Hubo mucho aparato eléctrico, pero apenas llovió. Algo así sucedió con la huelga general convocada por las centrales sindicales de clase en contra de la reforma laboral del gobierno de Rodríguez Zapatero. Mucha expectación mediática e incidentes aislados, incluida la provocación de los antisistema en Barcelona con la quema de contenedores, rotura de escaparates, saqueos y la imagen de un coche de la policía envuelto en llamas. Es decir, mucho ruido y poco más. El dato más objetivo fue el del consumo eléctrico, indicador de la actividad industrial, que descendió sólo un 12 por ciento. Todas las demás valoraciones son interpretaciones que intentan hacer coincidir la realidad con los deseos.
No había ánimo de huelga entre los ciudadanos a pesar de los recortes salariales, el abaratamiento del despido y las fuertes medidas de contención del gasto adoptadas por el Ejecutivo socialista. Los que siguieron la huelga fueron, en primer lugar, los propios sindicalistas y la ingente masa de liberados de los comités de empresa, los cuales organizaron piquetes "informativos" para obligar a sus compañeros de trabajo a parar. Lo importante, en esta era de lo audiovisual, era la demostración de “músculo” sindical, tan a destiempo, para dar una imagen de fortaleza. De ahí que los organizadores seleccionaran puntos neurálgicos que debían ser paralizados: transportes, mercas, grandes empresas y polígonos industriales. El resto del pequeño y mediano comercio mantuvo abierto su negocio como de costumbre. El resultado fue tan desigual que, a medida que avanzaba el día, la huelga perdía el impulso imprimido durante la madrugada, cuando impedía el acceso de camiones a los mercados centrales de abastecimiento.
La mayoría de los medios de comunicación apelan, en el análisis posterior, a retomar el diálogo e intentar consensuar medidas con el Gobierno que, si bien no servirán para retirar una ley aprobada por el Parlamento, podrían al menos hacer menos dura su aplicación. También coinciden en reconocer que el ajuste en la política económica era necesario e imprescindible en la actual situación de crisis mundial. Así lo percibió esa mayoría de trabajadores, incluidos los abuelos, que no secundó la huelga, aunque se viera forzada a un paro ajeno a su voluntad. Fue una huelga sin convicción.
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