¿Os imagináis el desprecio, el hastío y el rechazo en una mirada que te clava los ojos como si fueran lanzas y en unos labios que con gesto tenso te escupen las palabras? Yo no podía imaginármelo, pero lo viví. Pude verlo en el reproche que brota imprevisto y explosivo ante una simpleza, ante una reiterada observación. Puede que esté obsesionado en observar lo que denuncio, pero otros se obsesionan en realizar lo observado.
A lo peor siquiera aquella observancia no era la causa inmediata del enfado, sino la espoleta de una acumulación explosiva de ascos. Ascos que se han ido incubando a lo largo de toda una vida en la que los rencores afloran con cada impertinencia, junto a las preocupaciones que han ido sustituyendo a las ilusiones perdidas. Heridas antiguas que todavía sangran cuando el ungüento del perdón no acaba de cicatrizarlas y el pus reaparece a cada nuevo arañazo.
Intento introducirme por los vericuetos en los que nace el odio que reflejan esas pupilas e impregnan el tono de las palabras, aunque reacciono defensivamente a la ofensa. Entonces se genera un enfrentamiento que ninguno quiere reconocer y encona la convivencia. Son simples tonterías que denotan, como los iceberg, la parte oculta sobre la que crecen. De ahí la fuerza y la virulencia con la que esporádicamente explosionan. Me dan miedo. Temo que algún día una de esas explosiones nos destruya. Destruya un proyecto que, con sus sinsabores, también ha generado alegrías y felicidad.
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