El desconcierto se ha instalado este año entre los sometidos al yugo de las dictaduras árabes. Es la revolución de los miserables, de los parias que no tenían donde caerse muertos y prefieren morir de una vez antes que dejar pasar el tren que la historia les brinda para sacudirse la opresión de unos regímenes totalitarios. La tiranía de monarquías, religiones y gobiernos que aplastan a su pueblo para conservar privilegios conquistados por el miedo y la fuerza. Miedo a reyes que heredan la capacidad de rapiña, miedo a imanes que castigan a los que no se someten, miedo a gobernantes que encarcelan al que suplica libertad, miedos que son inoculados por el monopolio de la violencia que todos ellos no dudan en propagar con sus ejércitos y policías.
Pero alguien ha tenido el valor de hacerles frente e Internet lo ha difundido entre su gente y el mundo. Fue como tirar una cerilla a un bidón de gasolina: enseguida prendió un ansia incontenida de democracia y justicia, imposible de detener sin causar una masacre. Y ese es el desconcierto que despierta a los que observan a los pueblos exigir sus derechos desde el exterior, sin saber cómo reaccionar ni a quien apoyar. La indecisión de las antiguas potencias por querer mantener los equilibrios establecidos, pero empujadas por sus propias opiniones públicas a favor de los desposeídos que se manifiestan. Cuentan, al menos, con la complicidad de los que empuñan los fusiles y se niegan a silenciar la voz multitudinaria de la calle. Son las revoluciones desconcertantes del siglo XXI cuyas causas siguen siendo las de siempre: la voracidad de una minoría que saquea a la mayoría, hasta que ésta se harta. Ayer, Túnez; hoy, Egipto. Un fantasma recorre el norte de África, es el fantasma de la libertad. Ojalá no sea exorcizado por los sacerdotes del poder.
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