Hace cinco meses que tuvimos que volver para extasiar la vista hasta la línea infinita del horizonte, escuchar las olas golpear la fina arena de las playas, jugando eternamente con las conchas, y saludar a amigos y conocidos con los que compartimos un verano inolvidable. Acabábamos de pasar la temporada veraniega cuando ya sentíamos deseos de volver a pasear entre aquellos pinares y sentarnos en las terrazas donde disfrutábamos de un tiempo apacible, de cara al mar.
Hoy contemplamos con incredulidad, al cabo de sólo cinco
meses, que la furia de un temporal podía alterar aquella placidez y arrasar una
costa ahora desierta y triste. Un mar desatado podía alcanzar el paseo donde
transcurrían nuestras horas más felices y amenazar unas instalaciones en las
que nos entregábamos a nuestras rutinas. La fuerza incontenible de una tormenta
bastaba para destrozar la materia de nuestros sueños y dejar en evidencia la
suma fragilidad de nuestras aspiraciones.
Ahora, a escasos cinco meses de otra temporada, confiamos en
la voluntad del hombre para no dejarse arrebatar los frutos de su esfuerzo por
vivir y rehacer sin demora aquel escondido rincón edénico en el que podíamos
experimentar algo semejante a la felicidad. Porque si Isla Cristina no sucumbió
al terremoto de Lisboa, que a punto estuvo de hundirla en el océano, una simple
tormenta no podrá mancillar tanta belleza y encanto natural, ni impedir la
determinación de sus gentes. En sólo cinco meses estaremos en condiciones de admirar
ambas cosas, sentados en El Pepín,
frente al mar y con la vista perdida en la línea infinita del horizonte.
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