lunes, 12 de abril de 2010

Fotograma, 2

Por aquel entonces, el mundo se reducía a un par de calles, dos casas y la plaza del pueblo. En la primera habitaba el niño con sus padres y hermanas, y en la segunda, los abuelos y la tía loca. De una a otra sólo había una calle que trepaba la cuesta y serpenteaba al final, esquivando un colegio, para pasar por delante del balcón de la casa de los abuelos. Allí residía el paraíso; siempre mantuvo ese encanto fascinante que atraía al niño. Era casa, era cueva, eran dulces y era la comida de la abuela. Encerraba algo mágico que mantenía al niño hechizado en su interior. Fue una casa que vio cómo la iba construyendo el abuelo poco a poco. Recuerda las rocas que hubo que partir para ampliar espacios en la cocina y en la planta baja. Y cómo había que regar el cemento de la azotea, plana como el papel, para que cuajase sin grietas. Era la misma azotea desde la que elevó las primeras cometas hechas con un folio e hilo de coser y desde donde se embelesaba en contemplar el paisaje montañoso de los alrededores, surcados de las palomas en imprevistas formaciones aéreas.

La casa estaba al pie de una colina y se accedía a ella por una escalera exterior. La escalera subía, con más pendiente, pegada a un lateral de la casa, en paralelo al camino escalonado que proseguía hacia las demás viviendas de la ladera. Entre una y otro la abuela había sembrado plantas que el niño se entretenía en rozar con las manos mientras corría por los escalones. Ya había descubierto una que, al simple roce, cerraba sus hojas largas y segmentadas, como si cerrara una mano de cien dedos. Cada vez que subía por las escaleras no podía dejar de pasar su mano sobre aquellas plantas para verlas reaccionar. El asombro que despertó aquel descubrimiento ha hecho que nunca fuera olvidado y perviviera como un gesto cada vez que tiene oportunidad de repetirlo. Así era la casa de los abuelos, donde hasta las plantas impregnaban de magia un lugar que aún despierta fascinación en el recuerdo del niño.

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