Hosni Mubarak, último faraón de Egipto, cual momia embalsamada y cautiva de sus vendajes de naftalina, ha abandonado el poder tras 30 años de férrea dictadura y estado de excepción permanente. No ha podido resistir sin desintegrarse, al igual que lo pútrido del interior de las tumbas, el aire fresco de un pueblo que llevaba 18 días empeñado en una revuelta por la libertad y la democracia.
Egipto, pieza clave del tablero geopolítico entre Oriente y Occidente, se convierte así, tras el abandono del dictador, en el segundo país árabe, después de Túnez, que se ve abocado a cambiar de régimen por la presión de una muchedumbre dispuesta a decidir su propio destino sin prohibiciones ni mordazas. El papel del ejército, una vez más, ha sido crucial en el desenlace incruento de una revolución de la que se temían las peores consecuencias, lo que había llevado a que tanto desde Europa como de Estados Unidos se haya estado insistiendo encarecidamente en escuchar al pueblo y no adoptar medidas de fuerza. Con todo, han sido 300 muertos el precio pagado por los manifestantes para que Mubarak abandonara finalmente el poder y se refugiara en su residencia de Sharm el Sheij, en la península del Sinaí.
Los dictadores, para permanecer oprimiendo a su pueblo, deben aislarse de todo contacto con el exterior, por lo que censuran lo que no controlan y prohíben cualquier vía de acceso al conocimiento de una realidad que contradiga su infamia. Temen a la libertad y la democracia, convencidos, no de la incapacidad para decidir con criterio de la población, sino de que sean inmediatamente repudiados por quienes tal vez estén resignados a soportar el oprobio por cuestiones de supervivencia, pero no a ser engañados con la situación que padecen. Y en cuanto pueden desahogarse, como ha sucedido en estos países, no han dejado de protestar exigiendo librarse de las ataduras.
Los caudillos, momificados en su intransigencia, pero llenos de oro, como la máscara de Tutankamón, no soportan el aire de libertad que barre esas dunas árabes y se desintegran derrocados por unos pueblos hartos de dictaduras y autocracias. Les sucede algo que los arqueólogos conocen bien, pero que los políticos suelen ignorar: se desintegran al contacto del aire, el aire puro de la libertad. ¿Cuál será el siguiente?
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