Que la sanidad es la “joya de la corona” del Estado español, junto a una educación con todas sus deficiencias, no lo discute nadie. Ello hace de nuestro país un lugar envidiado por cuantos valoran la seguridad de ser atendidos cuando la enfermedad hace su aparición y a la hora de enviar a los hijos a una enseñanza garantizada desde preescolar hasta la universidad. Son derechos tan asumidos que no nos molestamos en percibir como una conquista que haya que defender. Ni siquiera cuestionamos su coste, sin duda una de las partidas más voluminosas de los Presupuestos Generales del Estado.
La sanidad, por ejemplo, es un gasto que no tiene límites. Cualquier ampliación de los recursos destinados a sufragarlo se vuelve insuficiente mucho antes de poder disponer del mismo. Ello es debido, no sólo al aumento de la población asistida, sino al imparable avance de los medios técnicos y humanos en que se sostiene y al abanico creciente de patologías que trata de cubrir. No es algo que se pueda percibir fácilmente cuando acudimos a un centro de salud por dolencias comunes o por recetas, sino cuando engrosamos en una lista de espera de un órgano para un trasplante o cuando la vida depende de una red periférica de unidades de diálisis que nos brindan una movilidad cercana a la normalidad.
La complejidad de los servicios médicos y quirúrgicos que la sanidad nos ofrece es no sólo impresionante, sino imparable, algo consecuente a la evolución de la propia sociedad española. Ya no nos conformamos con la satisfacción de las necesidades básicas, sino que exigimos también la cobertura de aquellas posibles situaciones extraordinarias que deterioran nuestro concepto de salud e integridad individual y social. Así, por ejemplo, desde programas de prevención de enfermedades (vacunaciones, unidades antitabaquismo, etc.) hasta la aplicación de terapias sofisticadas (tomografías, trasplantes, fecundaciones “in vitro”, etc.), hacen de la sanidad una joya insaciable, que consume todos los recursos que se le dediquen.
Es posible que una gestión diferente podría lograr cierto ahorro, pero no conseguirá detener la voracidad del sistema. La mayor contención del gasto vendría dada por parte de los beneficiarios, haciendo un uso racional de las prestaciones. Y ello sólo será posible cuando se aprecie a la sanidad como un bien que a todos interesa conservar, valorando la importancia que tiene para nuestro bienestar. Es con esa finalidad donde se enmarca la propuesta de despachar las medicinas en formatos unidosis, dispensando la cantidad exacta que el facultativo estima necesaria para un tratamiento. Es una medida encaminada a conservar lo que causa admiración en países vecinos. Porque todo lo que se pueda ahorrar en farmacia se podrá invertir en cualesquiera de las “bocas” de una sanidad insaciable. Una joya cara de nuestro bienestar, pero imprescindible
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