sábado, 10 de julio de 2010

José María Guerrero Ridruejo

Hay amistades que te acompañan durante toda la vida, amigos de la infancia o la adolescencia que perduran con el tiempo y nunca dejas de relacionarte con ellos. Yo no he tenido mucha suerte y sólo puedo contar con dos amigos así. Uno de ellos estaba destinado a ser mi hermano, un hermano de los que la vida te presenta y tú escoges por compatibilidad total, no por nacimiento. Congeniábamos en todo en una empatía mutua, hasta que la muerte lo arrancó de este mundo de manera inmisericorde, totalmente injusta. Era mi amigo José María Guerrero Ridruejo, un hombre bueno.

Lo conocí cuando estudiábamos la carrera, todavía no teníamos los veinte años. Desde entonces nuestros destinos estuvieron unidos por las profesiones y los afectos. Era como yo, poco envalentonado con las impetuosidades de la edad, pero mucho más formal con los compromisos. Quizás por eso me honró con su amistad de por vida. Su padre era un ferroviario mañoso, capaz de aprovechar cualquier cosa para arreglar lo que fuese, y su madre una mujer obesa de bondad y entrega a sus hijos. Tenía una hermana de la que yo hacía comentarios pícaros para que mi amigo se sonrojara.

Tras los estudios, compartimos vivienda en una ciudad costera durante unos meses, para regocijo de su madre, al suponer que, al estar yo ya casado, mantendríamos una vida ordenada y sin faltar comida caliente. Luego se fue a hacer la mili a Valladolid, ciudad a la que nunca cumplimos la promesa de visitar juntos. Después vinieron los niños y las circunstancias particulares que nunca lograron separarnos. En aquellos años creíamos tener tiempo para dibujar muchos futuros. Incluso, cuando ya establecido se instaló en un pueblo cercano, nos veíamos de tarde en tarde para, con una sonrisa, reafirmar el afecto que nos profesábamos. Me trataba como un hermano mayor, haciéndome sentir halagado. Yo lo quería como el hermano que nunca tuve. Jamás tuvimos una discusión, ningún enfrentamiento por motivo alguno. Ni siquiera el fútbol, siendo él bético y yo recalcitrante de cualquier deporte. Sin embargo, no me importaba encender el televisor para que él sufriera la retransmisión de un partido, en el que salía huyendo por el pasillo para no presenciar ninguna jugada contra su portería.

Tenía una manera de ser sumisa, lo que no quiere decir que no tuviera personalidad. De tan honesto, no le importaba seguir los dictámenes de quien considerara más capacitado, sin camuflar la falta de originalidad que padecemos todos. Un coche, una diversión, un viaje, músicas, una película, una tertulia o un bar eran consejos que él admitía, para luego compartir con sus amigos. Así nos enseñamos muchas cosas.

Atleta y disciplinado, lo contrario de mí, murió en brazos de su hijo cuando se entrenaban por los alrededores de su pueblo. Fue un golpe homicida contra un padre ejemplar, un marido atento, un hijo prodigioso y un hermano del alma. Nunca perdonaré esta traición de la vida, aunque de ello hayan pasado ya muchos años. Aún me siento huérfano.

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