El niño metió toda su infancia en una maleta de cartón para emprender un viaje vital. Allí, junto a la ropa de la familia, quedaron los años fragmentados de una niñez que acabó siendo remota, como el recuerdo de un sueño del que se duda de su existencia. Era el final de su infancia, aunque todavía no lo sabe. Fue una tarde de la que no olvida la orden del padre para que rotulara los datos postales directamente sobre la tapa de la maleta, a la que habían atado con cuerdas. Lo hizo con indecisión y ocupando un espacio ridículo en una esquina de la tapa. El padre rió y cogió el rotulador para, con letras grandes, estampar la dirección en toda la tapa. El niño no comprendía nada. Lo único que sabía es que iban a coger un avión y que estaba ansioso por sentir esa experiencia nueva. Atrás quedaría un mundo reducido a retazos incompletos que constantemente despertarían la curiosidad de lo perdido, de lo olvidado. Fue un salto en medio de la noche a otra dimensión totalmente distinta, tan diferente como la adolescencia de la niñez. Ambas se superpondrían y de ambas tuvo el niño que escoger los asideros para no perderse, para forjar su personalidad y su rumbo.
Aquella noche, al subirse al avión y mirar la oscuridad a través de la ventanilla, sintió vértigo, el vértigo a lo desconocido, tan intenso como el miedo, igual de frío y paralizante. Sus recuerdos unen ese miedo con los de una noche interminable en la que el rumor de los motores impedía conciliar el sueño y los paseos a los aseos constituían el único entretenimiento.
Pero más tarde lo sabría, conocería a donde se dirigían. Iban a un país lejano que tenía otra cultura aunque hablaran el mismo idioma. Lo supo porque tuvo que zambullirse en unas costumbres a las que le costó adaptarse. Nadie se adapta a los cambios bruscos. Ni dejar de ser niño de repente para ser hombre. Pero esas iban a ser las consecuencias. Se dirigían a un país al que toda la familia, padres y hermanas, llegarían con la inseguridad de quien se pierde en un territorio extraño. Sólo el padre parecía confiar en el destino, porque perseguía el suyo, su vocación. Y es el padre el que mueve a la familia y la traslada de un lugar para otro. El niño rememora habitaciones de hotel y la inmersión en una ciudad extraña. Son recuerdos cubiertos por las tinieblas de la noche, tan negra como el cielo que se escudriñaba desde la ventanilla del avión. La luz tardaría en aparecer, la luz del día y del futuro, un futuro desde el que el niño se retrotrae para descubrir su pasado y recuperar una infancia que definitivamente se cierra con el vuelo de ese avión que lo arranca de sus raíces. Atrás quedaría un pueblo perdido entre las montañas de una isla del Caribe que el niño se niega a olvidar.
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