sábado, 30 de abril de 2011
Contra la resignación
La jornada laboral de 8 horas no fue una concesión gratuita, sino un derecho arrancado a sangre contra quienes esclavizaban a los trabajadores con unas condiciones laborales tan injustas como inhumanas, y que no dudaron en disparar a los que se manifestaron solicitando lo que hoy nos resulta de una normalidad indiscutible. El Día del Trabajo se celebra para conmemorar aquella lucha y homenajear a los sindicalistas que fueron ejecutados en los Estados Unidos por reivindicar una jornada razonable y disponer de “ocho horas para el trabajo, ocho horas para el sueño y ocho horas para la casa”. Eran los Mártires de Chicago, obreros que participaron de la huelga convocada el 1 de mayo de 1886 por la consecución de la jornada laboral de ocho horas y que desencadenaría tres días más tarde la Revuelta de Haymarket, una concentración de más de 20.000 personas que fue violentamente reprimida por la policía. Se detuvo a centenares de trabajadores y un juicio plagado de irregularidades condenó a cinco de ellos a la muerte en la horca (uno de ellos acabó suicidándose). Esa es la historia de lo que se festeja el 1º de mayo.
Tras esta conquista, que para muchos es el origen del moderno movimiento obrero, se encadena una serie progresiva de reconocimientos laborales, en cuanto a condiciones, remuneración y amparo social, que acaban convirtiéndose en derechos protegidos por las leyes. La Declaración Universal de Derechos Humanos recoge en su artículo 23: “Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo”. Seguidamente, en su articulo 24 proclama: “Toda persona tiene derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas”.
La Constitución española reconoce también, en su artículo 35: “Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda haber discriminación por razón de sexo”.
Narrar así la historia puede llevarnos al equívoco de creer que disfrutamos de una protección eficaz por nuestro derecho al trabajo y que la vida y el sacrificio de tantos trabajadores en alcanzar tan extensa tutela legal no han sido en vano. Sin embargo, las luchas no siempre enfilan una dirección única hacia el progreso; también retroceden. Llevamos décadas de franco deterioro de las condiciones laborales y sociales que tanto esfuerzo costaron arrancar a los poderosos.
Si sufrir jornadas de 18 horas de trabajo causó la indignación de aquellos humildes huelguistas de 1886, hoy continúan existiendo motivos para mantener una lucha reivindicativa contra la dictadura del mercado, en cuyo nombre se pisotea la sangre de esos mártires obreros. La proliferación de diferentes contratos de trabajo, la discriminación salarial en función del sexo, la precariedad laboral, los despidos improcedentes, el no reconocimiento de la categoría laboral desempeñada, la no cotización a la Seguridad Social, las horas extra obligatorias o no satisfechas, la inexistencia de una formación continuada a cargo de la empresa, la negativa a la promoción en el trabajo, la siniestrabilidad laboral por una falta de prevención y un sin fin de motivos nos empujan a mantener, más allá del carácter festivo de la jornada, la lucha por la consecución real de aquellas condiciones que posibiliten un trabajo digno y una remuneración suficiente. Es decir, por el respeto al derecho al trabajo que tanto la Declaración de la ONU como la Constitución de nuestro país nos reconocen.
Convendría, por tanto, no confundir el carácter reivindicativo del Día Internacional del Trabajo con el merecido descanso con que se disfruta esta jornada porque sería sucumbir a la amnesia con la que el Sistema adormece las conciencias. Hoy más que nunca el poder del dinero y las políticas neoliberales mantienen una batalla por derrumbar muchas de estas conquistas que conforman el Estado del Bienestar que nos hemos dotado para disfrutar no sólo del derecho al trabajo, sino también los de la educación, la salud, la protección al desempleo, la jubilación y tantos otros. Permitirlo sería tergiversar el sentido de la celebración del Día del Trabajo, sucumbir a la resignación e ingonar la obligación de legar a nuestros hijos un mundo mejor. Y no es plan, la verdad. Sería traición.
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