Corría por el pasillo detrás de unas enfermeras que, asustadas y con la cara pálida, pedían ayuda a gritos. Las perseguía con el torso desnudo y el tubo de tórax pinzado, colgando de un costado. Se había desatado de la cama y había comenzado a huir arrancándose los sueros y desconectado el tubo del aspirador que permitía que su pulmón se expandiese. Más que agresividad, el paciente se comportaba sumido en una completa alucinación. Al interponerme entre ellos, se detuvo mascullando frases sin sentido y bañado en un sudor profuso. Pareció no agradarle que la escena me provocara cierta hilaridad porque, como si lo espoleara una rabia impotente, terminó por arrancarse de un tirón el tubo. Inmediatamente nos abalanzamos sobre él para intentar taponar una entrada de aire que podía complicar su neumotórax, mientras blandía al aire aquel trozo de goma cual trofeo. Tuvo suerte, aquello no le afectó pero, al atarlo nuevamente al correaje de la cama, no dejó de mirarme con ojos desquiciados mientras yo abría un distraneurine a chorro. Se resistía inútilmente a que el sedante lo durmiera y lo librara de la crisis de delirium tremens. Al día siguiente no se acordaba de nada, pero se alegró de que al fin le hubieran quitado aquel tubo del pecho.
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