Amanece el día con sendas nuevas: Estados Unidos ha asestado dos golpes militares casi sincronizados, matando en Pakistán a Osama bin Laden, el fugitivo líder de Al Qaeda más buscado, y a Saif el Arab, en Libia, hijo menor del dictador Gadafi, que escapó por los pelos. En ambos casos, se trata de acciones de guerra en las que, para matar la “bicha”, se busca cortarle la cabeza, aunque no se admita esta estrategia de forma explícita. Tales triunfos bélicos han pretendido cercenar la cúspide dirigente con la intención de anular toda capacidad de organización e iniciativa del enemigo. Reconociendo difícil que las consecuencias de estas escaramuzas se limiten a lo idealmente recomendable, hubiera sido preferible la captura con vida de estos asesinos, para que puedan ser juzgados con todas las garantías procesales por un tribunal penal internacional. Este proceder ajustado a derecho es lo que habría evidenciado la diferencia entre las sociedades basadas en el respeto a los Derechos Humanos de las que hacen tabla rasa y no dudan en violarlos para que una élite ejerza el poder absoluto.
Con todo, y aún reconociendo inevitable la impureza quirúrgica en una guerra, queda por ver si la desaparición de estos individuos que atraen el repudio occidental servirá para resolver los problemas que ellos mismos representan en sus respectivos países y en el mundo.
Porque una cosa es ayudar a los rebeldes en lucha contra sátrapas impresentables y otra dedicarnos a asesinarlos sin más, incluso si son responsables de actos de terrorismo tan graves como los atentados contra las Torres Gemelas. Toda muerte urdida a espaldas de la ley y la justicia no hará más que exacerbar una visión del mundo en la que los fanáticos se consideran empujados a la violencia por quienes consideran opresores y responsables de su situación. No es sólo un problema religioso o cultural, sino un enfrentamiento entre civilizaciones que conviven sordas a cualquier diálogo y entendimiento. Desde ese punto de vista, difícilmente las revueltas podrán desembocar en regímenes democráticos homologables a los occidentales si el comportamiento que les dispensamos en nada difiere, por su crueldad vengativa y ciega, a la de los propios dictadores que combatimos.
Es evidente que el mundo girará más aliviado sin esos dos verdugos muertos, más aún cuando caigan Gadafi y demás totalitarios que todavía se asientan en el poder, pero desconfío de que sea un lugar más seguro. Cada vez que hemos actuado sólo con la fuerza, sin la debida comprensión de las causas que los generan, los conflictos no se resuelven y se enconan en una espiral de efectos contrarios a los perseguidos, que obligan a abandonar a su suerte a esos países socorridos. Es lo que ha pasado con el propio Afganistán en el pasado reciente, con el Irak de Sadam Hussein y otros ejemplos más.
Ojalá esté yo equivocado y la desaparición de Osama Bin Laden y Gadafi convierta el siglo veintiuno en un periodo de paz, estabilidad y cooperación en el mundo. Si así fuera, no me dolerían prendas en enmendar mi error. Pero me temo que el ser humano no aprende de sus tropìezos. Ojalá!
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