Despedimos 2010 sin pena, como sacudiéndonos un peso de encima, pues ha sido un año lleno de dificultades y problemas; y no me refiero sólo a la crisis económica. Durante los últimos doce meses se produjeron cataclismos que diezmaron a poblaciones enteras, aunque ahora, entre cavas y mazapanes, nos cueste trabajo recordarlo. La memoria es traicionera y selecciona sólo las cosas buenas. Por eso ya casi no recordamos a Haití, un país asolado por dos desgracias durante este año maldito, que se suman a las que jalonan su historia: el terremoto que costó la vida a 200.000 personas y la furia de un huracán que volvió a golpear lo poco que quedaba de dignidad ante los ojos que contemplan impasibles el sufrimiento de uno de los más depauperados países del mundo.
Tampoco nos acordamos de Pakistán, medio ahogado por las lluvias torrenciales que arrasaron con todo y dejaron un rastro de 1.600 muertos y más de 20 millones de damnificados. O de los campamentos de refugiados en el desierto, abandonados a su suerte por quienes deciden el nombre de las patrias y el destino de las personas, para que sean desmantelados por la bota militar del reyezuelo “amigo” que gusta de ademanes imperialistas ante nuestras propias barbas.
Olvidamos aquello que creemos no nos afecta porque sucede lejos, lejos en la distancia y lejos de nuestros intereses. La mayoría son catástrofes naturales que golpean los extrarradios de la civilización, sin apenas afectar a nuestra conciencia. Como mucho nos mueve a depositar un dispendio en la hucha de una caridad que nos ayuda a conciliar el sueño. Por eso no nos gusta recordar.
Sin embargo hay que hacerlo, no sólo por hacer balance de lo acontecido, sino porque no vivimos aislados, independientes unos de otros. Tenemos obligación de conocer el solar que habitamos y donde desarrollamos nuestras actividades. Y este solar llamado mundo es un lugar donde la mayoría de la gente sobrevive a duras penas, padeciendo calamidades y enfermedades, donde se muere por hambrunas y por espasmos violentos de la naturaleza, pero sobre todo por el egoísmo y la insensibilidad de una minoría que tuvo la fortuna de nacer en las áreas confortables de un primer mundo que explota al resto.
Vivimos en la época de la globalización, palabreja que no sólo permite que yo compre un coche japonés o adornos de navidad hechos en China, sino que impone un orden económico mundial que oprime países, establece leyes y marca precios para extraer materias primas, productos y riquezas que sirven para mantener nuestro nivel de vida. Gracias a la globalización podemos incluso “descolocar” nuestras empresas y exportar nuestros valores culturales (léase mercantiles) a países cuya mano de obra y falta de derechos laborales posibilitan unas ganancias incomparables con las que se obtendrían en nuestros terruños. Por todos esos motivos miramos hacia otro lado cuando, para nuestra comodidad y elegancia, obligamos a niños a trabajar en edad de jugar y por un salario que ni siquiera en su mísero país lo va a sacar de la pobreza. Por eso preferimos dar una limosna caritativa cuando, a causa de esas relaciones internacionales de poder, naciones atrapadas en la edad media no pueden evitar que sus recursos sean explotados por consorcios transnacionales que no dudarían en imponer sus condiciones a la fuerza, si fuera necesario.
Vivimos en un mundo en que una minoría puede cambiar de vehículo, antes de que llegue su obsolescencia programada (“un artículo que no se estropea es una tragedia para los negocios”), por el precio con el que se construiría una escuela en Haití. Somos afortunados de que nuestras inundaciones sólo destruyan televisores, frigoríficos o coches, pero no somos conscientes de que pertenecer al primer mundo o al tercer mundo es cuestión de suerte: de tener la suerte de nacer en uno u otro. Con nuestra insolidaridad e insensibilidad participamos de la desigualdad existente en el mundo, contribuimos a mantenerla cada vez que rehuimos conocer lo que sucede.
El poder no se ejerce sólo de forma represiva. Nosotros formamos parte de su discurso y contribuimos a su ejercicio cuando lo aceptamos y lo validamos como inevitable. Es posible que no podamos enfrentarnos a este estado de cosas, pero podemos conocerlas y rebatirlas, podemos desenmascarar el poder. Para empezar podríamos no olvidar. Doscientas mil personas muertas por un terremoto en Haití son motivos más que suficientes para ello. Para hacer balance y proponernos que en 2011 se produzca un gran cambio: el que nos permita rebelarnos contra el conformismo que nos atenaza y paraliza toda acción. Despertemos la curiosidad por conocer, para actuar. Es mi mayor deseo para el nuevo año.
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