Este niño que traspasa la frontera de los recuerdos y se interna en el borroso mundo de los sueños, busca lo que fue, la memoria afectiva con la que está construido aunque no lo recuerde, haciendo de esa introspección un examen de conciencia. Por eso intenta recuperar lo que la memoria traiciona, imágenes, emociones y sentimientos. Una vida hecha de amor y odio, de alegrías y tristezas, de placer y dolor que moldean al niño en el adulto que retorna a su infancia para poner orden entre los fragmentos dispersos que es capaz de rescatar.
Cada vez que cierra los ojos evoca un momento que emerge de ese pasado que sólo muestra el rastro endeble de lo perdido, de lo incompleto, como los olores que preludian un banquete imposible de ver y degustar. El niño explora sus huellas entre los fotogramas que registran desordenadamente lo vivido. Es una necesidad por conocer lo que fue y lo que es, además de devolver, con el recuerdo, el afecto emocionado a lo que irremediablemente no podrá recibirlo, personas y lugares que se hallan naufragadas en el tiempo o el espacio, perdidas entre la desaparición y la distancia.
Surge así una síntesis del pueblo, de los padres, la familia y de las experiencias que, como teselas, componen un mosaico que sólo tiene sentido para el niño que le va dando forma, aunque sea un sentido parecido al de cualquier persona que rememore su pasado desde la lejanía y que colectivamente forjan la historia pequeña del mundo. Un mundo que, para el niño, es Comerío, donde nació y vivió sus primeros años, su infancia. Y una isla, Puerto Rico.
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