Las viejas democracias occidentales, tanto en Europa como en Norteamérica, están sucumbiendo a los cantos de sirena de los populismos y los ultranacionalismos más viscerales, basados en propuestas simples para resolver los problemas complejos a los que se enfrentan, en estas primeras décadas del siglo veintiuno, las sociedades más avanzadas, ricas y presuntamente tolerantes del mundo. Una crisis económica de efectos desestabilizadores para el sistema financiero, que dejó a los Estados sin recursos para proveer servicios públicos esenciales (sanidad, educación, pensiones, ayudas al desempleo y la dependencia, etc.), junto al incremento explosivo del fenómeno migratorio en aluvión y a la desesperada desde regiones castigadas por la pobreza y las guerras hacia los países prósperos, desarrollados y seguros del entorno (De África y Cercano Oriente hacia Europa y de Sudamérica hacia EE UU, fundamentalmente), han bastado para desencadenar un miedo irracional en la población a la globalización del comercio y la economía y a los inmigrantes y refugiados, hasta el extremo de considerarlos fuente o causa de todos los problemas que agobian a las otrora abiertas y tranquilas democracias.
Los partidos tradicionales del denostado bipartidismo, que propugnaban
un modelo de sociedad conservadora o progresista, de acuerdo a la ideología de
sus postulados (liberales o socialdemócratas, principalmente), son vistos ahora
por los ciudadanos como obsoletos instrumentos incapaces de responder a las
necesidades del presente y, por ende, ineficaces para afrontar los problemas
que preocupan a la mayor parte de la sociedad, como son esa globalización que
externaliza el trabajo hacia países de mano de obra barata y esos inmigrantes
que suponen un peligro para nuestra forma de vida y que, encima, arrebatan los
pocos empleos a los que recurrir cuando no hay otra cosa. Por lo que parece, a
la gente ya no le interesa ni la ideología ni valores con los que aspirar a transformar la realidad, sino soluciones drásticas
a problemas concretos, justamente lo que los populismos y los grupos de extrema
derecha ofrecen desde la transversalidad de sus recetarios, ofertas que superan
la caduca división entre izquierdas y derechas para establecerla entre ellos y
nosotros, los de arriba y los de abajo, las élites y el pueblo. Todo mucho más
comprensible y fácil.
Las amenazas –reales o imaginarias- y las dificultades que
nos acechan constituyen el caldo de cultivo en el que proliferan estos profetas demagógicos del paraíso terrenal -nacional
y exclusivamente nuestro, por supuesto-, con sólo evitar el contagio de un
mundialismo patógeno. Son adalides del retorno a la pureza de la tribu, la
raza, y se nombran, sin que nadie los elija, en representantes del pueblo
verdadero, de aquel “volk” fundacional del que procede la gente corriente que
está harta de élites y de un “establishment” que los engaña y empobrece. De ahí
que el aislacionismo, el proteccionismo comercial, la antiglobalización y la
xenofobia o intolerancia cultural o religiosa emerjan enseguida en los
discursos del populismo de izquierdas y del ultra nacionalismo de derechas. Son
discursos sumamente seductores por la simplicidad tajante de sus argumentos y
diagnósticos, con los que centran las culpas de todos nuestros males en el
terrorismo, la inmigración, la globalización y, por supuesto, en la
irresponsable debilidad de unos gobernantes “profesionales”, maniatados por
intereses clientelares o la corrupción, para actuar y defender al “pueblo” con
firmeza.
De este modo, logran ganarse la confianza de un número cada vez más creciente
de votantes desengañados y crédulos en muchas de las democracias de Occidente,
hasta el punto de convertirse en fuerzas determinantes a la hora de acceder o
influir en los gobiernos de muchas de ellas. Representan un peligro para el
orden global, la paz y las relaciones internacionales, y una amenaza cierta a
la cohesión de Europa. Son una versión maquillada del fascismo y el anarquismo
comunal anticapitalista, disfrazados ahora de demócratas asamblearios, que
pugnan por imponer su ideario sectario y excluyente. Viejos lobos con pieles de
cordero que reaparecen con Trump en Estados Unidos, con los euroescépticos impulsores
del Brexit en el Reino Unido y con
los supremacistas nacionalistas en Alemania, Polonia, Francia, Austria, Hungría,
Holanda, Finlandia, Noruega e Italia, por citar ejemplos recientes. Todos ellos
se asemejan en lo fundamental y no dudan en compartir apoyos y doctrina, como se
encargó de visualizar ostensiblemente Steve Bannon, el ideólogo racista de Donald
Trump, en el Congreso refundacional del FN, ahora como Reagrupamiento Nacional,
de Marine Le Pen, en Francia. Y se caracterizan por ser hábiles pescadores en
los ríos revueltos de la cotidianeidad de sus naciones, incitando las emociones
en vez de la racionalidad crítica, en un mundo y un tiempo que les es propicio,
en el que predomina el pensamiento “light” y la sociedad “líquida”, como se
cansó de advertir Bauman.
Por ello, mientras más problemas nos aflijan, más
oportunistas del populismo y otras demagogias aparecerán para prometernos
alivio con sus proclamas. Mientras tengamos problemas complejos, propio de
sociedades plurales y tiempos convulsos, brotarán populistas y demagogos que
ofrecerán respuestas simples pero contundentes para resolverlos de un plumazo.
Ante fenómenos como la migración y los refugiados, causados por las
desigualdades y las injusticias, surgirán populistas y ultranacionalistas que
propugnarán la recuperación de las esencias tribales, la defensa de la identidad
amenazada y la expulsión del foráneo, previamente convertido en delincuente,
terrorista o ladrón de nuestros trabajos. Mientras persista el paro y la
precariedad laboral, habrá populistas que prometerán el pleno empleo y salarios
dignos. Mientras la pobreza y las desigualdades no sean erradicadas, habrá
quien se presente a combatirlas con rentas universales y recursos ilimitados
para ampliar derechos y prestaciones, sin atender a sus causas. Mientras nos
invada la frustración y el desánimo con nuestros semejantes, nuestras
instituciones y nuestras democracias, habrá predicadores de la felicidad y el
bienestar social dispuestos a derribar todo lo construido en dotarnos de un
Estado de Derecho y un sistema político democrático, no tan perfectos como serían
de desear, pero preferibles a cualquier entelequia visionaria. Y ello es así
porque, mientras conservemos nuestra democracia, existirá el peligro de los que
la utilizan para manipular a los ingenuos con promesas falsas y discursos
demagógicos.
Tan graves como las injusticias, las desigualdades, la
pobreza, la precariedad laboral y salarial, los inmigrantes y refugiados, las
dificultades económicas y las tensiones territoriales, son los populismos, los
demagogos, los charlatanes y los radicales de izquierda o derecha que
proliferan junto a los problemas y los utilizan para inocular ideas racistas y
ultranacionalistas en sociedades que antes eran tolerantes, pacíficas y
solidarias. Agitando los fantasmas del miedo existencial ante el terrorismo, el
miedo identitario o racial ante la inmigración y el miedo económico o laboral ante
la globalización y las crisis, los populismos y otros demagogos nos incitan al
racismo, la xenofobia, al supremacismo nacional, al egoísmo y la intolerancia
como armas de defensa de nosotros frente a ellos, del pueblo frente a la casta,
los de abajo frente a los de arriba. Y lo peor es que lo están consiguiendo,
nos están convenciendo de que pongamos puertas al campo y vallas al mar que nos
blinden del mundo y nos aíslen de sus peligros, como si viviéramos solos y no
dependiéramos de todos. Nos hacen creer que el mal anida siempre en los otros,
en los demás. Nunca en nosotros. Por eso el mensaje de los populistas y otros
demagogos es tan del agrado de nuestros oídos, tan eficaz para emocionarnos,
pero tan cuestionado por la razón y la verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario