miércoles, 26 de mayo de 2010

Fotograma, 7

El niño busca en lo más antiguo de su memoria imágenes de su madre y no las encuentra, quiere recuperar un tesoro que reconoce valioso, pero descubre sólo el rastro fantasmagórico de su existencia, la huella vaporosa de lo perdido en las capas más profundas del olvido. Busca a su madre porque la sabe asida de su mano, acompañándolo en la infancia como una madre abnegada de su hogar y su familia. No oye su voz pero sabe que aquel timbre melodioso reproducía su nombre por toda la casa para atraerlo siempre bajo su regazo y alejarlo de cualquier tentación. Sus pasos retumban por todos los recuerdos rotos, recorriendo todos los rincones olvidados de la memoria y persiguiendo cualquier reminiscencia de aquellos primeros años que el niño pretende recuperar. Su figura enorme ocupa toda la casa, llena todos los vacíos e impregna todos los momentos de una niñez con la bondad y la ternura que, aún desde la invisibilidad, derrochaba en su trato. Duerme en el cuarto de al lado, donde el niño se refugia cuando por las noches las sombras quieren engañarlo. En la cocina trastea con los platos, prepara desayunos y de las comidas perduran olores que aún el niño quisiera atrapar. Ropa tendida en cordeles del patio delata también su rastro, al igual que la leche de los platillos en el pasillo del baño para los gatos. El niño la presiente constantemente a su lado a pesar de la ingratitud de una memoria tan quebrada. Es doloroso buscar esas primeras imágenes de una madre desdibujadas con los años, cuando se es consciente del legado hermoso que ha dejado. Su aroma perfuma todos los días de la vida del niño aún cuando el perfume hace tiempo se ha acabado.

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