sábado, 10 de abril de 2010

Fotograma, 1

Mi infancia son montañas y lluvia, árboles frondosos y agua, ríos desbordados y cometas al viento. Calles empinadas y casas de colores, el agua siempre presente junto a la luz y el color de las primeras impresiones que se mantienen en la retina de los sueños, de cuando los juegos alborotan el silencio de las esquinas y hacen enmudecer el croar de las ranas. Noches estrelladas bajo la serenata de los coquís que arropan al niño cuando duerme. La inmensidad de una casa pequeña con un patio como universo donde se pierde la imaginación al trepar por las paredes para revolotear con las palomas. De ese espacio recóndito entre los pliegues del tiempo surgen los recuerdos prendidos en los ojos del niño. Y un pueblo perdido de carreteras sinuosas y calles en las que descubrir los rincones donde se oculta la experiencia y el vértigo de lo desconocido, cuyos límites se ensanchan con los amigos, los juguetes y los años. En medio de todo ello, la plaza, no como centro del pueblo, sino de la vida. Plaza de fuente siempre sedienta y rodeada de viejos árboles de raíces robustas para aprender a perseguir lagartijas y observar a las hormigas inquietas por la ramita que rompe sus senderos de aprovisionamiento y enloquece su afán. La plaza de cuatro entradas y dos iglesias a la que se acude todos los días, lugar de reunión y carreras, refugio para los chicos en los días claros y para los coches en noches de tormenta, furia de huracanes que zamarrean los árboles y arrancan los tejados. También es el centro de las fiestas en las noches aglomeradas de verano en que los cacharritos giran en un frenesí de músicas y bombillas deslumbrantes.

Así son los recuerdos de los primeros años, los que se pierden en la lejanía del tiempo y el espacio. Un tiempo que comienza amarillear y un espacio lejano de imposible retorno, pero quizá por ello suspendidos aún vivos en la nostalgia con la que el niño mira el mundo. Impregnan de inocencia un recorrido que se torna tortuoso con el devenir y añora la felicidad de los primeros pasos. Son como marcas para medir la vida y comparar lo perseguido y raramente alcanzado. Son los sueños de un niño que desvelan al adulto de su placidez para ser rememorados.

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