Hay periodistas que se ven venir y otros que se nos cuelan tan sibilinamente que, cuando te das cuenta, ya los tienes en el sofá contándote su rollo. Durante años han trabajado con eficacia el arte del disimulo, la campechanía y la engolada simpatía para parecer cercanos y abiertos, amigos de todos y hasta ecuánimes en sus manifestaciones sobre temas controvertidos, si los abordan. De costumbres y guisos suelen ser expertos, así como de tradiciones y chascarrillos que hacen las delicias de cualquier conversación. Se consideran perfectos comunicadores que para amenizar tertulias y espacios de variedades no encuentran paragón en la radio y la televisión.
Por mucho que los sigas, no conoces su opinión hasta muy tarde, hasta que te sorprenden con un comentario o un escrito que, a primera vista, te parece impropio. Jamás se habían posicionado salvo a la hora de elegir un restaurante o un festejo, pero de pronto, de un tiempo a esta parte, empiezan a mostrar su verdadera tendencia, a expresar sus puntos de vista, a hacer campaña por determinada ideología. En realidad ello no tiene nada de malo si antes no lo has ocultado.
Carlos Herrera es prototipo de periodista que simula. Si le preguntan a la gente qué diferencia observan entre Jiménez Losantos, por ejemplo, y Carlos Herrera, seguramente responderían que mucha. Sin embargo, la único que distingue a ambos periodistas es que el primero es franco y se muestra sin caretas, mientras que el segundo presume de una ecuanimidad que brilla por su ausencia. Esa es precisamente la razón por la que, envalentonado con las atalayas que le prestan refugio, comience a demostrar su faz real. Incluso su mal estilo y su carácter faltón.
Hace unas semanas publicó su habitual artículo en un dominical. Y se despachó a gusto: “Energúmenos borrachuzos”,” estudiantes meonas”,” futuros parados”, “herederos de las turbas”, “vocinglera ignorancia”, “fanáticos”, “descerebrados radicales”, “intolerantes”, “chusma universitaria”, “palabras balbucientes”, “medias ideas”, “anticlericalismo barato”, “laicismo simplón”, “matones”, “ignorantes”, “descerebrados”, “proclamas sectarias y fascistoides”, “ninguno tendría huevos”, “chulesca”, “bufa”, “excrecencia” y “alborotadores” son todos y cada uno de los epítetos con los Carlos Herrera arremete contra unos estudiantes que protestaron por la existencia de capillas religiosas en la Universidad Complutense de Madrid y en la de Barcelona.
También los rectores que no prohibieron o impidieron tales actos son tratados de la siguiente guisa: "sonrisa timorata y cobardona”, callan como “una puta acomplejada”,” inacción”, “pobres de mierda”, “acojonados”, “bobalicones”, “no tienen lo que hay que tener” y “a ver si hay cojones”.
Como se puede ver, para este desinhibido Herrera -ya sin máscaras- la libertad se reduce a una cuestión de gónadas, de cuyo volumen pende la firmeza de unos responsables de Universidad a la hora de enfrentarse a lo que el articulista tacha de “basura universitaria”. Tal enojo de proporciones bíblicas de nuestro risueño presentador se debía a una performance que los manifestantes habían realizado en la capilla de una Universidad para hacer patente la contradicción de reservar un lugar a las creencias (respetables, pero personales) donde debería profesarse el culto a la Razón.
El gracioso locutor considera que, precisamente en el país que dispone de la más amplia oferta de templos de todo estilo y tamaño (desde catedrales a parroquias) dedicados mayoritariamente al catolicismo, la acción de esos universitarios equivale a un “anticlericalismo barato” o, más aguerrido todavía, a una “nostalgia del anarquismo incendiario”.
Es curiosa esta reacción desaforada de los ultras más ilustrados que, a golpes de pecho y exabruptos, izan la bandera del victimismo por una persecución inexistente que creen dirigida contra sus rancias tradiciones y las buenas costumbres que ellos, y sólo ellos, encarnan, cuando los que de verdad sufrieron persecución y estuvieron arrinconados (la laicidad, el raciocinio y las libertades) reclaman espacios delimitados que preserven y promuevan la pluralidad existente en la Sociedad. Llama la atención la desmedida reacción de un escritor que nunca antes había prestado su pluma para exigir tales libertades y el respeto a unos derechos cuando, en la época monolítica en que sólo los disfrutaban los de su ideología, no eran reconocidos a la totalidad de la población.
Debatir sobre la separación entre la Iglesia y el Estado, sin palabrotas dirigidas a la galería, sería basar la discusión en ideas y conceptos que son por completo ajenos a un libelo intencionadamente insultante y zafio. Sería argumentar desde la educación y el razonamiento, todo lo contrario a la visceralidad más ramplona con que se desahoga el señor Herrera. Y lo confieso: para eso, Carlos, no tengo lo que hay que tener.
Post scriptum:
Es coincidencia que, tras escribir lo anterior, apareciera en prensa la reseña de Los cornetas del Apocalipsis, libro en el que el periodista José María Izquierdo analiza el lenguaje utilizado por diez columnistas que se definen como liberales: Federico Jiménez Losantos, César Vidal, Pío Mora, Alfonso Ussía, Isabel San Sebastián, Carlos Dávila, Fernando Sánchez Dragó, Antonio Burgos, Hermann Tertsch y Juan Manuel de Prada.
Si tal grupo se caracteriza porque ”recurren al insulto, a la zafiedad, a la humillación de las personas” (…) “para ellos no hay homosexuales sino maricas sebosos” (…) y su lenguaje es una “mezcla de fascismo y barra de bar (…) de extrema derecha pasado por el churro y el tocino” (según el autor del libro), entonces habría que añadir a la lista a nuestro histriónico representante andaluz, Carlos Herrera.
Son poquitos pero vociferan con estruendo y el peligro que representan no son las palabras que escupen, que a ellos califica, sino esos fanáticos a los que animan para hacer imposible la convivencia y la tolerancia entre los ciudadanos. Demuestran así que son demócratas de boquilla y el patriotismo que anarbolan esconde simplemente sus sagrados privilegios.
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