por la revolución de Asturias y la declaración del estado de guerra por parte del presidente de la República, proclama en octubre de 1934 el Estado Catalán de la República Federal Española. Azaña, que, como decimos, fue uno de los impulsores del Estatuto catalán, no puede evitar expresar su disgusto ante la deslealtad del gobierno catalán: “Por lo visto es más fácil hacer un Estatuto que arrancar el recelo, la desconfianza y el sentimiento deprimente de un pueblo incomprendido”.

De aquel Estatuto hasta el actual ya sabemos lo que pasó: sufrió los avatares de la República, al ser suspendido por el gobierno de Lerroux-Gil Robles y vuelto a poner en vigencia por el del Frente Popular. La dictadura de Franco lo derogó finalmente y la restauración de la democracia, al resolver el problema territorial mediante el Estado de las Autonomías, posibilitó la elaboración de uno nuevo, el actual Estatuto, que, otra vez, es orillado por los que desean la independencia, contraviniendo las leyes y sin más argumentos que un inexistente “derecho a decidir” que los independentistas no reconocen a cuantos hasta la fecha han “decidido” en las urnas el estatus quo actual.

Seguimos, pues, comportándonos, en este y en tantos otros problemas, como Manuel Azaña retrataba con su perspicaz elocuencia: “Al español le gusta tener libertad de decir y pensar lo que se le antoja, pero tolera difícilmente que otro español goce de la misma libertad, y piense y diga lo contrario de lo que él opinaba”. 

Frente al egoísmo que orienta la mayoría de las reclamaciones territoriales, antes y ahora, en nuestro país, advertía el político republicano: “Todos los intereses nacionales son solidarios y, donde uno quiebra, todos los demás se precipitan en pos de su ruina”. Y ello es así porque “todos los españoles tenemos el mismo destino, un destino común, en la próspera y en la adversa fortuna, cualesquiera que sean la profesión religiosa, el credo político, el trabajo y el acento…” Exhortaciones que, como sabemos, cayeron en saco roto, pero que hoy seguimos ignorando.

Y todo esto lo dijo el último presidente de la República española un 18 de julio de 1938 desde el Ayuntamiento de Barcelona, donde aseguró, como si fuera clarividente: “A pesar de todo lo que se hace para destruirla, España subsiste”. Y subsistirá, cabría subrayar hoy ante las vicisitudes del conflicto catalán, un conflicto supuestamente generado por la libertad y la democracia. Pero  olvidamos que "la libertad no hace ni más ni menos felices a los hombres; les hace, sencillamente, hombres." ¿Reconocen al autor de la sentencia? 

jueves, 21 de septiembre de 2017

El huracán de mi memoria

Este mes los huracanes se han sucedido por el trópico caribeño, arrasando cuanto hallaban a su paso. Tres de ellos han sido los más devastadores del año, causando grandes daños materiales y cobrándose el tributo de víctimas humanas. Se trata de los huracanes Harvey, Irma y María, todos ellos de máxima categoría (5 en la escala Saffir-Simson), lo que supone vientos de una velocidad superior a 200 kilómetros por hora y, por tanto, de una severidad catastrófica. No son, empero, fenómenos extraños ni inhabituales, a pesar de su espectacularidad y capacidad destructiva. Esas tormentas salvajes de agua y viento siempre han asolado el Caribe por estas fechas y constituyen, de alguna manera, el anuncio del tímido invierno que se avecina en el hemisferio norte. Sin embargo, es el calor que todavía conserva la superficie del mar en esas zonas cercanas al ecuador terrestre y la consiguiente evaporación del agua oceánica lo que provoca, al ascender el aire cargado de vapor de agua, la abundante nubosidad y la gran precipitación torrencial que caracteriza a los huracanes. Es por ello que los huracanes se forman y alimentan en el mar y, al tocar tierra firme, pierden energía y se diluyen en forma de una tormenta convencional hasta que desaparecen.

Pero las noticias de los destrozos, inundaciones y pérdidas humanas ocasionadas por estos ciclones a su paso por el Caribe, es lo que me ha hecho desmitificar la memoria que guardaba de los huracanes desde mis tiempos infantiles. Los recordaba como fenómenos extraordinarios que estimulaban, más que miedo, la imaginación y las ganas de aventura de un niño que no era consciente del peligro. Aquellas imágenes mitificadas de mis padres, como todos los adultos, acostumbrados, con su calma bendita y habla amorosa, a enfrentarse a estas fuerzas desatadas de la naturaleza protegiendo puertas y ventanas, sellando rendijas y huecos, agrupando los coches en plazas o junto a edificios macizos de cemento, avituallándose de víveres y velas y velando durante la noche, con la familia congregada en torno a un café para los adultos y leche con chocolate para los niños en la estancia más segura del hogar, esperando el paso del huracán, todos atentos al silbido culebrino del aire y a las noticias de una radio charlatana y siempre en alerta, ahora parecen de película. Una película inverosímil y ficticia frente a la ruina y la desolación que, en realidad, traen consigo los huracanes.

Lo que reflejan los periódicos del presente es un panorama de caos, con ríos desbordados, marejadas que han invadido las zonas costeras, árboles arrancados de cuajo, techos y ventanas volando por los aires, antenas, postes y semáforos caídos, carreteras cortadas, puentes rotos, miles de personas sin electricidad y sin agua, y muertos, muchos o pocos, pero víctimas mortales que no pudieron resistir el zarpazo terrible del huracán. El interés de los meteorólogos es prever la fuerza y el desplazamiento de estos fenómenos, la preocupación de la gente es sobrevivirlos cuando, a pesar de los avances modernos, siguen siendo una fuerza devastadora y, en muchos casos, mortal. Por eso hoy, tras el paso de María por Puerto Rico, el solar de mi infancia, no puedo menos que unirme en solidaridad con los que sufren y combaten esta calamidad, borrando aquel recuerdo nostálgico de la niñez para sustituirlo por la esperanza y entereza de los damnificados. Estoy convencido, haciendo mías las palabras del gobernador de la isla, que “no hay ningún huracán más fuerte que el pueblo de Puerto Rico”. Estoy seguro de ello.    

miércoles, 20 de septiembre de 2017

Signos de deshumanización


Cada cierto tiempo, por no decir que continuamente a lo largo de la historia, el ser humano no puede evitar mostrar, sin disimulo ni rubor, rasgos que lo apartan de lo que debiera ser su condición esencial, la que lo define como humano y supuestamente inherente a su capacidad racional e inteligente, para dejarse llevar justamente por la opuesta, por la deshumanización, la irracionalidad y la animalidad más vergonzantes y crueles. Es como si el hombre no pudiera librarse de esos signos de deshumanización que porta en sus genes y que de vez en cuando se expresan dominantes en su conducta.

Un ejemplo, que desgraciadamente no será el último, es la avalancha de refugiados de etnia rohingya que huyen desesperadamente de Myanmar (antigua Birmania), donde son perseguidos, rechazados, reprimidos, apaleados y asesinados, en lo que ya se considera por la comunidad internacional como “limpieza étnica”, simplemente por pertenecer a una minoría étnica de credo musulmán en un país mayoritariamente budista. Una vez más, la intolerancia religiosa es la causa que alimenta el odio racial y la violencia en el seno de una sociedad. El régimen de Myanmar no los reconoce como ciudadanos, aunque hayan nacido y habiten en el estado de Rakhine, al norte del país, tratándolos como advenedizos o inmigrantes bengalíes. Se trata de una comunidad de poco más de un millón de personas, de las que cerca de 300.000 han tenido que huir hacia el vecino país de Bangladesh a causa de la represión que sufren por parte del ejército de Myanmar en respuesta a los ataques que supuestamente comete un grupo rebelde rohingya, que niega los hechos. Ya se han producido más de mil muertos, en un conflicto antiguo que ahora se recrudece, sin que nadie esté dispuesto a mover un dedo, ni siquiera la líder y Premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, actual presidenta del país. Su silencio es estridente. Tanto que otros galardonados con el Nobel, como Dalai Lama, la activista pakistaní Malala Yusufzay o el clérigo de África del Sur Desmond Tutu, la han cuestionado. “Si el precio político que tienes que pagar por ostentar el cargo más importante de Myanmar es tu silencio, entonces sin lugar a dudas se trata de un precio demasiado alto”, ha señalado Desmond Tutu.

Y es que son demasiados muertos y demasiada violencia la desatada contra una comunidad pequeña y castigada por ser diferente de la mayoría social del país. Muchos de esos muertos lo son por ahogamiento al intentar cruzar a la desesperada las aguas que separan Myanmar de Bangladesh, adonde los vivos llegan exhaustos y famélicos, con el miedo incrustado en el cuerpo y la desconfianza en los ojos. Un nuevo conflicto de injusticia y maldad en el mundo, por si acaso nos habíamos acostumbrado a los ya existentes. Otro signo de la deshumanización que nos lleva a tratar al diferente, en razón de sus creencias, como un peligro o un enemigo que haya que erradicar o eliminar.

Algo semejante a lo que sucede, al mismo tiempo, en otros lugares del planeta, como esos otros refugiados, procedentes esta vez de Oriente Próximo y África, que soportan idéntica situación de intolerancia y rechazo por parte de sociedades civilizadas y prósperas, como son las de Europa, que se niegan a acoger y dar asilo a los que también se ven en la necesidad de escapar del hambre, la pobreza y las guerras de sus respectivos países de origen. Demasiados de ellos también se ahogan en la travesía del Mediterráneo, y a los que arriban a nuestras costas o cruzan la frontera les damos la bienvenida con devoluciones “en caliente”, deportaciones, internamientos cuasi carcelarios y barreras fronterizas llenas de alambradas y concertinas con los que intentamos frenar esa “avalancha” humana que sueña con el progreso y la libertad de Europa. Ignoran, en su desesperación, que tales valores hace tiempo fueron sustituidos por los del egoísmo y el temor hacia el distinto, hacia el otro, hacia el inmigrante pobre y miserable que sólo busca sobrevivir, como cualquiera de nosotros. Aquí los tachamos de delincuentes o terroristas, o de que nos quitan el trabajo y abusan de nuestros servicios públicos, siguiendo las consignas de quienes, agitando los fantasmas del racismo y la xenofobia, persiguen tribunas de poder o de influencia desde las que irradiar la exclusión, la intolerancia y el egoísmo en nuestra sociedad como medio para medrar en la política. De esta forma, populismos de uno y otro signo se empeñan en sembrar la deshumanización en nuestras sociedades plurales y diversas, en abierta contradicción con los valores que constitucionalmente debíamos asumir, como el respeto a los Derechos Humanos.


Tampoco es este el único signo de deshumanización existente. A nuestro alrededor abundan focos de destrucción y muerte que ya no nos quitan el sueño ni agitan nuestra conciencia, al considerarlos ajenos a nuestra responsabilidad y extraños a nuestra incumbencia. Hoy, las hambrunas asolan Nigeria, Sudán del Sur o Yemen, por señalar algunos sitios, unas veces debido a la sequía o la falta de infraestructuras, otras por guerras y conflictos de diversa naturaleza. Según la ONU, millones de personas están en la actualidad al borde de la inanición en Etiopía y Somalia, entre otros lugares, sin que esa realidad haga temblar los telediarios ni estallar las páginas de los periódicos, como hace el “problema” catalán, que tanto nos preocupa, obligando al Gobierno a tomar medidas extraordinarias. Tal parece que, para nosotros, esa gente no forma parte de la Humanidad ni dispone de las cualidades que nos distinguen como humanos. Estamos tan acostumbrados a hacer distinciones y a tratar deshumanizadamente a quienes no forman parte nuestro ámbito, que recurrimos al “nosotros” para parapetarnos frente a los “otros” y sus problemas, a pesar de compartir el mismo mundo y acaparar egoístamente sus recursos. Sus hambres, sus matanzas y sus guerras no nos conmueven porque son asuntos suyos que sólo ellos han de resolver, aunque muchos de sus problemas deriven de situaciones coloniales, una injusta distribución de los recursos o la simple explotación a que se ven sometidos por un sistema económico, unas leyes comerciales y unas políticas que reparten la pobreza entre muchos para que una minoría acapare el desarrollo y la riqueza, afianzando un orden internacional caracterizado por la deshumanización y la desigualdad.

De hecho, siempre se ha dicho que tiene que haber pobres para que haya ricos. Y sabemos que eso es cierto porque nuestra prosperidad y desarrollo se basan en la explotación y el pillaje, aunque sean legales, que nos permiten considerarnos superiores, mejores y dignos de disfrutar de tales privilegios. Incluso entre nosotros mismos y en nuestro propio país. En la moderna, cristiana y primermundista España también actuamos con esos signos de deshumanización que vemos en otras partes del mundo,

Vistas así las cosas, no es que Cataluña pretenda la independencia por sentirse diferente del resto de españoles y hablar catalán, sino porque se considera más rica y cree que potenciaría su prosperidad si no tuviera que compartir proporcionalmente su riqueza con las demás regiones y comunidades del país. Todavía no es que haya muertos, aunque sí cierta violencia, pero hay exclusión, egoísmo y desigualdad en “nosotros” al intentar diferenciar al “otro” entre los que no forman parte de un territorio concreto, un espacio determinado. Aquí, la causa es económica, no religiosa, y el problema, a pesar de su atención mediática, no es primordial para el ser humano, aunque sí para la política nacional. Pero nos lleva a olvidar los grandes problemas sociales de nuestro país, en el que la falta de empleo, la precariedad, los recortes aplicados a los servicios públicos esenciales, la pobreza crónica de algunas familias que, aun trabajando, no consiguen escapar de ella, la brecha creciente entre ricos y pobres, los sin techo, la marginación y la falta de expectativas en buena parte de la juventud convierten nuestra sociedad en un ámbito deshumanizado, injusto y excluyente, donde reina la desigualdad y el oportunismo más ofensivos. No queremos verlos, pero están ahí, los “otros” siguen aquí, junto a “nosotros” en semáforos, en las puertas de los supermercados, rebuscando entre las basuras, trabajando a destajo sin contrato y por la mitad del salario mínimo, yendo de ventanilla en ventanilla persiguiendo alguna oportunidad, sin exigir ningún derecho, sin reclamar ninguna consideración. Asumiendo, con resignación, que ya no forman parte de la Humanidad porque ésta, a la que creemos pertenecer, no los trata así, con humanidad. Es el signo de los tiempos, la deshumanización que aflora por casi todas partes, aunque no hayamos citado ni a Siria, Irak, Afganistán, Palestina, Corea del Norte o Venezuela. Y es que son tantos, por desgracia, que no caben en un simple artículo como éste.    

domingo, 17 de septiembre de 2017

Suicidio en Saturno


Este podría ser el título de un relato de ciencia ficción, en el que una máquina dotada de sistemas informáticos que le confieren un complejo automatismo, permitiéndole conducirse prácticamente consciente cual sofisticado robot con inteligencia artificial, decide destruirse después de llevar una prolongada y estrecha relación, al principio científica y progresivamente obsesiva, con el planeta más hermoso y fascinante del Sistema Solar. Saturno había sido el objeto de su misión y, durante años, estuvo escarbando en sus misterios y profanando su intimidad hasta el extremo de generar en la máquina algo para lo que no había sido programada: un interés parecido al afecto. Por eso, cuando se agotaron sus fuentes de energía y se quedó sin fuerzas ni para orientar las antenas, en vez de perderse, sin rumbo ni control, en los confines del Universo, la sonda decidió morir, en un acto supremo de amor, penetrando para desintegrarse en la densa atmósfera opaca del planeta al que llegó a conocer más y mejor que nadie, incluso más que los propios científicos que la construyeron y enviaron allí. Decidió suicidarse en el regazo de brumas de Saturno.

Pero esta historia no es ficción, sino real. La sonda Cassini, lanzada en 1997 y que llevaba trece años explorando el enorme Saturno, sus anillos y lunas, completó su misión estrellándose contra el planeta para que el roce con su atmósfera, durante la caída, la desintegrara completamente e impidiera, de esta forma, que nada, ningún componente suyo con algún rastro orgánico (microbios, etc.), pudiera contaminar aquella parte del espacio en que podrían darse condiciones para la vida. Porque, en efecto, la misión Cassini-Huygens, un proyecto elaborado entre la NASA y la Agencia Espacial Europea, ha podido demostrar, con sus experimentos y observaciones, que es posible la vida, al menos en sus rudimentos moleculares y microscópicos, en otros lugares del Sistema Solar, además de la Tierra.

Imagen de Encélado tomada por Cassini
A tal efecto, en el año 2005, el módulo europeo Huygens, que formaba parte de Cassini, lograba ser el primer artificio humano en alunizar sobre la luna de otro planeta y descubrir, mientras lo sobrevolaba, montañas poderosas y superficies líquidas, como océanos y lagos, llenas de metano. Era la luna Titán que junto a Encélado, a la que se dirigió Cassini para descubrir fumarolas que brotaban de géigeres, fueron los satélites de Saturno que la misión Cassini pudo estudiar con cierto detalle gracias a las más de 290 órbitas descritas alrededor del planeta y los 162 sobrevuelos a sus lunas. Una tarea formidable que ha deparado más de 450.000 imágenes y un total de 635 GB de datos que los científicos tardarán años en analizar.

Recreación del final de Cassini
Pero lo triste de este relato no es el “suicidio” de una nave que ha estado 20 años sobreviviendo en las extremas condiciones del espacio para proporcionarnos un ingente conocimiento nuevo sobre Saturno y sus lunas, sino que una misión semejante, por su envergadura científica y complejidad técnica, no está siquiera prevista en el programa de exploración espacial inmediato, cuando se supone que la tecnología es infinitamente superior y más eficaz que la que en los años 80 y 90 posibilitó el éxito de la misión Cassini-Huygens. Es por ello que, entre la tacañería para la investigación y la imaginación que hay que echar a todo proyecto, me inclino por pensar que Cassini fue consciente al preferir el suicidio, inmolarse en coherencia con su misión, a vagar eternamente por el Universo y llevar la estulticia humana, capaz de rescatar bancos y negar recursos a la ciencia, a destinos ignotos.

jueves, 14 de septiembre de 2017

Morir, tal vez vivir


Foto: ÁlvaroRo
Desde que tengo consciencia, la muerte siempre ha rondado mi cabeza, primero, como un asunto que concernía a los demás, pues siempre eran otros los que morían, y más tarde, cuando me incluí entre esos otros, como algo que acabaría afectándome algún día. Ese desaparecer en la nada para siempre, de manera definitiva, cuando uno está vivo, es un misterio que despierta muchos interrogantes y desasosiegos, desde que era niño hasta hoy. Porque ese vivir para morir parecía una estafa natural, un sinsentido metafísico. Y meter a Dios por medio, para hallar una explicación de crédulos, me resultaba irracional, un consuelo supersticioso. También la ciencia, con sus leyes evolutivas que sacrifican al individuo en beneficio de la especie, nos instalaba en la orfandad más absoluta, convirtiéndonos en meras sustancias sin importancia y sin finalidad trascendente.

La única conclusión a la que he llegado, a estas alturas de mi edad, es que, por muchas vueltas que le demos, la muerte es inevitable y determinante, puesto que condiciona nuestra existencia al establecer un plazo no prefijado al hecho de vivir. De ahí que la única certeza posible sea morir y, lo demás, tal vez vivir, una eventualidad afortunada si somos capaces de sacarle provecho. Porque ese sabernos mortales y poseedores de un crédito vital temporal, nos empuja a aprovechar cada minuto, mientras respiramos, en conseguir lo que deseamos, desarrollar nuestras potencialidades y hacernos cómplices de una aventura increíble en la que todos participamos como si fuésemos eternos. Una verdad de Perogrullo que también se descubre, sin tantos desvaríos reflexivos, cuando una grave enfermedad te hace anhelar la salud para dedicar tu vida a lo que aparece, en ese trance, como lo más importante: tus seres queridos, familia y amigos, y obviar lo superfluo, las envidias, la competitividad, el consumo. Y es que, puestos a morir, tal vez vivir sea mejor. Pero sin tantas complicaciones.

martes, 12 de septiembre de 2017

Una Diada sectaria

Ayer se celebró el Día de Cataluña (Diada) más sectario de su corta historia, una Diada que congregó en las calles a los catalanes independentistas (30-40 % de la población) y excluyó y menospreció al resto de ciudadanos (60 % de la población) que pueden ser independentistas pero no a cualquier precio, nacionalistas o españolistas. Esa mayoría excluida de catalanes de diversa sensibilidad tiene en común ser respetuosa con la legalidad y por ello tratada como ciudadanos de segunda o, peor aun, como traidores o extranjeros en su propia tierra. Una mayoría silenciosa a la que no se le permite cuestionar ni disentir de la deriva secesionista promovida por el Gobierno de la Generalitat (el famoso procés), siguiendo el dictado de los grupos parlamentarios soberanistas de la CUP (Candidatura de Unidad Popular) y Junts pel Sí (coalición formada por PDeCAT –antigua CiU-, ERC –Esquerra Republicana de Catalunya-, ANC y Omnium).

Precisamente, las organizaciones radicales Asamblea Nacional de Catalunya (ANC) y Omnium Cultural son las convocantes de esas Diadas reivindicativas de la independencia que se celebran desde el año 2012 con el propósito de sensibilizar y atraer a la población para que se sume mayoritariamente a la exigencia secesionista. Es así como el Día de Cataluña (se supone que de todos los catalanes) ha acabado monopolizado de manera sectaria por una minoría (la independentista) para hacer alarde de una imagen de apoyo multitudinario (marea de esteladas) que no se corresponde con la realidad. Y esa necesidad de aparentar fortaleza social era más perentoria este año, en vísperas de la celebración de un referéndum ilegal y sin garantías, en que la Generalitat, subvirtiendo las leyes y actuando con desobediencia al Estado de Derecho, está empecinada en realizar el próximo 1 de octubre. De ahí la preocupación que despertaba la Diada de 2017: iba a ser manipulada como lo fue la manifestación contra el terrorismo organizada tras los atentados de Barcelona.

Pero por muchos vuelos de banderas independentistas –que no catalanas- que desplieguen y mucha parafernalia propagandística, la Diada sectaria de este año ha evidenciado que los sublevados que pretenden ignorar las leyes siguen siendo una minoría social, aunque representen la mayoría en el Parlamento de la Comunidad. Y así no hay manera, ni aritmética, de imponer su voluntad a la totalidad de los catalanes y, menos aun, de los españoles. No tienen razón ni fuerza para ello. Deberían asumir el fracaso de su intentona golpista y acatar la Constitución para volver a encauzar por la vía del diálogo y el respeto a la legalidad cualquier exigencia de autogobierno y reclamación identitaria, como hacen los países civilizados y verdaderamente democráticos. Es decir, con lealtad y sin sectarismos.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Soñadores en tiempos infames

Donald Trump es un infame presidente de EE UU que se la tiene jurada a toda iniciativa legada por el anterior mandatario Barack Obama. Nada de lo conseguido por el único presidente negro de la historia de aquel país le parece bueno al ínclito pero votado Trump, tanto que no ceja en su empeño de borrar toda huella del demócrata, aunque ello lo lleve a enfrentarse a su propio partido Republicano, en el que abundan cabezas pragmáticas que no se alinean con el sectarismo de su ala más radical e intentan corregir sus desmanes. Empujado por esa obsesión antiobama, que le hace sucumbir a sus más bajos instintos, el nuevo inquilino blanco y rubio de la Casa Blanca lucha denonadamente por eliminar el “Obamacare”, aun cuando deje sin seguro médico a millones de familias norteamericanas; dejar sin efecto los tratados comerciales firmados su predecesor, como el Acuerdo Transpacífico que vinculaba a once países de Asia y América, o el Nafta (acuerdo de libre comercio entre México, Canadá y EE UU) que ahora renegocia sin mucho convencimiento;  abandonar el Acuerdo de París, sellado en 2015 por cerca de 200 países para paliar los efectos del cambio climático, a pesar de que EE UU es el segundo emisor de gases contaminantes del mundo; y, ahora, suspender  el programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés), con lo que quita el sueño a los “soñadores” (dreamers) que se beneficiaban de él, inmigrantes que llegaron ilegalmente al país cuando eran niños, traídos por sus padres, y que se hallan plenamente integrados en la sociedad norteamericana.

Los “dreamers” no representan ningún problema social, ni económico ni cultural, al contrario, benefician a la economía y la industria de EE UU, pero habían sido regulados con el DACA por Barack Obama en 2012, por lo que, para Trump, es algo inaceptable que había que eliminar como sea. No hay que dejar ningún rastro del anterior mandatario. Por tal sinrazón, el presidente ha firmado la resolución de rescindir el DACA sin importarle dejar sin cobertura legal a cerca de 800.000 jóvenes, un 80 por ciento de los cuales son mexicanos, que podían trabajar, estudiar, poseer tarjetas de crédito y residir temporalmente en el país, siempre y cuando no tuvieran antecedentes penales, no cometieran delitos y estuvieran comprometidos con los valores de la República norteamericana, que la mayoría de ellos consideran como su país y su verdadero hogar. Con esa decisión de Trump, ahora están expuestos a una expulsión fulminante, en el plazo de seis meses, cuando sea aprobada por el Congreso una nueva ley de regulación que sustituya la anterior, según los criterios de la Casa Blanca.

De este modo, la infamia del presidente más sectario de la historia reciente de EE UU se ceba sobre uno de los colectivos más vulnerables de la sociedad norteamericana, como es el de los “soñadores”, que creyeron y persiguieron el “sueño americano” y que aspiraban, por haber crecido en EE UU, donde se han formado, viven y trabajan, convertirse en ciudadanos de pleno derecho y hasta conseguir la nacionalidad. Ese sueño se ha transformado en una pesadilla por la xenofobia y el racismo de un Donald Trump que alimenta el odio racial con sus actitudes y decisiones, tal como ponen de manifiesto su perdón presidencial al exsheriff Arpaio, condenado por racista; su equidistancia con la violencia nazi de Charlottesville; y, ahora, con la expulsión de los jóvenes soñadores que creían tener el mismo derecho a ser norteamericanos que la propia esposa del presidente, Malanija Knavs, una exmodelo eslovena –antigua Yugoslavia- nacionalizada norteamericana y convertida en Malania Trump.

Esta infamia denota los bajos instintos racistas del presidente porque ha actuado de modo discriminatorio contra los mexicanos (no se hace lo mismo con los canadienses, húngaros, etc.), precisamente los inmigrantes a los que suele acusar de violadores, ladrones y narcotraficantes, que quitan el trabajo a los norteamericanos, y contra los que sigue empeñado, aunque sin éxito, en construir un muro a todo lo largo de la frontera de México y EE UU. En contra de esos motivos discriminatorios de la resolución, entre otros, se han rebelado 15 Estados y el Distrito de Columbia, presentando una demanda que intenta paralizarla y así proteger a los beneficiarios del programa DACA, ya que la pérdida del estatus legal de los residentes afectaría a sus economías estatales.

Pero, sobre todo, por el gran problema humano que causaría esa medida racista y discriminatoria, ya que esos jóvenes soñadores, traídos ilegalmente al país por sus padres cuando eran niños, “no conocen otro país ni otro hogar” que EE UU, como reconoce el propio presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan. Numerosos demócratas, líderes empresariales y activitas rechazan la medida. Incluso las grandes compañías de muchos sectores empresariales, que encuentran en los “dreamers” una mano de obra cualificada y barata, critican la decisión de Trump. Directores de Facebook, General Motors y Hawlett-Packart, entre otros, han dirigido una carta al presidente, señalando las consecuencias negativas de su decisión para la industria. Nada de ello parece convencer a un presidente obsesionado neuróticamente con el legado de Barack Obama y guiado en sus actos por el racismo y la xenofobia más deleznables. Pero no es un loco y sabe protegerse.

No quiso dar la cara por la decisión más cruel contra los inmigrantes que ha tomado hasta la fecha. Se ha valido del fiscal general de Estados Unidos, Jeff Sessions, para presentarla, intentando justificarla con los “centenares de miles de puestos de trabajo que quitan a los norteamericanos”, lo cual es falso. Ningún norteamericano, si quiere trabajar, pierde un puesto de trabajo por culpa de un inmigrante. Ni fiscalmente se resiente la economía, ya que los “dreamers” pagan los mismos impuestos que los nativos y contribuyen al crecimiento de la riqueza nacional. No existe ningún motivo económico ni social que justifique la medida, salvo el racismo.

Consciente de ello, y para evitar la controversia que le caería –y le está cayendo- encima, Donald Trump, dando muestras de su gallardía, ha endosado el problema al Congreso. Adoptando una decisión salomónica, deja en suspenso la medida y fija un plazo de seis meses para que los congresistas –republicanos y demócratas- se pongan de acuerdo y aprueben una ley sustitutoria y definitiva, pero que, de no conseguirse, supondría la expulsión automática de los “dreamers”. Así, el presidente intenta quedarse al margen –cuando ha sido él quien ha creado el problema- y, de paso, congraciarse con los sectores partidarios del endurecimiento de la política de inmigración de su partido y de sus votantes, a los que prometió promulgar leyes en tal sentido.

Sin embargo, no engaña a nadie. No es ecuánime ni pretende ser imparcial ni ético en el ejercicio de su presidencia, ni siquiera en su conducta personal. Guiado por sus obsesiones racistas, expulsa a los mexicanos y desea aislar a Estados Unidos con un muro de Hispanoamérica. Del mismo modo veta a los musulmanes de entrar al país –por ahora, a los procedentes de determinados países árabes-. Y no condena la violencia y las manifestaciones racistas de los supremacistas blancos, alimentando el odio y el rencor racial entre los ciudadanos norteamericanos y contra minorías étnicas que forman parte de su población. Su infamia es tan evidente y escandalosa como su flequillo. Pero es que así es Donald Trump, bocazas, inepto, machista, xenófobo, misógino y ultraconservador, y por eso salió elegido. Ahora queda aguantarlo hasta que lo expulsen o pierda las próximas elecciones. Entonces volverán a soñar los “dreamers” y todos los que temen a un presidente tan infame.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Les Luthiers y Pink Floyd

Este mes de septiembre se da una oportunidad única de disfrutar en Sevilla de dos grandes eventos para los amantes de la música y el humor. Por un lado, el Teatro de la Maestranza presentará, del 8 al 16 de septiembre, el último trabajo (el trigésimo cuarto del grupo) de Les Luthiers, ¡Chist!, antes de recibir el premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, concedido por los 50 años que lleva este grupo argentino ofreciendo a dos generaciones de espectadores una mezcla de música, interpretada con instrumentos inverosímiles, y humor de forma inteligente y desternillante. A pesar de la pérdida del genial Daniel Rabinovich, el “caradura” más simpático del coro, fallecido en 2015, Les Luthiers continúa dando muestras de su creatividad y capacidad para seguir sorprendiendo a un público fiel, al que consigue arrancar en cada función una sonrisa perenne de los labios.

Y los nostálgicos del rock de Pink Floyd podrán revivir sus inolvidables éxitos con la proyección del audiovisual, en única sesión extraordinaria en el cine Cervantes (13 de septiembre), protagonizado por David Gilmour, guitarrista y compositor del grupo ya desaparecido. Se trata del concierto David Gilmour live at Pompeii que el artista ofreció en el mismo Anfiteatro Romano en el que la banda había grabado, 45 años antes, su mítico “Live at Pompeii”, y que incluye en su repertorio canciones de Gilmour en solitario y éxitos clásicos de Pink Floyd, como el legendario Wish you were here, entre otros. El documental fue grabado por el director Gavin Elder y, aparte de la magnífica actuación de la banda que acompaña al guitarrista, incluye láser, pirotecnia y una pantalla gigante en la que se proyectan imágenes originales que complementan las canciones. Lo dicho, una oportunidad única en Sevilla, provocada seguramente por un alineamiento irrepetible de los astros, para deleitarse con el humor y la música de estos geniales artistas. No se la pierdan.

miércoles, 6 de septiembre de 2017

La ministra y el cojo

Fátima Báñez, ministra de Empleo
El refranero español es rico en máximas acerca de cualquier aspecto de la vida (naturaleza, personas, costumbres), unas veces con acierto y otras con desatino. Muchos de tales dichos, que se transmiten de generación en generación, se ajustan a la realidad como el traje de neopreno a un buzo. Retratan el comportamiento o la manera de ser que caracteriza a determinadas personas mucho mejor que una fotografía. Como le ha sucedido a la ministra de Empleo y Seguridad Social, Fátima Báñez, cuando en unas declaraciones en la Comisión de Empleo del Congreso, a finales del pasado mes de agosto, aseguró muy circunspecta que “el empleo que llega con la recuperación es de mayor calidad que el que se fue con la crisis”. Todo el mundo se quedó estupefacto, en especial, los trabajadores de este país. La mayoría de ellos no pudo evitar acordarse del refranero para calificar la afirmación de la ministra: “Se coge antes al mentiroso que al cojo”, porque ha bastado sólo una semana para que los datos del desempleo registrados, precisamente en el mismo mes de agosto, descubran la verdadera naturaleza del empleo que se crea en España: precariedad, temporalidad, inestabilidad, es decir, empleo de ínfima calidad.

Y es que la ministra, puesta a vender la actuación del gobierno del que es miembro y la política que ella y su equipo han implementado para supuestamente estimular la economía y crear empleo, con una Reforma Laboral que ha sido particularmente nefasta para los trabajadores, no puede decir otra cosa más que maquillar la realidad. Es por ello que no tiene empacho en insistir en que “la recuperación de España es sólida, sana y social”  y que estamos asistiendo a una autentica “primavera del empleo”. Más que mentir, tergiversa intencionadamente la verdad y, como los mentirosos, incurre en contradicciones e inexactitudes. Ni el empleo es de calidad, y la recuperación ni es sólida ni sana ni social. Los datos del propio Ministerio de Empleo, del que es titular la ministra Báñez, contradicen el optimismo de sus aseveraciones, demostrando, con el aumento del número de parados del peor agosto desde 2011 y la pérdida de afiliados a la Seguridad Social, que la debilidad del empleo creado con sus reformas en estos años es enorme, debido a la temporalidad y precariedad del mismo. Y no sólo eso, sino también que los salarios tampoco son mejores que antes de la crisis.

Nada es de mayor calidad que antes, ni las condiciones laborales ni los salarios. Y la ministra lo sabe, pero no puede reconocerlo. Sólo le queda el recurso de mentir para intentar engañar a los que, tal vez no tengan los conocimientos de la señora ministra, pero disponen del refranero para describir su actitud. Y es que “se coge antes a un mentiroso que a un cojo”. Nada más cierto.

lunes, 4 de septiembre de 2017

Tiempos de mediocridad política


Ni en las peores pesadillas pudimos soñar que la mediocridad imperaría en la política como en estos tiempos actuales. Estábamos convencidos de que, con los usos democráticos y una mejorada y extensa formación de los ciudadanos, tanto cívica como educativa, para participar en libertad y con criterio en la “cosa pública”, pudiendo sancionar con su voto iniciativas y programas de progreso y prosperidad, la política elevaría sus exigencias para atraer a los mejores y más dotados líderes, capaces de vencer las limitaciones del presente e ilusionar a la gente con metas de un futuro en el que podríamos emanciparnos de las ligaduras que ahora nos atenazan. Confiábamos en la democracia como el mejor de los sistemas que nos permitiría seleccionar, entre un abanico de candidatos, a aquellos que, más allá de la coyuntura de la realidad, tuvieran una visión a largo plazo del país y de sus posibilidades para ofrecérsela, no como mera utopía, sino como objetivo ambicioso pero asequible, a base de tesón, a una ciudadanía dispuesta a seguirlos hasta ese edénico destino en común. Anhelábamos, cegados por la ingenuidad, políticos con voluntad de sacrificio por su país, honestos con sus contemporáneos y en sus conductas y exigentes consigo mismos como para no traicionar la confianza que reclamaban de los votantes en relación con su capacidad para cumplir sus promesas y con el objetivo visionario del lugar al que nos conducían. Pretendíamos, elección tras elección, que la democracia nos facilitara esos grandes estadistas que antaño hicieron crecer y avanzar hasta cotas impensables a las naciones que lideraron. Pero, al parecer, eso pertenecía al pasado, como amargamente comprobamos mirando a nuestro alrededor.

Es posible que las grandes figuras se forjaran gracias a problemas inmensos y que un Winston Churchill necesitase de una guerra mundial para estimular su ingenio y su enorme potencial con los que logró que su país, mediante la promesa de “sangre, sudor y lágrimas”, hiciera frente a las adversidades y consiguiera superar los obstáculos. Era capaz de intuir el futuro y de sacudir las consciencias para encarar ese futuro con determinación, energía y credibilidad. Y, como él, también Charles De Gaulle, el enhiesto militar francés que posibilitó la Francia libre, liderando la resistencia a la invasión nazi de su país, creando la Quinta República, que perdura hasta hoy, y recuperando el protagonismo internacional de Francia, para que volviera asumir su “grandeza”, más o menos merecida.

Y es que la historia, en épocas de dificultades realmente asoladoras, nos presenta a políticos que saben elevarse sobre su tiempo y avizorar el porvenir para guiar a sus pueblos por las sendas más directas y seguras por donde alcanzarlo. Estadistas que no se dejan atrapar por la lucha diaria tendente a retener un cargo o saciar una ambición y se entregan, en cambio, a facilitar las condiciones, establecer las estrategias y sellar los compromisos que posibilitan ese futuro, de bienestar y crecimiento, que mejora el presente y que la mayoría de sus coetáneos no alcanza a sospechar.

Eran hombres –y mujeres- que sobresalieron de la mediocridad de la mayoría de los gobernantes de su tiempo y que confiaron su prestigio a un futuro que sólo ellos vislumbraron al alcance de sus manos y de las potencialidades de sus países, si conseguían que todos remaran en la misma dirección. Ejercieron su liderazgo en tiempos tan convulsos o más que los actuales, en medio de guerras, enfrentamientos y otros grandes desafíos, en los que la política exigía altura de miras, convicciones firmes pero al mismo tiempo actitudes amplias para el entendimiento, el diálogo y la persuasión, sin deberse al rédito político inmediato ni a la conveniencia partidista egoísta que se sobrepone al interés general de la nación. Recordar sus nombres, dignos mandatarios de todas las ideologías,  es hacer un ejercicio de pesimismo intelectual, moral y político si se comparan con los miserables e ineptos que hoy en día pretenden emularlos sin estar capacitados. Nombres como Kennedy, Mitterrand, Gandhi, Gorbachov, Mandela, incluso Clinton, Brand y otros que supieron legar a sus ciudadanos un mundo mejor en derechos, seguridad, libertades, bienestar, progreso y dignidad.

A pesar de sus errores, que también los cometieron, y sus defectos personales –no eran dioses ni seres providenciales, sino personas entregadas a un ideal de extraordinaria trascendencia-, tales personajes históricos deslumbran aún más frente a la mediocridad y la endeblez que caracteriza a la retahíla de politicuchos que en la actualidad pretenden con descaro gobernar nuestras vidas, hundiéndonos en la apatía, la desconfianza o el inevitable repudio. Verlos acaparar puestos, acumular privilegios, crear camarillas y balbucear consignas en vez de argumentos con la sola finalidad de defender exclusivamente sus intereses personales o partidistas en detrimento de los del país, causa tristeza cuando no rabia porque demuestra la veracidad de aquel verso del Cid, que podría reinterpretarse como “qué gran pueblo si tuviera buenos gobernantes”.

Ningún pueblo se los merece aunque los vote. Pero es bochornoso que, cuando más instrumentos y conocimientos existen en el planeta para combatir calamidades y desigualdades, emerjan políticos tan infames, ineptos pero sumamente peligrosos, por carecer de escrúpulos para la rapiña y la mentira, como Trump, Putin, Maduro, May, Netanyahu, Kim Jung-un… y Rajoy, por citar sólo a los más reconocibles de nuestro entorno. Dignos sucesores de aquellos impresentables, entre ególatras, cleptómanos, alcohólicos o acomplejados patológicos, como Bush (padre e hijo), Berlusconi, Aznar, Blair, Sarkozy y muchos otros, que contaminaron la política de rufianismo y vulgaridad. Entre dictadores, populistas, magnates, corruptos e ineptos, no hay más remedio que reconocer que, definitivamente, vivimos en la época de la mediocridad política. Para llorar, si ello sirviera de algo.   

sábado, 2 de septiembre de 2017

Apenas septiembre

  
El verano comienza su marcha, le queda apenas septiembre para despedirse y dejarnos en el recuerdo los días lentos y largos de calor y siestas, de risas y playas, de holganza y familia, de despreocupación y descanso, de las siempre anheladas y nunca suficientes vacaciones. Va alejándose ya, como un barco en el horizonte, aquel tiempo de tardes eternas que entreteníamos con lecturas reposadas y diálogos con las moscas que nos ayudaban ignorar el sudor y escapar de la luz que nos perseguía tras las cortinas, refugio de las sombras. Septiembre apenas para dejar los sueños y despertar en la cotidianeidad de las jornadas que se suceden sin sobresaltos, de la rutina inalterable de lo establecido de antemano. Días como eslabones de una cadena, todos iguales, que conducen la vida por la ruta segura de lo conocido, de lo previsto. Ya sólo faltan las nubes en el cielo y las nieblas en los campos para que, apenas septiembre avance, el otoño ocupe su lugar en el calendario y en las hojas ocres de los árboles. Sólo queda apenas septiembre para todo, para despertar y volver a empezar.