Hoy comienza para los católicos, en particular, y para los cristianos, en general, uno de los momentos cumbre de sus rituales religiosos, cual es la representación de la semana trágica que padeció al que consideran Salvador de la Humanidad. La Semana Santa corresponde a la semana de Pasión que vivió Jesús de Nazaret en un Jerusalen que primero lo recibió con aclamaciones y loor de multitudes para luego matarlo, en el Gólgota, crucificado junto a dos ladrones, acusado de blasfemia por las autoridades judías del Sanedrín. Triste episodio que, sin embargo, constituye el símbolo fundamental del cristianismo, que lo recrea y lo recuerda con toda su iconografía de corona de espinas, cruz, Santo sudario y demás elementos que, aunque no estén fehacientemente certificados por la historia, forman parte del núcleo central de sus creencias.
Sin pararse a hacer excesivas reflexiones, la mayoría de la población participa de la Semana Santa con espíritu festivo o asumiendo la costumbre como parte de los fenómenos sociales que corresponden a nuestra cultura. Es, empero, esa influencia religiosa en la civilización occidental de una tremenda e indudable significación, pues condiciona de forma intencionada todo la construcción simbólica que el pensamiento y las artes se hacen del mundo y de nuestra propia existencia terrenal. Pero no es un fenómeno -el religioso- privativo de nuestra cultura, sino que surge también, en muy diversas formas y manifestaciones, en otras culturas y civilizaciones hasta el extremo de constituir una de las características universales de la Humanidad: su preocupación por la existencia de alguna deidad que otorgue sentido a la vida y aporte alguna promesa de trascendencia a la muerte.
El Domingo de Ramos es, por tanto, una celebración que culturalmente afecta a todos, creyentes o no, en tanto en cuanto, como hecho religioso, determina las concepciones que definen nuestros comportamientos, relaciones e identidades, no sólo individuales, sino como grupos colectivos o pueblos. Sería complicado explicar hoy día ninguna manifestación de la inteligencia humana, desde la pintura a la arquitectura, de la filosofía a la literatura, sin la aportación, motivación o influencia religiosa. Tan complicado como valorar si ello ha representado un beneficio o un inconveniente para el devenir de la Humanidad, puesto que ninguna civilización se ha desarrollado ajena a ese permanente cuestionamiento de lo Absoluto. Incluso el laicismo no impide que la religión anide en sociedades que, por el contrario, procuran el más amplio respeto y tolerancia a cualquier creencia.
Y desde ese respeto y esa tolerancia, muchas veces no correspondidos, asistimos cual observadores a unas fechas que para los feligreses forman parte de sus preceptos y ritos más celebrados, hasta alcanzar su máxima intensidad, curiosamente, con la muerte de Jesús la madrugada del Jueves Santo y no con la resurrección que, según las Escrituras, aconteció al tercer día del fallecimiento. Es tanta la atracción plástica y emocional del sufrimiento y la agonía que se convierten en lo más representativo y valorado de unos hechos que, de corresponder a la realidad, deberían centrar la atención en la increíble y asombrosa resurrección de Jesús de entre los muertos. A pesar de eucaristías y sermones, el catolicismo abraza la cruz como símbolo de su fe en vez de, por ejemplo, el sudario que demuestra, según las tradiciones, el retorno a la vida de quien estuvo muerto.
Exigir lógica a elucubraciones metafísicas y sobrenaturales es, tal vez, un contrasentido, propio de quien intenta racionalizar lo irracional. Las creencias y las religiones, con todo su potencial seductor, escapan a la razón. Precisamente por ello despiertan esa preocupación en los hombres e impregnan toda su obra. De ahí la importancia del Domingo de Ramos: es reflejo de nuestra forma de ser. Admitámoslo.
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