viernes, 13 de noviembre de 2015

Guerra de nacionalismos

España está asistiendo a un momento crítico, que tensa sobremanera las relaciones políticas, a causa del fervor independentista del nacionalismo catalán, el cual busca un enfrentamiento con el poder central de cuya reacción, en caso de imprudente desproporción, pueda sentirse víctima para recabar apoyos a su causa. Se tensa la cuerda con una voluntad de ruptura que ni el independentismo vasco, en su época de mayor virulencia terrorista, fue capaz de lograr cuando pretendía separarse de España por las bravas, ni tampoco por las buenas con el fracasado proyecto de Estado Libre Asociado que el lehendakari Ibarretxe defendió en memorable sesión del Congreso de los Diputados, allá en el año 2005, y que abandonó sin aguardar el resultado adverso de la Cámara.

Los soberanistas catalanes parece que aprendieron la lección y, con pasos y provocaciones calculados, no quieren que su “destino”, una nueva relación con el Estado y que resumen en ese supuesto “derecho a decidir”, se decida, precisamente, en las Cortes españolas, donde recibirían la misma respuesta que ya obtuvo el expresidente vasco. En un alarde de “ingeniería política” –tan irregular, imaginativa y tramposa como la financiera-, y tras varias diadas de mentalización popular para sumar adeptos, emprenden una serie de iniciativas que aparentan actuar desde la legalidad para incumplir lo que compendia la legalidad –la Constitución- y adoptar acuerdos antidemocráticos en nombre de una democracia a la que subvierten. Con algo menos del 48 por ciento de los votos conseguidos en las últimas elecciones autonómicas, lo que les confiere una mayoría exigua en el Parlamento catalán, los soberanistas del Junts pel Sí -una amalgama formada por dos partidos opuestos, Convergencia Democrática de Cataluña y Esquerra Republicana-, apoyados por los antisistema de la CUP (Candidatura de Unidad Popular), aprueban una resolución con la que iniciar los trámites, sin negociación ni acuerdo con el Estado, que conduzcan a la secesión y declarar unilateralmente, de este modo, la República independiente de Cataluña. Todo un disparate legal, sin viabilidad en el contexto europeo e internacional ni en la configuración territorial nacional, pero coherente, en parte, con los deseos emocionales de la mitad de la población de aquella Comunidad.

Tras cerca de cuarenta años conviviendo pacífica y democráticamente en un Estado de las Autonomías, creado expresamente para dar respuesta a las exigencias de esos nacionalismos periféricos, el problema continúa vigente y, por lo que se refiere a Cataluña, mucho más radicalizado y repitiendo acciones –como la de Lluis Companys en 1934- que acabaron en un rotundo fracaso y con consecuencias lamentables (cárcel y muertos). En cualquier caso, se trata de un problema político que el Gobierno no ha sabido o querido abordar más que con la confrontación inmovilista e intransigente, manteniéndose reacio a cambiar ni una coma en lo que concierne a Cataluña cuando lo consiente para otras comunidades. Desde mucho antes de zancadillear la frustrada reforma del Estatuto, promovida por el anterior Gobierno socialista, que hubiera satisfecho las aspiraciones identitarias del nacionalismo catalán, el partido conservador hoy en el poder, el Partido Popular, hizo de su enfrentamiento con Cataluña una estrategia electoral que lo llevó a diseñar una campaña publicitaria contra el consumo de productos catalanes que no sólo fomentó el “odio” al catalán, sino que generó también el “odio” a lo español desde Cataluña.

La brecha de este desencuentro se agranda, encima, con una cierta sensación de agravio al percibir que, desde el Gobierno central, no se acaban de transferir todas las competencias que podrían administrar las Comunidades Autónomas ni se actualizan los recursos pertinentes para su desarrollo, según criterios y necesidades de éstas. Antes al contrario, el Ejecutivo de Mariano Rajoy hace lo imposible por “homogeneizar” el mapa competencial autonómico, recentralizando o controlando desde Madrid muchas materias que pertenecen al ámbito competencial de los gobiernos autonómicos, con el pretexto de defender la “unidad de España”. De esta manera, la política educativa, la sanitaria, la de medicamentos, la fiscal, hasta la de transportes o la “policial” constituyen caballos de batalla en los enfrentamientos que las autonomías mantienen con el Gobierno central, siendo el más importante y recurrente de ellos el del modelo de financiación autonómico, siempre supeditado al control de Hacienda y a la agenda coyuntural del Gobierno (que lo utiliza como arma de negociación), como esa imposición de “ajustar” el déficit a costa de rebajar servicios públicos y dejar sin recursos, por ejemplo, la Ley de Dependencia que aplican en gran medida los gobiernos regionales.  

Cataluña, como el País Vasco y Galicia, tienen particularismos y singularidades propios, como la lengua, algunas tradiciones y ciertas percepciones de su lugar en el mundo –y en España-, que han sido reconocidos y amparados por la Constitución al configurar el actual Estado de las Autonomías, en muchos aspectos mucho más descentralizado que los auténticamente federales. No obstante, falta por aclarar y completar el techo competencial de los gobiernos autonómicos y delimitar las competencias exclusivas que conservaría el Gobierno central, además de elaborar las leyes orgánicas que han de desarrollarlas. También queda por evitar que, casi en cada legislatura, se modifique el modelo de financiación en función de la conveniencia del Ejecutivo central, lo que conlleva una respuesta arbitraria a las demandas de recursos de las Comunidades. Todo ello alimenta las inagotables exigencias centrífugas de mayor autogobierno por parte de las Autonomías y la reacción centrípeta del Gobierno central, dando lugar a un enconamiento de las relaciones políticas e institucionales entre los nacionalismos periféricos y el español, que alcanza su máxima gravedad con los intentos de ruptura que se producen en la actualidad entre Cataluña y España.
 
Esta “guerra” de nacionalismos, ocupados en defender sus respectivas particularidades en contra del interés general, se olvida que están condenados a cohabitar en un país plural en el que caben todas las singularidades, sin que ello implique privilegios sobre los demás, y que han de contribuir a mantener la cohesión social, no la división y la fractura de la sociedad. Cegados por el enfrentamiento, estos nacionalismos no exploran las salidas existentes para resolver, mediante la negociación y el diálogo, la actual situación crítica, en el marco del respeto a la legalidad y preservando las mutuas diferencias. No hay razones, en un Estado social y democrático de Derecho que reconoce y ampara las distintas sensibilidades de las autonomías y regiones, para la ruptura traumática y la violación de la ley, máxime cuando la misma Constitución y los Estatutos contemplan los procedimientos legales para su reforma y modificación, pudiendo acordarse una estructura federal del Estado, sin necesidad de partirlo ni segregarlo. Todo es posible con voluntad de diálogo y lealtad a las instituciones y al orden constitucional. Pero nada es posible desde la intransigencia y el desacato a la legalidad. Tanto aquí como en Japón, Australia o Estados Unidos. También en Cataluña, donde sólo resta el sentido común y la sensatez.

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