viernes, 5 de marzo de 2010

Treinta y tres

Hoy celebro una efemérides personal que delata la vorágine del tiempo. Mi hijo primogénito cumple treinta y tres años ante el asombro persistente de verlo crecer cuando aún recordamos el miedo a una paternidad para la que no nos considerábamos preparados. Ser primogénito no significa privilegio alguno, ni para él ni para los padres. El desconocimiento de éstos lo sufre aquel al inaugurarlo todo. Incertidumbres que se combaten con unas rigideces que los hermanos padecen amortiguadas por el entrenamiento y también, a qué negarlo, el cansancio. Hoy es una persona adulta que, con cada cumpleaños, nos sitúa en la marginalidad de un tiempo que se nos escapa vertiginosamente, obligándonos a aceptar nuevas etapas vitales. Pronto serán los nietos los que nos interroguen y nos hagan sucumbir al hechizo de su inocencia.

El hombre de hoy era el niño al que ayer enseñábamos lo que nosotros no pudimos ser, transmitiéndole unos ideales tamizados por nuestro propio comportamiento. Los criamos con nuestros patrones. Consiguen ser distintos, pero no pueden evitar algunos rasgos que asimilaron con cada biberón, con cada abrazo, con cada temor. Y cuando alcanzan esa edad en la que te sobrepasan, un pellizco agudo te humedece la mirada con la que adviertes que, a pesar de todo, no te has equivocado mucho.

Ahora que la vida les pertenece, aprovechamos los cumpleaños para celebrar el futuro que ellos hacen posible y agradecerles las satisfacciones que nos han dado al acunarlos en los brazos.

Felicidades, hijo.

No hay comentarios: