jueves, 23 de septiembre de 2010

Rapadas

La guerra deja secuelas que perduran toda la vida, máxime si eres objeto de represalias y humillaciones cuyo estigma insuperable no entiende quien no lo padeció. Son dolores en el alma por una dignidad individual pisoteada por la bota del vencedor que todo lo aplasta, como se elimina a un gusano. Pretende aniquilar a la víctima más allá de la derrota física, acabar con lo que la hace humana, su dignidad y el orgullo que pudiera albergar, sometiéndola al escarnio público de un paseo, rapada hasta el ridículo delante de vecinos y familiares, para que se avergüencen de sí mismas y de las ideas que las enfrentaron al vencedor.

No se olvida nunca tanta vileza que sólo se supera con el reconocimiento que restituye el honor del agredido. Es un reconocimiento moral que repara la inmoralidad de la afrenta. Y nunca llega tarde porque la víctima vive aguardando el instante en que recupera su honor y la confianza en la razón que no consiguieron arrancarle con la burla. Su silencio era un grito clamoroso por una justicia que ahora alcanzan y que podrán exhibir como hicieron con sus cabezas peladas cual delincuentes. La mayoría eran mujeres que perdieron doblemente una guerra con la muerte de familiares y las ignominias del vencedor. Y puede que sean pocas, como intentan ridiculizar los que padecen de amnesia histórica, pero son personas que merecen el respeto y la consideración de cuantos disfrutan hoy de una democracia que con su dignidad vilipendiada permitieron que finalmente se asentara en este país. Justo es reconocérselo y agradecérselo.

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