domingo, 25 de abril de 2010

Fotograma, 4

Es curioso que los semblantes de las personas, incluso de las más cercanas, resulten desdibujados en la añoranza mientras las casas y los objetos permanezcan nítidos y precisos, como si aún pudieran contemplarse. Causa perplejidad cómo la memoria congela una selección de fotogramas de acuerdo a criterios completamente extraños, incomprensibles. El niño no puede recordar la cara del abuelo, pero retiene con claridad el lugar desde donde partió el entierro y hasta cómo estaba colocado el ataúd al que se asomaba, a través del cristal de la tapa, intentando reconocer en las afiladas facciones de la muerte ese rostro olvidado del abuelo. Reconoce la constricción de aquellas horas y recuerda el salón en que se hizo el velatorio, que era, en realidad, el comedor de su propia casa, la casa familiar donde había transcurrido toda su niñez hasta que se produjo el viaje definitivo, pero no logra recordar el rostro de los seres queridos.

Las imágenes de la casa son tan claras que todavía es capaz de hacer un plano con la distribución, los recovecos y los rincones que configuraban aquel espacio acotado del hogar. Era una vivienda en la planta baja de un edificio situado frente a la plaza del pueblo. Recuerda el comedor separado del salón por un muro a media altura, una barra sobre la que se depositaba lo que se traía en los bolsillos, y el cuarto de los padres por cuya ventana abierta a la fachada había escapado alguna vez a la calle. Tenía otros dos cuartos que daban a un callejón lateral en el que los coquís ofrecían el concierto nocturno que arrullaba el sueño del niño. Al fondo de la vivienda estaba el cuarto de baño y la cocina, punto remoto en el espacio-tiempo del que procede el placer del aroma intenso, imperdurable, del café recién hecho, colado con un paño tras hervir tres veces, y que deja ese pozo de zurrapa del auténtico café. Y lo más grato, la marca que sellaría todos los recuerdos de esa infancia, el patio. Un patio de cemento, rectangular y abierto al cielo, hacia los sobresalientes voladizos del tejado donde anidaban las palomas. Patio sucedáneo de piscina en los días de lluvia, mar de piratas para imaginar lo inhóspito y descubrir pequeños tesoros ocultos en la imprecisión de los días, como la jaula del gallo blanco, feroz y salvaje, que el padre críaba con granos de maíz y que causaba tanto miedo al niño curioso. El patio comunicaba con un pequeño trastero de precoces caricias turbadoras y con la puerta trasera de un comercio colindante.

Aquel era el universo en el que gravitaba la diversión inocente y plácida de una niñez que se resiste al olvido. Un mundo descompuesto de imágenes imprecisas, cuya memoria causa pavor por ser tan eficaz con las cosas y tan endeble con las expresiones, con las personas. Una memoria que parece recrearse en obstaculizar lo que las emociones identifican de inmediato. Así es el juego al que la mente somete al niño durante toda su vida. Por eso, bucea en las reminiscencias de sus recuerdos.

No hay comentarios: