En mi adolescencia creía disfrutar de libertad pero no podía escapar de una ciudad enfebrecida que exhibía un fanatismo de penitentes encapuchados, descalzos, cargados de cruces y hasta con cadenas que cercenaban toda alternativa si pertenecías a la masa sometida a las costumbres y sin recursos. Sólo los de palcos en la carrera oficial y medallones tan brillantes como su fe podían huir, tras cumplir con las tradiciones, a sus refugios de la costa o a esos viajes envidiables de los que volvían con la piel bronceada. Mi única venganza era el desprecio a lo impuesto y a no dejarme conducir como integrante de un rebaño. Miles Davis me ayudaba a sobrellevar con ironía lo más espeso de aquellas semanas santas de mi arrebata rebeldía
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