Aunque todos ellos eran conscientes a lo que se enfrentaban
al impulsar un pulso al Estado de Derecho y optar por la franca desobediencia a
la Constitución
y el Estatuto catalán, delitos calificados como muy graves en el Código Penal,
la verdad es que, desde el punto de vista empático y político (tienen familia y
son representantes de un porcentaje elevado, aunque no mayoritario, de la sociedad
catalana que les votó), la contundencia de la respuesta judicial parece
extremadamente dura. Tal vez es lo que merezcan por la tozudez de su desafío a
la legalidad de este país, su insistencia en violentar leyes y normas para
alcanzar sus objetivos separatistas y por empeñar sus trayectorias políticas y
el prestigio y la estabilidad de Cataluña a la obsesión independentista a
cualquier precio.
Pero viéndolos despedirse de sus familiares antes de entrar
en el Tribunal Supremo con caras de aflicción, mirándolos como dice Fernando
Aramburu que le enseñó Albert Camus, amando al hombre por encima de la idea y
amando la cara del hombre por encima del hombre, no deja uno de compadecerlos. Además,
esa sensación de obstrucción que innecesariamente se transmite hacia una
aspiración política legítima que echa a las calles a cientos de miles de
seguidores, unido al citado componente empático, quizá hubiera aconsejado
medidas igualmente rigurosas pero menos drásticas de forma cautelar, como
podrían ser fianzas elevadas y la inhabilitación política, mientras se rubrica la sentencia definitiva. Claro que también se echan en falta en todo este
asunto medidas políticas mucho más contundentes, con sus reuniones, diálogos,
acuerdos y pactos, tendentes a buscar una salida a un conflicto político de
enorme envergadura que viene de antiguo, y al que, me temo, sólo con
actuaciones judiciales no se solventará jamás.
En cualquier caso, y sea como fuere, ya está toda la cúpula
del llamado procés viviendo su semana
de pasión bien en la cárcel, bien en libertad bajo fianza o libres provisionalmente
sin fianza, o, incluso, como prófugos de la justicia española en diversos
países de Europa, donde creen estar a salvo. De los 25 procesados por el
Tribunal Supremo, hay siete fugados que salieron por patas en cuanto sintieron
en la nuca el aliento de la
Justicia , empezando por quien sigue insistiendo en ser
considerado el presidente “legítimo” de Cataluña, Carles Puigdemont, que buscó refugio en Bélgica junto a Toni Comín, Lluís Puig i Gordi y Meritxell
Serret, exconsejeros de su Govern. Otros que también prefirieron la
condición de prófugos de la
Justicia fueron Clara
Ponsati, que recaló en Escocia, y Anna
Gabriel y Marta Rovira, juntas
pero no revueltas en Suiza. Los últimos encarcelados por el juez Llarena
comparten ya barrotes con sus compañeros Oriol
Junqueras, exvicepresidente de la Generalitat , Joaquim
Forn, exconsejero de Interior, y los líderes de las organizaciones
ultranacionalistas ANC y Ómnium Cultural, Jordi
Sánchez y Jordi Cuixart, respectivamente,
todos ellos a recaudo, desde noviembre pasado, entre rejas. Otros nueve
disfrutan de libertad provisional con o sin fianza. Y todos conocen ya los
motivos de su procesamiento, los delitos de los que se les acusa y las pruebas
periciales en las que se basa el juez para considerar sus delitos como muy
graves, tanto como para que la mitad de los encausados esté en la cárcel.
Se confirma, así, que el peso de la Justicia , de aplicación
lenta pero inexorable, acaba alcanzando a quienes optan por ignorar las leyes y
creen gozar de impunidad para escapar de su influjo, amparados en su condición
de electos y aprovechando, como dice el juez en su auto, las facultades
políticas de gobierno de la Generalitat.
Por ello, acusa de rebelión a los cabecillas que dirigían la Generalitat
al pretender, mediante un meticuloso plan secesionista, que el Estado de
Derecho se rindiera a su determinación por conseguir la creación de una
hipotética república catalana. Otros dirigentes, gracias al selectivo bisturí
judicial, no están procesados, entre ellos Artur
Mas, el predecesor de Puigdemont en la presidencia del Govern, y Marta Pascual y Neus Lloveras, exparlamentarias
catalanas.
El calvario de
Puigdemont
Pero a quien le ha llegado la hora de sufrir un particular calvario es,
precisamente, al expresidente Puigdemont, el primer fugado a Bélgica, país que
no concede extradiciones por este tipo de delitos y en el que, durante casi
cinco meses, podía sentirse seguro para intentar “internacionalizar” el
conflicto, dando ruedas de prensa e impartiendo charlas casi a diario. En un
supuesto exceso de confianza, cometió un fallo: se desplazó a Finlandia para
participar en uno de sus habituales coloquios propagandísticos, circunstancia
que aprovechó el juez para activar las órdenes de detención y entrega
internacional. De forma presurosa, fue apresado en Alemania tras cruzar la
frontera de Dinamarca en su intento de llegar a Bélgica por carretera
procedente de Finlandia. Cabe la posibilidad de que el hecho fuera provocado
adrede por el propio Puigdemont (podía haber regresado en avión en vez de por
carretera) para meter presión a las autoridades españolas en esta semana de
pasión para el independentismo catalán, incapaz desde el elecciones de
diciembre de ponerse de acuerdo para nombrar un candidato que resulte elegido,
conforme a la ley, presidente de
Por lo que sea, ha caído el máximo responsable de lo que es
considerado un golpe de estado, por su voluntad de subvertir la legalidad
vigente por la fuerza de los hechos consumados y la violencia, aunque esta
última sólo se haya ejercido de forma incipiente con manifestaciones
callejeras, cortes de carreteras y cerco a las instituciones del Estado en
Cataluña. Es por ello que para Carles Puigdemont, quien ha intentado mantener
viva la resistencia y asumir como símbolo la lucha por la independencia, será
todo un calvario reconocer que ha sido derrotado, que el procés que lideró ha sido descabezado y que la necesidad de
recuperar los resortes del poder en Cataluña para ponerlos a disposición de la
“causa” soberanista será ahora mucho más difícil de conseguir. Y lo que es más doloroso,
que su destino, como el de los demás delincuentes de esta aventura, será aquel
del que renegó cuando salió huyendo un 30 de octubre a Bélgica tras proclamar
de manera unilateral la independencia de Cataluña para enseguida dejarla en
suspenso, y desde donde no tuvo empacho en reconocer que, entre ser presidiario
y presidente, prefería ser presidente. Ahora le toca el calvario de ser
presidario.
La historia, es evidente, no ha acabado y surgirán nuevos y numerosos
capítulos con los que se intentarán nuevos giros a la trama. Pero el final es
previsible: sólo desde el acatamiento a la legalidad y el respeto a la Constitución se podrá
recuperar la normalidad en el Gobierno catalán. De lo contrario, queda Artículo
155 para rato y convocatoria de nuevas elecciones. Y vuelta a empezar.
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