Era un simple campesino, un niño cabrero que, según Neruda, “tenía cara de patata recién sacada de la tierra”. Apenas pudo estudiar pero el campo y las cabras le enseñaron a ver la vida con ojos sensibles que se estremecen al rumor de los arroyos y la volátil belleza de las flores. Es la escuela de la naturaleza la que forja al poeta. Inquieto, lee cuanto cae en sus manos, lleno de curiosidad y con afán de compensar los estudios que no tuvo.
La adolescencia lo encuentra escribiendo sus primeros poemas con la timidez del que está aprendiendo un oficio y comienza a publicar en los periódicos y revistas del pueblo. Se queja de que tiene “un millar de versos sin publicar. En provincias leen poco los versos y los que leen no los entienden”. Por eso se marcha a Madrid con lo puesto, pero rebosante de una ilusión que es vencida por el desinterés de la Capital, donde tampoco se interesan por sus poesías.
De vuelta a su tierra, esa de la que se nutre como los árboles, buscará trabajo de mecanógrafo en una notaría, sin dejar de llenar cuartillas con unos versos que más tarde engrosarán una de sus obras capitales y que le ayudarán a relacionarse con los poetas del 27: Alberti, Neruda, Lorca, Altolaguirre, Aleixandre y otros.
Pero la Guerra Civil se interpone y enciende su compromiso por lo que es, pueblo que se siente pisoteado por los sublevados en armas. Se alinea con la legalidad y recorre los frentes de batalla con el arma más mortífera para los obtusos, su poesía, aquella que escribe para gente sencilla, como él, con el dolor de la tierra estremecida: "Vientos del pueblo me llevan,/ vientos del pueblo me arrastran".
Ese compromiso honesto lo convierte en un peligroso elemento para los rebeldes. E intenta huir a Portugal para refugiarse en la embajada de Chile, con tan mala fortuna que es detenido en la frontera onubense y entregado a las autoridades franquistas. La cárcel de Torrijos, en Madrid, será la jaula para el joven cabrero con cara de patata que nunca renunciaría a su origen humilde y campesino: “Me llamo barro aunque Miguel me llame./ Barro es mi profesión y mi destino.”
Nunca más disfrutaría de libertad. Ni siquiera hoy. Aquella pena de muerte, conmutada por treinta años de prisión, le hace recorrer los penales de Palencia, Madrid y Ocaña, para acabar en el Reformatorio para Adultos de Alicante. Un frío mes de noviembre, una tuberculosis inoculada por las humillaciones, la soledad, el desarraigo de su tierra y su familia, acabará con su vida. Muere el 28 de marzo de 1942 a los treinta y dos años. En la pared dejará escrito: “Adiós hermanos, camaradas, amigos:/ despedidme del sol y de los trigos.”
Lo triste es que ni siquiera hoy, incomprensiblemente, se reconoce la tropelía. La Sala de lo Militar del Tribunal Supremo acaba de denegar la revisión de la sentencia del consejo de guerra que lo condenó a muerte, aunque reconoce que fue “radicalmente injusta” porque se produjo por motivos “políticos e ideológicos”. Parece que todavía en España no se pueden resarcir las heridas que una guerra fraticida produjo entre los españoles, y los vencidos han de seguir condenados en los registros oficiales, a pesar de su ilegitimidad. Como el propio Miguel Hernández clamara: “¡cuánto penar para morirse uno!”.
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