Hablaba cansado pero con una honda tranquilidad que contagiaba al que lo escuchaba. Era un cansancio físico, de los músculos que debían articular las palabras, no del pensamiento que componían ni de las reflexiones que con ellas expresaba. Una voz pausada, ligeramente temblorosa, y suave, con esa delicadeza humilde que no quiere molestar, sino responder con sinceridad a una conversación. Venían impregnadas de la honestidad de quien acumula muchas derrotas y un único triunfo, el de ver otro día que lo va dejando cada vez más solo. Solo con su cansancio y sus recuerdos. Hablaba de sus trabajos y fatigas, pero también de las alegrías que la fortuna le había brindado. De las tías que cuidó hasta que murieron y de la asistenta que ahora le cuida a él. De unos hijos que viven sus vidas y de los nietos que de vez en cuando le visitan. Hablaba del reparto precavido de bienes para que no malogren unas relaciones por herencias nunca justas. Y hablaba de los médicos, de los que se mofaba cuando solicitaban nuevas analíticas: “Si siguen buscando, van a encontrar…”, decía. Sabía que, a su edad, nada está en condiciones. Por eso la tranquilidad anidaba en su mirada y barnizaba sus palabras en un tiempo de descuento que no creía merecer, pero que agradecía con resignación tras cada recaída. Cuando leí su esquela supe que había muerto con su tranquila humildad, sin molestar. Era un abuelito cansado al que daba gusto escuchar.
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