domingo, 18 de abril de 2010

Fotograma, 3

Los padres aparecen entre las brumas de la memoria mucho más tarde. Son fantasmas que van tomando forma con los recuerdos tardíos del niño. Antes emerge la figura del abuelo en medio de la confusión. La presencia fugaz de una mano cálida y segura que protege los primeros pasos de quien empieza a descubrir un mundo encantado. De su mano son los momentos más remotos de una niñez embriagada de paseos, dulces, escaleras con plantas que cierran sus hojas al leve roce, balcones donde vislumbrar la vida y azotea para jugarla. La ternura de un abuelo sin rostro para con el niño que buscaba en él refugio y el regocijo de su complacencia. Suya era la tienda de chucherías que lo atraía al reino de lo no prohibido, al placer de la glotonería. Allí se palpaba la felicidad brillando en los ojos del abuelo al consentir las tentaciones infantiles entre tarros de golosinas y risas nerviosas para descubrir sabores nuevos. Así son los recuerdos enterrados en lo más profundo de la memoria y que brotan con sólo entornar los ojos. Son recuerdos dulces que anteceden fragmentados al caudal de lo rememorado, como primeros vestigios de lo que se conserva por ser grato y dejar una huella indeleble. Pero también son escasos y fugaces. No perduran con los años y permanecen anclados a esos momentos iniciales que no tienen continuación.

Porque del abuelo es también la impresión súbita de la muerte. Por él surgió el ahogo de la tristeza y la desazón ante lo incomprensible para un niño desolado. La pérdida de una arcadia feliz por el golpe imprevisto de lo mortal, lo que se va para siempre. Son horas de turbación que se producen cronológicamente más tarde en la vida del niño, pero que la mente enlaza como si de una misma secuencia se tratase. Un ataúd en medio del salón y unas sensaciones que aún conmueven. Rezos, lloros, liturgias para despedir lo más querido por aquel niño atemorizado y perdido. Son horas densas que pesan en la memoria y la tiñen de una pesadumbre fría y gris. Ya nunca olvidará la terrible soledad que la muerte deja por rastro, el vacío que provoca a quienes arrebata lo querido y apreciado. No forman parte del recuerdo, pero seguro que las lágrimas sucumbieron a la perplejidad de la pérdida, acompañaron al conocimiento de la muerte. El niño no se ha acostumbrado nunca a ella.

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