El curso escolar, en este año tan extraño de pandemia, ha comenzado con más miedos y vacilaciones que nunca. Salvo en casos de guerra, la apertura de los colegios nunca había sido tan problemática y controvertida. Y en ambos casos, es el temor a que las aulas no sean un lugar seguro para la salud y la vida de los niños y sus familiares lo que convulsiona el inicio del curso escolar. Existen fundados riesgos de que las medidas oficiales, más propagandísticas que eficaces, no son capaces de reducir, menos aún de eliminar, los contagios. Pero, a pesar de ello, los padres se debaten entre llevar sus hijos a la escuela, dada la obligatoriedad de la enseñanza, o retenerlos en casa y educarlos a distancia, los que puedan permitírselo. La mayoría, con todos los miedos en el cuerpo, opta por escolarizarlos como única alternativa que les posibilita dedicar tiempo a sus ocupaciones profesionales. No todos tienen con quien dejar a los niños. Y confían, con cierta incredulidad, en las medidas oficiales que aseguran que el medio escolar es más seguro que otros ambientes sociales. Sin embargo, no dejan de preguntarse: ¿Es seguro el cole?
Las autoridades han argumentado que la razón que les mueve a
abrir las escuelas es, por un lado, la adopción de medidas de seguridad y
prevención que mitigan los contagios entre el alumnado y el profesorado
(mascarillas, geles de desinfección, distancia de separación interpersonal, reducción
de la ratio por aula y grupos de convivencia estable). Y por otro, que el
impacto del cierre de los colegios y la ausencia de escolarización repercute,
no sólo en el derecho a la educación de los niños, sino también en el
incremento de la desigualdad social y trastornos de la actividad, además de
impedir el papel de los centros educativos como transmisores de información a los
chicos y sus familias sobre medidas de protección contra la pandemia. Parecen razones convincentes, si se cumplieran.
Porque lo cierto es que, aunque se creen “grupos burbujas”, los
escolares se mezclan entre sí antes de entrar o al salir de las escuelas.
Incluso hay padres (o madres) que trasladan a amigos de sus hijos, pertenecientes
a otro grupo de convivencia, en el coche junto a su retoño. Y esto, en
primaria. Que lo que sucede en secundaria es aún peor. ¿De qué sirve separar si
luego se van a juntar? Por otra parte, las ratios por aula (25 alumnos por
clase) es, por no decir imposible, de complicado cumplimiento, puesto que
obligaría a construir más aulas, contratar más maestros o doblar turnos para impartir
clases por las tardes o de manera “on line”. Y como no se ha levantado ni un
colegio adicional a los ya existentes ni se ha incrementado la plantilla del
profesorado de manera significativa, las ratios se mantienen como estaban o, si
han disminuido algo, se debe a las ausencias de algunos alumnos a clase. Ello
condiciona el cumplimiento de la distancia interpersonal, que brilla por su
ausencia. El área útil de un aula es la que es y no se estira para albergar a 25
alumnos, y no digamos 30, separados entre sí por un mínimo de 1,5 metros de
distancia. Esta “aglomeración” o aforo que se tolera en las escuelas no se
consiente en el hogar ni en ningún establecimiento público, abierto o cerrado (reuniones
de máximo 6 personas), en cumplimiento de las últimas normas dictadas por la
Junta de Andalucía para contener la segunda ola de la pandemia que estamos
sufriendo.
El grado de incertidumbre entre padres y profesores es, no
sólo elevado, sino estresante. La desconfianza y la angustia hacen mella en
ambos colectivos, hasta el extremo de que hay progenitores que continúan en la
duda de si llevar sus hijos al colegio y profesores que avisan a los padres
para que aíslen a sus hijos por una simple carraspera. Nadie está seguro de
nada. Y menos aún en la escuela. Las medidas que adoptan las autoridades
gubernamentales, presuntamente aconsejadas por comités de expertos, parecen responder
antes a lo deseado (económica o electoralmente) que a lo plausible o
conveniente, puesto que las bondades de abrir los colegios sobre los riesgos de
transmisión comunitaria de la pandemia no se apoyan en pruebas científicas ni
en estudios experimentales, como lo demuestra el progresivo cierre de aulas o
colegios tras detectarse focos de contagios. Y eso que todavía no ha comenzado la
época de los resfriados y las gripes.
No irradia seguridad ni confianza que medidas de
prevención que son obligatorias para otros espacios, tanto privados como
públicos, no se contemplen ni se cumplan en los colegios, por mucho que el
derecho a la educación sea prioritario. Más prioritario aún es la protección de
la salud y el derecho a la vida de todos los ciudadanos, incluidos los niños. Porque
si se obvian estas medidas de seguridad en los colegios, estamos ofreciendo al
virus una vía eficaz de propagarse a través de portadores asintomáticos al
resto de la sociedad. Es, por tanto, inevitable que se refuercen y se respeten
las medidas que las propias autoridades han establecido para la apertura de los
colegios, sin ninguna excepción. Mientras todos y cada uno de los centros
educativos no se rijan en función de estas medidas, los colegios no serán jamás
espacios seguros. Y no hace falta recordar que esta pandemia está lejos de
estar controlada.
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