Sin embargo, no parece suficiente que un criminal pase 25,
35 ó 40 años en la cárcel para resarcir a la sociedad del daño que le haya
podido ocasionar. Existe un sector de la población, identificado con la
mentalidad conservadora, que es favorable a que el sistema penal español contemple
la cadena perpetua para delitos de suma gravedad, aun cuando no haya motivos
jurídicos ni sociales que lo justifique. A pesar de ello, el Gobierno del
Partido Popular introdujo en 2015, cuando gozaba de mayoría, la
prisión permanente revisable (PPR) en el Código Penal y, tras tres años en que
sólo se ha aplicado en un caso, ahora pretende ampliarla a nuevos supuestos que
responden, más que a criterios jurídicos, a la demanda mediática y emocional de
los colectivos de víctimas y a la proclividad de ese sector de su electorado.
Es innegable que, tras producirse los casos del secuestro y asesinato de la
joven gallega Diana Quer y del niño andaluz Gabriel, la sensibilidad social
está alterada y conmovida, proclive por tanto a la máxima dureza en el castigo de
los culpables. Dos millones de firmas se han recogido, en un contexto de
especial sensibilidad, para que se mantenga la cadena perpetua en nuestro
Código Penal, precisamente cuando las formaciones nacionalistas y de izquierdas
del arco parlamentario han rechazado con sus votos la propuesta de ampliarla a
nuevos supuestos, como pretendía el Gobierno, e, incluso, han iniciado el
procedimiento para derogar la ley en su totalidad.
También es verdad que ha causado bochorno la discusión
parlamentaria en torno a esta cuestión por la asquerosa manipulación del dolor
de las víctimas, presentes en las tribunas del público del hemiciclo, a la que
recurrieron para refrendar sus alegatos tanto los defensores de la ley como sus
detractores. Una utilización de argumentos emocionales inapropiada en quienes
tendrían que ofrecer criterios basados en una serena reflexión jurídica sobre
la idoneidad de una medida tan extrema y su compatibilidad con la Constitución y los
derechos reconocidos de los ciudadanos, además de explicitar las razones
objetivas que aconsejan, desde el punto de vista legal, la reintroducción de la
cadena perpetua en el Código Penal. Nada de eso se produjo en el Congreso de
los Diputados, entregados sus señorías al mitin electoralista más grosero ante
sus respectivas clientelas.
En cualquier caso, nos hallamos ante un falso debate
promovido por el partido en el Gobierno con intenciones espurias. Ni existe un
problema de seguridad causado por unos alarmantes índices de criminalidad en la
sociedad española ni se dictan sentencias laxas a delincuentes condenados por
casos de homicidios, asesinatos, terrorismo o cualquier otro delito considerado
grave. Antes al contrario, la tasa española de homicidios es de las más bajas
de Europa, muy por debajo de la de Francia y a años luz de la de Estados
Unidos, lo que convierte a nuestro país de los más seguros del continente.
Y las condenas con que se castigan estos delitos, hasta un
máximo de cuarenta años de reclusión, podrá parecer cualquier cosa menos
blanda, puesto que obliga a un cumplimiento de condena de al menos 20 ó 25 años
entre rejas, lo que equipara a nuestro sistema penal, en cuanto a severidad, al
de otros países de Europa con cadena perpetua, en los que se revisan las
condenas al cabo de los 14 años en el Reino Unido y de los 20 en Francia. Hay
que tener en cuenta, además, que una consecuencia inevitable de esta severidad penal
es la saturación de las cárceles españolas, que alojan a una población
penitenciaria que en muchos casos excede del máximo previsto para cada centro y
que permanece en reclusión durante mucho más tiempo que la de otros países de
nuestro entorno. Ello acarrea un problema de seguridad en las prisiones y de
financiación de esta política penitenciaria que exige más cárceles, más
mantenimiento y más personal.
No se percibe, por tanto, cuáles podrían ser realmente los
motivos para restablecer la cadena perpetua en España e, incluso, intentar proceder
a la ampliación de los supuestos en los que podría aplicarse, más allá de los
enumerados en la justificación de esta condena, como son los asesinatos especialmente graves, el homicidio del Jefe del Estado o de su heredero, el de jefes de Estado extranjeros, el genocidio o los crímenes de lesa humanidad. La PPR no corrige ninguna laguna de nuestro ordenamiento penal ni endurece significativamente las penas, salvo que se considere necesario dejar sin expectativas ni esperanzas a un número ínfimo de reclusos, cuya rehabilitación y reinserción social deja de ser el objetivo fundamental del castigo que se le inflige en nombre de la Justicia.
Pero
es que, a mayor abundamiento, la prisión permanente revisable no sólo resulta
redundante de las condenas que ya se dictan en España, sino que será tan
ineficaz como la pena de muerte de EE.UU. a la hora de prevenir o persuadir al
delincuente de la comisión de esos delitos graves y execrables que tanto nos
repugnan y acongojan. Desgraciadamente, los castigos no disuaden a los
criminales que están dispuestos a delinquir, por muy duros que estos sean. Y
los que se aplican en España ya son lo suficientemente severos como para que
muchos de ellos se lo pensaran dos veces, y ni así lo hacen. Aparte de las
medidas punitivas, la actuación sobre las causas y circunstancias que favorecen
la criminalidad y la delincuencia parece más aconsejable que el mero
endurecimiento del castigo, si de verdad lo que se persigue es reducir unos
índices de criminalidad que, por otra parte, no representan el mayor problema
de seguridad al que se enfrenta nuestro país. Existen problemas mucho mayores
que están ahora arrinconados por esta discusión de salón, cuando no tabernaria,
y a los que debería prestar mayor énfasis el Gobierno.
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