Me han sorprendido, como creo que a muchos observadores, las revueltas que se han producido en distintos países árabes y que han contagiado unas ansias de libertad en regímenes hasta entonces no sólo totalitarios, sino tolerados por la comunidad internacional. Es posible que la causa de la primera rebelión ciudadana fuera un acontecimiento banal, una muestra habitual de la brutalidad con la que responde un gobierno dictatorial y carente de escrúpulos, al que una población harta de abusos contestó manifestándose en las calles, convocada gracias a las nuevas tecnologías, cuya censura absoluta –como se hace con los medios tradicionales- es difícil de imponer sin causar perjuicios en otras áreas vitales –comunicaciones, administración, industria, etc.- del país.
Incluso creo que los efectos incontrolados y caóticos de esa primera revuelta, en el sentido que preconiza la Teoría del Caos, pudieran coger desprevenidos a las autoridades hasta el extremo de obligarles a abandonar el Poder, tras décadas de ejercicio arbitrario del mismo, y atender así las demandas de cambio de los amotinados. Es altamente improbable que ello suceda de esta manera en regímenes acostumbrados a silenciar cualquier protesta y a aplastar cualquier signo de oposición a las estructuras dominantes, pero una excepción es plausible a toda regla, por rígida que esta sea. Por ello, y con la imprescindible abstención de un Ejército dubitativo, puedo suponer que una primera revolución democrática triunfe en un país, árabe o no, sometido a una dilatada dictadura.
Aunque internet sea un medio que salta por encima de censuras y fronteras, cuesta entender el reguero de imitadores revolucionarios que han brotado en países del entorno geográfico y cultural. La espontaneidad de tales expresiones multitudinarias no es fácilmente presagiada, pero no impide la adopción de medidas por parte de los gobiernos de la zona para garantizar “su” orden público. Y aquí es donde me asaltan las dudas.
Los descontentos actúan movidos por resortes que, más allá de los hechos puntuales que los desencadenan, parecen poderosos y ocultos, sobre todo cuando se multiplican de un país a otro e involucran la intervención de potencias extranjeras con excusas que, en otros ámbitos, sólo despiertan la más pasiva de las indiferencias. Ya sabemos que Occidente tiene avidez pertinaz por el petróleo y las fuentes de energía de las que depende su desarrollo, pero tal condición se da en otras situaciones que también cursan con atropellos a la ciudadanía y menosprecio a los derechos humanos y no motivan la ira internacional.
Ben Ali, Mubarak y ahora Gadafi son tan impresentables como lo eran hace décadas y ahora mismo lo son otros muchos dictadores del mundo, algunos tan amigos y “hermanos” nuestros como la monarquía absolutista de Arabia Saudí o la semidemocrática de Marruecos. Hay dictaduras más o menos disfrazadas en Irán, Siria, China, Pakistán, Turkumenistán, Cuba, Guinea ecuatorial y países tan incumplidores de las resoluciones de la ONU como Israel o los propios EE.UU. cuando no las veta. A ninguno de ellos se le ha declarado la guerra ni se les ha prestado tanta atención mediática como a las revueltas del norte de África. ¿Por qué motivo?
Tengo sospechas, muchas dudas y algunas certezas. Aclararé sólo las últimas. No es el humanitarismo por los rebeldes, en mi opinión, lo que empuja a crear una alianza de fuerzas militares occidentales para atacar a un Estado soberano, cuyo gobierno, aunque dictatorial, empuña las armas contra opositores también armados, a pesar de que no sean equiparables ni los contendientes ni la moral que los anima. Como tampoco son las nuevas tecnologías las que soliviantan contra sus gobiernos a unas poblaciones que en su mayoría están amoldadas a trapichear con tal de sobrevivir bajo los resquicios de las dictaduras. Sólo minorías “ilustradas”, o lo que pueda suponer el término, podrían estar interesadas en organizar y participar en movimientos de incierto resultado, si no están convencidas del apoyo y la colaboración de quienes diseñan, desde dentro y/o desde fuera, un cambio y un futuro distinto, tal vez mejor, pero perfectamente concretado, que establezca un orden nuevo.
Me invaden serias dudas sobre la bondad de nuestras acciones armadas humanitarias en Libia porque no actuamos del mismo modo contra casos semejantes y quizás más graves. Tengo dudas de los motivos no confesados que empujan a distintos países como el nuestro a participar en acciones violentas que en otras partes del mundo nos llevan a hacer la vista gorda por intereses geoestratégicos o mercantiles. Y me inspira reservas el futuro que aguarda a las poblaciones que socorremos tan milagrosa como desinteresadamente, cuando dejen de figurar en la agenda temática de los medios de comunicación y simplemente se conviertan en números de teléfono para las grandes compañías. Es decir, un mar de dudas me ahoga sobre la información que nos suministran acerca de lo que está pasando y no puedo evitar sentirme manipulado. ¿Estaré paranoico?
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