Tenía los ojos verdes, como la esperanza de su madre, y el cabello claro como la luz que la buscaba desde las ventanas. Era pequeñita e inocente, con la sonrisa dibujada en su cara de peluche. De las mangas del pijama se asomaban unas manos inquietas al juego y a la defensa contra las batas blancas. Todavía no sabía lo que era un jardín de infancia pero ya conocía el dolor que podía provocar un esparadrapo cuando se retira sin cuidado. Entre colorines y paciencia era posible conseguir, con la complicidad de unos padres siempre presentes, su entrega desconfiada a los tratamientos. Mirarla indefensa en una cama enorme era cuestionarse la razón de una vida tan despiadada con los más frágiles e indefensos. Porque un niño enfermo es un grito inconsolable contra ese orden enloquecido que altera a todos a su alrededor. Máxime si la vulnerabilidad de unos cuerpos infantiles no garantiza ningún futuro prometedor. Dios no existe para los niños que juegan con las enfermedades.
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