En plena apoteosis semanasantera no había más remedio que dejarse arrollar por el folklore para, sumergidos en la bulla, implorar un socorro inútil con la mirada. La ciudad se volcaba en sus procesiones y, salvo los parques, no había otro lugar donde resguardarse de la multitud. En medio de la vorágine, los perritos calientes de los puestos ambulantes y las novias que se perseguían eran los motivos para dejarse llevar por una marea humana que siempre procurabas eludir. No era devoción sino diversión lo que te hacía claudicar de tu aversión a la masa. Hacer lo contrario a tus inclinaciones era la excusa para alinearte con la normalidad de los que te acompañaban. Así conseguías la única sonrisa que estabas aguardando, la de aquella niña que exigía tanto sacrificio. Pero era demasiado: jamás pudiste con la madrugada, ni siquiera por diversión.
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