martes, 2 de marzo de 2010

Volver a Córdoba

El río grande de Andalucía ruge vigoroso, con la violencia ocre de sus aguas inquietas, bajo los arcos milenarios del puente romano que fustiga su furia. La Mezquita apunta al cielo donde los dioses desoyen las plegarias que judíos, musulmanes y cristianos han susurrado para amansar una naturaleza que de vez en cuando se resiste a ser domeñada por el hombre. Al otro extremo, testigo de esa lid, la Torre de la Calahorra se yergue estoica como un faro luminoso que alumbra las oquedades del temor y la ignorancia. Córdoba, cuna de culturas y convivencias, surge eterna ante los ojos que retornan al asombro de su historia, donde las piedras protegen las voces de Maimónides, Averroes, Séneca, Góngora, filósofos y demás poetas que durante siglos la han glorificado. Es también la ciudad en la que anida mi memoria, la de aquel trocito de mi vida que quedó por siempre unida a unas calles, plazas, flores y olores que jalonaron mi primer trabajo y los primeros pasos de unos hijos que me enseñaron a ser padre.

En 2010, la festividad del Día de Andalucía nos conduce de nuevo a Córdoba con la tertulia de Cuadernos de Roldán. No he podido evitar retornar a mis recuerdos, en los que se funden risas, familia, niños, palomas, japutas, salmorejos y besos, días de lecturas impacientes que súbitamente reaparecen como fantasmas rebeldes, toques de trompeta y cañonazos que despiertan el alba y el susto tras los cristales, libros que tiemblan de emoción en las manos que abren sus páginas y romerías por Gondomar hasta Tendillas para recibir, como una bocanada de aire puro, el espíritu subversivo de Triunfo y Cuadernos para el Diálogo ocultos en un apartado de correos tan provisional como mi estancia en la ciudad. Paseo litúrgico que continuaba, con el carrito de los niños y las revistas custodiadas como un tesoro, por Cruz Conde y Generalísimo antes de regresar por Gran Capitán hacia la alameda de la Victoria y la avenida de Medina Azahara en busca de nuestro refugio cordobés.

Hoy continúan las mismas inquietudes, que se engrandecen con el conocimiento y con los amigos que comparten idénticas emociones. Sin ser poeta, me uno al grupo con la esperanza de quien dejó escrito en un verso: "...y no soy poeta: ¡mas nunca desespero! Viviré locamente los poemas que nunca escribiré". Sigo sintiendo aquella curiosidad de quien transita asombrado por la vida, estremecido por la suave belleza de un pétalo, el vuelo de un pájaro o la fugacidad de una caricia.

Ha sido un viaje del que he regresado con un sueño renovado: el del Garaudy* de mi adolescencia, del que me regalan en La Calahorra la vieja utopía del diálogo entre civilizaciones contenida en el libro del legado filosófico de quien contribuyó a crear mi sedimento formativo y crítico. Vuelve a materializarse, así, a través de unas páginas impresas, la evanescencia de los ideales pretéritos con la realidad insobornable de los acontecimientos. Vuelve Córdoba a afianzar sus raíces entre las fibras más profundas y sensibles de mi ser. Una relación que vuelve a renacer, décadas después, con el Guadalquivir enfebrecido de alegría.

*El testamento filosófico de Roger Garaudy, editorial CantArabia. Madrid, 1987.

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