Por si tenían pocas cosas que hacer, ahora le han cargado al probo funcionario del Registro Civil decidir el orden de los apellidos del recién nacido cuando los padres no se pongan de acuerdo. Mal empieza su andadura por el mundo un bebé que ni siquiera tiene claro su nombre y un gris funcionario, harto de papeles, ha de adoptar tan salomónica decisión.
La Ley de reforma del Registro Civil contempla, por machista, no seguir la costumbre de anteponer el apellido paterno al materno a la hora de inscribir a los recién nacidos. Surge así la discrepancia cuando los padres tampoco alcanzan un acuerdo al respecto. ¿Quién decide entonces? Para no mojarse, el legislador descarga la responsabilidad en el encargado del Registro, quien dará un plazo de tres días a los padres para que decidan el orden de los apellidos, pasado el cual, si no hay “comunicación expresa”, el funcionario arbitrará cómo apellidar al inscrito, según el dictado de su sentido común, pues la ley no aclara criterio alguno.
Posiblemente sea buena la intención de la Ley de imponer un modo aleatorio que responda al principio de igualdad entre los progenitores, pero las consecuencias que puede acarrear, al no resolver de manera diáfana la cuestión, se antojan más engorrosas que el problema mismo. Son engorrosas porque dejar sin criterio el procedimiento para determinar el orden de los apellidos de una persona, salvo el de la intuición de un humilde funcionario, es no resolver en absoluto la cuestión.
Los funcionarios tienen muchas atribuciones en su trabajo que consisten, en la práctica totalidad de los cometidos, en cumplir lo que dictan las normas y reglamentos de la Administración correspondiente, pero lo de convertirse en árbitros, sin ningún protocolo de actuación, de la discrepancia de unos padres a la hora de apellidar a sus hijos, me parece abusivo y chapucero.
Bueno está combatir hábitos que descansan en visiones estereotipadas ya superadas de la sociedad, pero crear un problema en vez de aportar soluciones es complicar innecesariamente el asunto. Máxime si se deja al albur de un empleado público algo tan privativo de la identidad de una persona como su propio nombre. Si no se quiere seguir un modelo machista a la hora de apellidar a la descendencia, indíquese otro modelo, pero no se deje sin determinar el nuevo procedimiento, confiando que un humilde funcionario, acostumbrado como está, no siga el orden alfabético. Y, encima, desaparece el Libro de Familia, que será sustituido por certificados individuales. Llegará el momento en que nadie podrá saber por qué se apellida Guerrero, por ejemplo. ¿Sería del gusto del funcionario de turno? Menos mal que se trata de un proyecto de Ley que tiene aún mucho recorrido por delante para ser perfeccionado y que también contempla el derecho a cambiar de nombre y apellidos a partir de los dieciséis años. ¡Qué lío!
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