Tengo un amigo periodista que tiene mala suerte: la de trabajar como administrativo en una empresa de transportes. Y, claro, como está maldito, hace caso a su instinto de gacetillero para contar a la gente cosas que le pasan a la gente, tal y como definen los teóricos que ha de ser la tarea del periodista. Y así nos narra, en una especie de increíble relato terrorífico, cómo en pleno siglo veintiuno todavía existen condiciones laborales capaces de empujar al suicidio a trabajadores que no soportan esa intangible pero envilecedora presión de quienes son dueños de tu vida o, lo que es lo mismo, de tu nómina y tu trabajo, imprescindibles para respirar.
Resulta que la empresa en la que trabaja mi amigo es un monopolio no sólo en el sector de su negocio, donde ninguna otra puede hacerle la competencia, disponiendo la exclusiva de su explotación a su entera conveniencia, sino también en su gestión, por lo que es dirigida por señores que, leales sólo al poder político que allí los coloca, la consideran de su completa propiedad y de la que pueden deshacer (porque hacer, hacen poco) a capricho.
Que todo lo anterior ocurra en una sociedad democrática y bajo un Estado de Derecho no es óbice para que se desarrollen acontecimientos que deberían haber hecho saltar todas las alarmas que previenen del nepotismo, el oscurantismo, la opresión, la manipulación, las irregularidades, la desfachatez y hasta la corrupción. Es decir, que inactivadas las alarmas, lo oculto comienza a desprender un insoportable hedor que despierta el olfato de cualquier periodista y mi amigo, con su mala suerte, no puede evitar encontrarse en una posición envidiable para, no sólo rastrear lo que su olfato capta, sino para conocer de primera mano y al detalle lo que se cuece en esa olla pútrida de intereses entrecruzados con mediocres cocineros.
Su maldición lo lleva a publicar los hechos en un blog que es todo un ejemplo de crónica de sucesos, con abundantes dosis de laboral y tribunales, salpimentado con reportajes de investigación. Lo que demanda cualquier facultad de comunicación a un medio de comunicación digno de tal nombre. Por ese motivo, el infeliz periodista amigo creía cumplir con su obligación al divulgar lo que sucedía en su empresa. bajo la tutela de una Constitución que ampara la libertad de expresión y de opinión como derechos fundamentales preeminentes, tan preeminentes que pueden prevalecer a otros derechos en caso de colisión. Así se lo habían enseñado cuando estudiaba periodismo, pero a su gerente no. Su gerente considera una falta grave contribuir a la trasparencia informativa en “su” empresa, en la que han sucedido hechos tan luctuosos como el suicidio de un trabajador y que en la actualidad está abocada a la quiebra por la discutible gestión de quien desea que nada salga a la luz.
Pero mi amigo, estigmatizado por la maldición que porta, es tenaz y terco, condiciones ambas que acompañan al buen periodista. Ante las amenazas, en vez de hundirse en la sumisión, le puede la búsqueda de la verdad y el oficio. No se achanta. Se enfrenta a los obstáculos que tratan de impedir su labor con el ahínco de los convencidos en hacer lo correcto. Tiene tan negra suerte que reacciona contrariamente a los deseos de los que amagan. No saben éstos que han topado con hueso duro de roer por su integridad y voluntarismo. Para callarlo habrán de cambiar la Constitución y despojarlo de amigos. Porque si la libertad está escrita en mármol en el frontispicio de nuestra Carta Magna, a Gregorio Verdugo no habrá gerente de Tussam que pueda silenciarlo ni le faltarán compañeros que conviertan su voz en un clamor de justicia. He aquí una primera prueba.
1 comentario:
Dan, nunca un post me ha honrado tanto. Te lo agradezco, amigo.
Un abrazo.
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