Puerto Rico tiene el alma dividida. Descubierta por Cristóbal Colón, primero fue colonia española, que perdió la plaza, junto a otras posesiones, tras la derrota de la Guerra de Cuba frente a los Estados Unidos. Desde entonces, aún disfrutando de la limitada autonomía que le confiere el Estado Libre Asociado, es colonia de unos yankees que no cejan de imponer su cultura y de barrer todo vestigio de la heredada de España.
En la actualidad, la isla del Caribe es territorio USA a todos los efectos (moneda, servicio militar, comercio exterior, comunicaciones, pasaporte, etc.), sin llegar a constituir un Estado federado de la Unión. El puertorriqueño disfruta bajo el paraguas de los Estados Unidos de una relativa prosperidad y estabilidad, en comparación con los países de su entorno, a cambio de un control absoluto de su economía por los norteamericanos (la industria y el comercio están en sus manos) y de la progresiva desnaturalización de su identidad nacional. Para Eduardo Galeano, “los puertorriqueños no son suficientemente buenos para vivir una patria propia, pero en cambio sí lo son para morir (…) en nombre de una patria que no es la suya” 1.
En ese contexto hay que ubicar la última decisión de la Universidad de Puerto Rico de tratar de eliminar los Estudios Hispánicos, lo que constituiría un duro “golpe a la cultura e idiosincrasia de los puertorriqueños”, además de “destruir una piedra angular de la universidad pública”, según señalan en un comunicado diversas asociaciones universitarias. Ello se inscribe en una estrategia del Gobierno local por arrinconar el idioma español y hacer creer a los Estados Unidos que el inglés ocupa el mismo nivel que la lengua materna española. Para las citadas fuentes, la Universidad está “actuando por inclinaciones políticas con el objetivo de destruir no sólo la Universidad, sino para atentar también contra la educación pública y la identidad y la cultura del pueblo puertorriqueño”.
Y aunque es cierto que Puerto Rico ha sido capaz de extraer beneficios de la dependencia norteamericana, también hay que reconocer que nunca ha dejado de sentirse orgulloso de sus raíces hispanas y de la identidad cultural que ello le ha configurado. Precisamente lo más llamativo a los ojos de cualquier viajero es esa fructífera simbiosis con la que el puertorriqueño combina lo español y lo inglés, y que es evidente no sólo con el spanglish, sino en cualquier aspecto de la vida borinqueña.
No se entiende, por tanto, que la Universidad de Puerto Rico pretenda a estas alturas restar activos esenciales del tesoro cultural, social e histórico de lo más preciado de un pueblo: su alma y su identidad. Y se entiende menos que tal pretensión provenga de la institución que debería velar por salvaguardar y divulgar esos rasgos identitarios de la comunidad de la que emana y se asienta. Es incomprensible que quiera cambiar la manera de ser de Puerto Rico.
Notas:
1: Las venas abiertas de América Latina; Eduardo Galeano, pág. 98, Editorial Siuglo XXI, Madrid, 2010.
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